José Revueltas: militancia y escritura

Nov 13 • Reflexiones • 1591 Views • No hay comentarios en José Revueltas: militancia y escritura

 

José Revueltas fue un hombre que supo de la soledad y la privación de la libertad, que militó políticamente y lo reflejó en sus letras, ejemplo de ello son sus obras Los muros de agua (1941) o El apando (1969), que podrían pensarse como ensayos sobre la condición humana y la idiosincrasia del pueblo mexicano; lejos está de los “intelectuales de izquierda” que buscan cualquier oportunidad para hacerse pasar como “proletarios”

 

POR SONIA PEÑA 
Me pregunto si tengo derecho de sentarme cómodamente a escribir sobre un hombre al que la vida no le dio tregua; un hombre que supo el significado de la soledad, el encierro y el olvido; un hombre que optó por la militancia y la escritura como su destino y en él persistió hasta el final de sus días.

 

Compruebo que si insisto en invocarlo y evocarlo es porque me leo a través de su escritura: desesperanzada, incrédula, iracunda, angustiada, colérica, atroz (para usar una de sus palabras favoritas). Una escritura que muestra la vida tal cual es, sin maquillaje; y digo “la vida” para referirme a la de todos los días: la del obrero y el señorito, el indígena y el mestizo, la prostituta y el explotador, la sirvienta y la patrona, el recluso y el “mono”, el contrahecho y el seductor, el hambriento y el usurero. Desde todos los perfiles y todos los ámbitos, desde todos los espacios posibles, la prosa de José Revueltas ha sabido interpretar al hombre común y corriente, al que nos encontramos en la calle o en el espejo cada mañana. Estas líneas son un homenaje a su escritura y una reflexión sobre los caminos por los que optamos sin saber exactamente si nos van a redimir o a condenar para siempre.

 

Cada vez que leo a Revueltas tengo la sensación de que al escribir lo hacía anteponiendo el cuerpo, como el que deja la comodidad de la guarida para exponerse a balas enemigas, o el que camina por la cornisa ondulando la silueta, sin más protección que su equilibrio. Su prosa, desde Los muros de agua (1941) hasta El apando (1969) se podría resumir como un extenso ensayo sobre la condición humana y la idiosincrasia de su pueblo, en ella refleja sus más hondas preocupaciones que se advierten genuinas, lejos de las poses a que nos tienen acostumbrados esos “intelectuales de izquierda” que no dejan pasar la menor oportunidad de verse “proletarios”. A años luz de esos seudo escritores se encuentra la vida y la obra de José Revueltas.

 

En sus diversas biografías se afirma que de niño se vislumbraba en él una profunda preocupación por el otro, lo que algunos llaman otredad y yo llamaría sentido común. Revueltas creció en La Merced, el barrio donde vería pasar personajes de carne y hueso que muchas veces superarían a los de su ficción, esa primera formación, la del contacto directo, nos muestra la agudeza de su ojo y un sentido de pertenencia que jamás traicionaría. Se ama o se odia el lugar de origen, el sitio donde nos criamos y donde experimentamos el amor o el desamor; no se puede escribir sobre un mundo que se desconoce porque esa escritura —tarde o temprano— se marchita, si es que no nace ya muerta. Los personajes con los que tropieza en cada esquina el niño Revueltas van moldeando su universo discursivo y el adulto los recrea en sus páginas. Es así como los veremos desfilar por sus cuentos, novelas y obras de teatro con una verosimilitud que nos deja atónitos.

 

***

 

La primera detención tiene lugar el 7 de noviembre de 1929, a sólo trece días de cumplir 15 años, Revueltas es acusado de sedición en un mitin en el Zócalo de la Ciudad de México y enviado a una correccional donde se une a una huelga de hambre. En diciembre de ese año el Partido Comunista Mexicano (PCM) ingresa a la clandestinidad, el joven es liberado bajo fianza en mayo de 1930. Inicia su militancia en el Socorro Rojo y en agosto se adhiere formalmente al Partido. Dos años después, en julio de 1932 lo deportan a las Islas Marías donde permanece hasta noviembre.

