José María Pérez Gay: Presente
POR JUAN RAMÓN DE LA FUENTE
José María Pérez Gay llegó a Alemania en 1964. Tenía 21 años y se sintió deslumbrado por los contrastes: la sombra de los tilos secos manchando un amanecer en Berlín, blanco sobre negro, podía ser una representación perfecta de lo que ahí se había fraguado. ¿Cómo era posible que en Alemania, el corazón de la cultura filosófica europea, se hubiera desatado uno de los más devastadores impulsos inhumanos de todos los tiempos, al perpetrarse la persecución sangrienta de miles de judíos? ¿Cómo una nación, que consiguió una ruina ética de las dimensiones del Holocausto y cargaba con el pasado genocida, cómo a pesar de eso era capaz aún de sostener su grandeza humanística?
Todavía quedaban ecos de ese pasado, pero era también cierto el ánimo renovador experimentado en las disciplinas científicas, filosóficas y artísticas. Fue en la Universidad Libre de Berlín donde Pérez Gay escuchó a Hannah Arendt decir en una charla que lo único que había podido sobrevivir después del exterminio de la cultura había sido el idioma. Fue también en Berlín donde tuvo un encuentro decisivo con la poesía de Paul Celan quien, al hablar sobre la muerte después de la barbarie, demostraba los poderes restauradores del lenguaje, esa zona acogedora de la existencia, como la llamó Chema, desde donde era posible el deber de recordar y de nombrar el horror, de rescatar las razones de la vida incluso por encima de la demencia humana. Supongo que en ello pensaba Pérez Gay cuando escribió El príncipe y sus guerrilleros, en torno a la destrucción de Camboya; así como La supremacía de los abismos, en donde analiza los motivos incomprensibles que hicieron posible la creación de la bomba atómica, o permitieron esas otras sombras en la historia ocurridas en Ruanda, Chechenia y Serbia.
No tengo duda de que Alemania fue para Chema el inicio de un largo y continuado descubrimiento de autores que marcaron su pensamiento y su ánimo, puesto que no fue azaroso que el canon personal construido desde entonces representara en mucho la vocación esperanzadora que él halló en los libros, acaso últimos reductos para que la oscuridad en la civilización, su parte más perversa, algún día pueda acabarse. En ese canon estudió por igual a escritores que a filósofos. Trajo generosamente a México, gracias a sus traducciones, a los autores alemanes no sólo más representativos, sino también a aquellos de cuya obra no se conocía casi nada, y a otros tantos que de alguna manera, en su afrenta estética, no olvidaban su postura moral.
Producto de esta pasión por Alemania, una patria elegida que no se guardó para sí mismo y, por el contrario, se encargó de difundir en el horizonte mexicano, producto de esta obsesión son sus libros La profecía de la memoria y sobre todo, El imperio perdido, un libro que ha tenido una marcada influencia para toda una generación, y que sigue y seguirá siendo, para el lector futuro, una manera de acercarse a Kafka, Joseph Roth, Elias Canetti, Walter Benjamin, lo mismo que a la intensa vida intelectual del imperio Austrohúngaro.
Lector temprano pero no crédulo sino más bien suspicaz, Pérez Gay revisó a Marx y a Freud, a los filósofos de la Escuela de Frankfurt (Adorno y Marcuse), también a Erich Fromm, posteriormente a Max Weber, y supo verter su temperamento crítico mediante el ensayo y los artículos periodísticos, que fue donde más sostuvo un espíritu conversacional sobre sus búsquedas diversas: de la pregunta obstinada sobre el sentido de la historia, a la crítica lo mismo de los regímenes comunistas como del capitalismo rampante, pasando por convicciones personales (la reivindicación de una política social y de realización, por ejemplo, cuyo fin no habría de ser otro, así lo pensaba, —porque lo hablé varias veces con él, me consta— que el de hacer posible la equidad en México).
Si bien su carrera diplomática tuvo una repercusión importante al tender puentes entre países (como agregado cultural en Alemania, consejero en las legaciones en Austria y Francia, y embajador en Portugal), intuyo que los esfuerzos más genuinos de Chema fueron aquellos que ejerció con más discreción pero que, en cambio, y sobre todo a partir de su enfermedad progresiva y luego de su muerte, van llegando tan lejos como aún no somos capaces de percibir. Cuenta Juan Villoro que en 1980, cuando fue asistente de Pérez Gay en su paso por la UAM Iztapalapa, éste diseñó un curso de sociología del conocimiento del cual no sólo dependía el estudio de Max Weber o un seminario dedicado a Goethe, sino el que muchos estudiantes continuaran la fascinación por seguir siendo partícipes de ese “teatro de la inteligencia” que tanto estimuló el pensamiento de sus alumnos.