 

El escritor relata su salida del penal del Pacífico después de cuatro meses de detención y su llegada al muelle de Mazatlán donde lo han dejado como si fuera un “saco de basura pestilente”. El reo 1374 cuenta con un salvoconducto y sólo ocho pesos en el bolsillo, llega a un mesón y le resulta difícil convencer a la dueña que viene de las Islas Marías y que no es “un hampón de los peores y más peligrosos”, una y otra vez repite ante la mirada desconfiada de la mujer: “no soy ratero, no soy ratero”; concluye que declararse comunista sería inútil, la casera no tiene ni idea de qué se trata eso y quizá la reacción fuera peor. Una vez que la mujer y su marido le asignan un cuarto miserable con un petate como todo mueble, serán ellos quienes se encarguen de robarlo y quedarse con el dinero que les entrega para enviar un telegrama a su madre pidiendo ayuda. El recluso de quien desconfían por “ratero” termina robado. Primer dilema al que se enfrenta el joven apenas iniciado en los avatares de la militancia. ¿No se supone que por personas como estas el comunismo lucha sin descanso? ¿Acaso no son ellos los destinatarios de la tan clamada “justicia social”? Nos recuerda el pasaje del Quijote y la liberación de los galeotes, una escena grotesca que muestra que el discurso oportunista suele idealizar al “Pueblo” y erigirse en su vocero (Vox populi, vox Dei), pese a que los hechos nos muestran a diario que ese sector de la sociedad es tan arbitrario como cualquier otro. Y aunque el autor escribiera tiempo después que los comunistas comparecerían siempre con valentía ante los tribunales del enemigo de clase, dispuestos a padecer toda clase de sufrimientos, torturas y vejaciones (Revueltas, 1984), el robo de que es víctima en su naciente militancia no lo comete su enemigo de clase ni está ante tribunales adversos, son las mismas personas por las que está dispuesto a dar la vida quienes lo dejan sin un centavo. ¿Es esta una primera decepción que el autor trata de enmendar con la siguiente anécdota?

 

“¿Por qué eres tan pobre, tan pobre, tan pobre?”. La frase se refiere a su primer contacto con el mundo exterior. Las palabras provienen de una mujer que recoge desperdicios en el Mercado y al verlo acorralado por la fiebre del paludismo lo ayuda a regresar al cuarto. “Lo decía –continúa Revueltas– con el ferviente deseo de que yo no fuese más pobre de lo que ella misma era”. La imagen es digna de Dostoievski: una mujer que creeríamos en la pobreza extrema se compadece porque le es difícil entender que alguien supere su propia miseria. Y sin embargo, ahí está él: un muchacho de apenas 18 años, solo, enfermo y abandonado a su suerte en un cuarto salitroso. Y es que dentro de la pobreza también existen categorías y este es un desecho. Quizá la mujer nunca existió, tal vez fue producto de la fiebre, una ilusión que vino a resarcir el agravio de sus primeros anfitriones, una mentira piadosa que el jovencito necesita para seguir abrazando esos ideales a los que se aferra como un náufrago a su tabla. El autor tiene dudas, mismas que nos transmite, pero en lo que no titubea es en la pasión desmedida que interpuso siempre entre su militancia y el resto del mundo, ése fue su motor, aunque, paradójicamente, militancia y encierro fueran de la mano. Con el tiempo, pasaría lo que pasa cuando nos acercamos al ídolo adorado: descubrimos sus pies de barro. Si en la militancia creyó encontrar su libertad, no tardaría en comprobar que ésta no era del todo plena como habría creído durante sus primeros años, pronto entendería que el dogma no admite crítica, se daría cuenta de que decir lo que se piensa y hacer lo que se dice no son actitudes compatibles con dirigentes que no pasan de ser sepulcros blanqueados, fariseos expertos en golpes de pecho y acusaciones arraigadas en sus propios fantasmas: “curas rojos” los llamaría años más tarde el autor. Aun así, Revueltas no abandona esos ideales que en un primer momento creía puros; pasaría un tiempo considerable para que la crítica al Partido lo alejara repetidas veces: expulsiones y retornos, alejamientos y reconciliaciones, luna de miel y nueva ruptura, así de turbulenta fue su filiación política, a punto tal de definirse como “un militante sin Partido”.

 

A sus escasos 18 años el autor pasa por pruebas que se antojan impensables para los jóvenes de nuestra época. ¿Qué habría hecho cualquier otro muchacho después de semejantes experiencias? Lo más probable es que una vez sano y salvo dejara atrás la aventura política y volviese al estudio, los libros, los amigos, las novias, los bailes, el trabajo, el seno materno que sabemos libre de todo mal. Pero no, el joven Revueltas se expone una y otra vez, obstinado y persuadido de su doctrina, la que ha estudiado detenidamente, la que ha adoptado convencido de que al fin se hará justicia y el mundo será un lugar para todos, incluso para los que le robaron las únicas monedas que tenía al salir de la cárcel. ¿Qué pensaría Revueltas si viviera? ¿Qué giro o contragiro le daría a esa “izquierda” que desde México a la Patagonia se ha convertido en un esperpento retorcido? Lúcido como pocos, en 1971 declaraba a Excélsior que personalmente creía que el socialismo “había fracasado en escala mundial”. En la década del 70 era un escritor consagrado de 57 años, bastante decepcionado y que había pasado por expulsiones, discusiones y acusaciones de todo tipo, amén de una infinidad de experiencias que —para algunos— lo llevan a hacer este tipo de declaraciones por resentimiento, en realidad se trata de una mirada que hoy no sorprende a nadie. Lejos del análisis del hombre maduro de los años setenta (del que me ocupo más adelante), regresemos a los agitados años treinta, cuando el PCM estaba proscripto y sus militantes eran perseguidos y encarcelados. Esta primera experiencia carcelaria, en lugar de intimidarlo le infunde energía porque no será la primera ni la única.

 

Es así como lo encontramos tan solo un año y escasos meses después en Camarón, Nuevo León, organizando una huelga agrícola que lo lleva a otra detención en Monterrey y de ahí nuevamente a las Islas Marías, esta vez por un periodo más extenso, de mayo de 1934 a febrero de 1935. El texto que rememora estas vivencias se denomina “En las cárceles del norte”, allí describe su itinerario hacia las Islas: la pared recién pintada del calabozo de Camarón, el “estúpido” frío en la Inspección General de Policía de Monterrey, el calor “endiablado” de Ciudad Victoria, la estrecha celda en la Penitenciaría de Saltillo, de nuevo Monterrey y finalmente Mazatlán como paso previo al Penal del Pacífico.

 

Una vez en las Islas leemos una carta dirigida a Esperanza Jiménez, camarada y amiga; la carta está fechada el 17 de junio de 1934: “Yo, menos que nadie sé cuándo volveremos por aquellas tierras. No quiero pensar en cosas de libertad por no hacerme más molesto el veraneo” (Revueltas, 1987, p. 92). Negarse a pensar en “cosas de libertad” es una manera de bloquear el deseo de liberación innato a todo ser humano, la negación en periodos de encierro es un mecanismo de autodefensa que nuestro autor supo ejercer ante vivencias terribles como las que cuenta en sus Memorias. Entonces no llega a los veinte años y ya vemos asomar el sarcasmo que lo caracteriza al hablar de sus detenciones: aquí se refiere al “veraneo”, en otra ocasión dirá que gracias a “la beca” que el gobierno le otorga goza de suficiente tiempo para leer.

 

***

 

En 1968 las juventudes de todo el mundo se expresan al unísono reclamando libertad, igualdad y fraternidad. México no es la excepción, en escasos meses un incidente que parecería mínimo daría lugar a uno de los capítulos más oscuros del país: la masacre de Tlatelolco. José Revueltas, quien ha participado en el Movimiento es detenido el 16 de noviembre de ese año y encarcelado en Lecumberri, se lo acusa de invitación a la rebelión, asociación delictuosa, sedición, daño en propiedad ajena, ataques a las vías generales de comunicación, robo, despojo, acopio de armas, homicidio y lesiones. En prisión escribe una de sus obras más celebradas, El apando, cuya fecha anota al final del Mecanuscrito: “Cárcel Preventiva de la Ciudad, México. Febrero-Marzo (15), 1969”.

 

Su séptima novela es la más comentada por la crítica y considerada por muchos una verdadera obra maestra del relato breve. La historia de El apando es la de una cárcel dentro de la cárcel y es también la visión de la degradación del ser humano, de su barbarie. Sus protagonistas son seres a los que Revueltas conoció durante su confinamiento. Polonio, Albino y El carajo son “presos comunes” y a quienes el novelista retrata con los ojos atentos del observador incansable que siempre fue.