La incursión en los medios culturales se dio en el mismo interés de trasladar lo que leía o discriminaba para traducirlo a otros públicos: así lo confirma su trabajo en la radio y la televisión cultural. Desde los años setenta, había comenzado a compartir su capacidad de admiración frente a pasajes de Kraus, Mann, Arendt, fragmentos de relatos y ensayos, en el suplemento La Cultura en México. La tarea de involucrarse en los medios periodísticos continuó: cómo olvidar su gestión como director del suplemento cultural de La Jornada Semanal, o su presencia como miembro del consejo editorial de la revista Nexos.
Periodismo y literatura, en fin, convergieron para Chema con un mismo propósito: eran importantes no sólo los temas de los que era preeminente hablar en los suplementos, la radio o la televisión, sino llegar al destinatario adecuado, porque ese destinatario era, ni más ni menos, un público que muchas veces se sentía en la orfandad cultural, como sólo puede pasar en un territorio muy distinto al que conoció en Europa, pero muy parecido a aquellas zonas devastadas por la guerra. Así, consecuente con la realidad de México, sabía que ese lugar común repetido en torno a los libros (que la sabiduría habita en ellos) podía convertirse en un derecho para todos. Invitar a leer es convocar a pensar; pensar implica aceptar un duelo en el marco de la sensibilidad y la inteligencia, pues ahí donde las circunstancias sociales suelen ser crueles, está siempre la cultura, que instaura el anhelo de un mundo distinto. En eso también creía Chema.
José María Pérez Gay participó de manera activa en el escenario político. Aquí es donde tuve una mayor interacción con él y, por supuesto, con Lilia, su compañera de vida. “Nadie es más que nadie”, expresó alguna vez, pero asimismo advirtió: “Sospechen, nunca admitan nada sin sospechar, o serán parte del rebaño”, y me parece que en el trayecto entre una sentencia y otra, se condensa la integridad de un pensamiento idealista pugnando por la libertad del hombre a través de la razón. Motivos más profundos que los emergentes, llevaron a Pérez Gay a convertirse en asesor de asuntos internacionales en el gobierno del Distrito Federal. Habiéndose cuestionado ya en La supremacía de los abismos qué tanta globalización una sociedad podía soportar, y de qué manera el proceso de globalización bárbaro abría y sigue abriendo “una perspectiva de violencia ecuménica inevitable”, optó por involucrarse de veras con el movimiento de Andrés Manuel López Obrador, alternando su vida en la biblioteca, la vida dedicada por completo a la escritura, con los largos recorridos por comunidades mexicanas remotas, durante la campaña presidencial de Andrés rumbo a las elecciones del 2006. En 2012, avanzada su enfermedad, refrendó con convicción sus lealtades.
La “geografía de la catástrofe” de la que Chema había escrito, y el contacto en su juventud con aquellos escritores que intentaron explicarse los escombros dejados por la guerra, marcaron sin duda la forma de ver a su propio país, convertido de manera progresiva en un paisaje desolado no sólo por los fracasos políticos, sino por la violencia y la cultura de la muerte. Cómo Chema logró construir vínculos entre esa conciencia ética, su lucha desde la parte inconforme de México, y una obra personal tan variada y profunda, fue tan solo uno de sus muchos actos de congruencia.
Escribe en su artículo “Olvidar todos los pasados”: “¿No somos todos rehenes de una compulsión masiva a la repetición? ¿No reincidimos obsesivamente en la desdicha? ¿Es comprensible nuestra obsesión por el dominio y el poder? ¿Nadie puede redimirnos de la venganza?”. Y más adelante se cuestiona si es que esa conclusión de que terror y civilización son inseparables no debería ser desterrada.
Sus reflexiones podrían estar dirigidas lo mismo a las experiencias genocidas de las que él escribió, pero también, por qué no, al panorama lamentable que le tocó combatir en su propio país. “La respuesta a esa pugna está en las entrañas de la psique y de la civilización misma”, concluía sobre uno de los temas en torno al cual conversamos más de una vez. Hoy debo agregar que su propio ejemplo de vocación política y humanística es la mejor evidencia de eso en lo que él creía: pues la imaginación y el pensamiento constituyen la gran plataforma desde la cual toda sociedad fracturada por el deterioro de su vida cívica puede darse la oportunidad de recomenzar. Por muy destructivo que pueda ser el espíritu civilizatorio, el saber humanístico —parece que sigue diciéndonos Chema— es también su mejor antídoto y una de las mejores formas de comprensión de nuestra naturaleza humana.
Querido Chema, te extrañamos, pero precisamente por eso, te mantenemos presente.
*Fotografía: Sentados: Margo Glantz, Gabriel García Márquez y Carlos Monsiváis. De pie: Julia de la Fuente, Pérez Gay, Bolívar Echeverría y Raquel Serur/ARCHIVO DE LA FAMILIA PÉREZ GAY ROSSBACH.
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