 

Para él no hay diferencia entre la cárcel y la sociedad “libre”. “Todos estamos presos” dice uno de los personajes de En algún valle de lágrimas (1957), esta es la tesis de José Revueltas desarrollada a lo largo de su novelística y que sella con broche de oro en El apando. Para el escritor, la sociedad “libre” marcha junto a la confinada creyendo pertenecer a su opuesto, cuando en realidad se trata de un mero reflejo. Quizá por eso el ser humano se aferra a alguna tabla de salvación, la escritura es una de ellas. Se escribe por varias razones: hay quienes lo hacen “para que los quieran”, otros buscan fama, alguno por narcisismo o para pasar el tiempo, los menos –como Revueltas– lo hacen por necesidad. Y no me refiero a la económica (que la tuvo) sino a una que brota de lo profundo y hay que echar fuera porque de lo contrario la vida se torna insoportable. Poner sobre papel los monstruos con los que se carga es fundamental para que el autor, en continua lucha con su doctrina y con sus propios dilemas, nos entregue una obra que remata su amplia producción literaria. Casualmente –se ha dicho varias veces– el libro más celebrado de Revueltas es también el único en el que la militancia comunista está ausente. Este texto obtiene una aceptación que el resto jamás alcanzaría. Para algunos, El apando reúne la tesis revueltiana y toda la fuerza de su escritura, allí conjuga su calidad novelística y cuentística en tan sólo 31 páginas escritas a máquina de un tirón. Para otros, es una joya didáctica para los novatos, una lección de escritura y la mejor narración del encierro que se ha dado hasta ese momento en México. Quizá El apando obtiene tal grado de aceptación entre la crítica (que no siempre fue favorable al escritor) porque contiene más que la tesis revueltiana que sostiene que las rejas no son sólo las de la celda sino las de la ciudad y el mundo. En estas páginas vemos el pleno ejercicio de la escritura como una salida. Este autor no es el primero ni el último que se aferra a la escritura tras las rejas, ahí están San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Miguel de Cervantes, sólo para nombrar algunos.

 

¿Por qué afirmo que un hombre para quien el mundo era una enorme cárcel donde “todos estamos presos” opta por la militancia y la escritura como salida? Porque en sus escritos literarios, en sus ensayos políticos y en su propia vida se observa que una y otra fueron una necesidad a la cual se aferró hasta el final, a pesar del encierro, las privaciones de todo tipo, la adversidad y el abandono de quienes se dicen amigos o camaradas y que por lo general son los primeros en huir ante el menor infortunio.

 

Para Revueltas militar en el Partido Comunista fue la confirmación de que actuaba en consecuencia, sabía que los repetidos encierros eran el precio por abrazar esa ideología, precio que desde los catorce años hasta su muerte estuvo dispuesto a pagar. No me lo imagino migrando de partido en partido como los “tránsfugas” a los que ya estamos tan acostumbrados.

 

***

 

Y así como en su juventud el autor no cedió ante los detractores de su postura ideológica, tampoco lo hace ante esta nueva experiencia a sus más de 50 años, al contrario, se arma de pluma y papel para dar vida a personajes que no tienen nada que ver con sus angustiados camaradas sino con seres desprovistos de toda esperanza y aferrados a la inhumanidad que se refleja en la palabra que los une: “monos”. Mono el vigilante y mono el vigilado. Primates. El hombre en su estadio anterior al raciocinio y el entendimiento. En medio de esta selva-cárcel la escritura lo confirma como ser pensante y cumple así su función porque gracias a ella seres insignificantes pueden “salir” del aislamiento y retomar la calle, aunque sólo sea en el espacio imaginario de la lectura; hasta el día de hoy cada vez que abrimos las páginas de El apando redimimos a personajes tan bárbaros como El carajo; tiernos e incomprensibles como su madre o a esos otros que no tienen nada que perder, como Albino y Polonio.

 

¿Por qué un escritor con la formación político-filosófica de Revueltas, que podría dedicar su tiempo a complejas reflexiones dialécticas se ocupa de estos miserables en toda la extensión de la palabra? ¿Por qué dedicarles parte de su encierro? ¿Acaso no hay temas más urgentes como el Movimiento, los compañeros, los muchachos acusados, los muertos, los familiares de los muertos, el gobierno represor que no deja de acusar y coartar? Si el autor dedica ese valioso tiempo de su confinamiento a estos personajes es porque tiene la urgente necesidad de mostrar al resto –a los que se dicen o creen libres– que en esta gran cárcel en la que se ha convertido la sociedad no hay escapatoria mientras nos neguemos a evolucionar como seres humanos. Y en este aspecto podríamos parafrasear al Eclesiastés y concluir también nosotros que en pleno siglo XXI “nada hay nuevo bajo el sol”. ¿O es que cincuenta años después de que El apando viera la luz, podemos decir que hemos evolucionado? ¿Es evolucionar “cazar” personas cuyo único delito es abandonar sus raíces en búsqueda de una mejor vida? ¿Es evolucionar la indiferencia absoluta ante la imagen de un padre y su hija ahogados a mitad de un río por intentar cumplir ese sueño? ¿Lo es la construcción de muros que no sólo fomentan la segregación sino que avivan odios que creíamos extintos para siempre? Pero volviendo a la novela de Revueltas, la involución del hombre no sólo se observa en la palabra “monos” sino en la delación de El carajo a su propia madre, porque sin duda no hay peor vileza que la traición, máxime a un ser querido –peor aún– a la mujer que nos dio la vida, figura tan enraizada en la idiosincrasia mexicana, quizá por eso la elige el autor como parte fundamental de la trama.

 

Aquí, como en el cuento “Hegel y yo”, Revueltas retorna a sus influencias filosóficas. Si para Hegel la “enajenación” del sujeto es el mecanismo por el cual el espíritu busca el autoconocimiento en su acontecer colectivo, sin por ello anular su individualidad, para Revueltas el mejor espacio donde situar el espíritu enajenado es la cárcel. Es ahí donde el individuo puede llegar al verdadero autoconocimiento a través del otro y donde el hombre se conoce desnudo, en toda su “atroz” humanidad. Es por ello que los personajes se presentan en parejas: mono y mona; mono y mono; Albino y Polonio; La Chata y la Meche; El carajo y la madre. En el fondo, estos dúos son uno y el mismo, como El carajo, quien a través de un juego simbólico se resiste a salir del vientre de su madre quien a su vez reclama “no debería haberte parido”.

 

En la actualidad, con el mundo confinado por una pandemia, la tesis de que “todos estamos presos” o “la sociedad como cárcel” ya no nos parece una exageración; tampoco lo es si pensamos en las cámaras de vigilancia que nos monitorean en las calles, los aeropuertos, las terminales de autobuses, los parques, los centros comerciales, las fábricas, las oficinas, los clubes deportivos, las escuelas, las bibliotecas, los hospitales, las carreteras y casi en todos los espacios abiertos. Con sólo mostrar el número de una credencial el Estado lo sabe todo: dónde vivimos, con quién, a qué nos dedicamos, qué leemos, a dónde viajamos y con qué frecuencia.

 

Si desarrollamos la teoría de Revueltas, el Estado sería el gran mono que nos vigila constantemente, un Panóptico perfecto porque esa es la ventaja diseñada por Jeremy Bentham: el vigilante lo ve todo, el vigilado no. Vamos aún más lejos, ese ojo que todo lo ve es el de un Dios celoso que descubre la falta en el encierro perfecto del Edén y castiga a los transgresores arrojándolos fuera, la libertad sería un castigo al que estamos condenados desde el inicio de la Humanidad. ¿Pero se puede llamar libertad si incluso fuera del Paraíso el ojo permanece vigilante y –por tanto– el castigo latente? ¿Entonces, la libertad es un castigo o un premio? ¿Es esa “libertad” auténtica o sólo un espejismo al que jugamos todos los días sin darnos cuenta de que “todos estamos presos”? ¿Gozó nuestro autor de libertad al elegir una ideología que lo condenó al encierro una y otra vez? ¿Fue la escritura la otra salida que le permitió ser “libre” cuando la militancia lo recluyó?

 

Militancia y escritura crearon varias leyendas en torno a su persona, una de ellas señala que “pasó la mitad de su vida preso” a lo que otros reviran que la suma de todas sus detenciones da un total de “sólo” cuatro años y seis meses. El que pasa un tiempo entre rejas jamás es el mismo, ya sea un par de horas o 20 años. Al poeta estadounidense Henry Thoreau le bastó una noche (por negarse a pagar impuestos) para quedar marcado, experiencia que dio vida a una de sus obras más notorias (Desobediencia civil, 1849). Revueltas no sólo dedicó parte de su encierro a la lectura y escritura sino que mostró una enorme entereza, tanto cuando fue a parar a una correccional a los 14 años como cuando lo hizo en el Palacio Negro de Lecumberri a sus más de 50.

 

Alguna vez escribí que Revueltas me recordaba a don Miguel de Unamuno porque uno y otro pasaron su vida en una profunda “agonía” (en el sentido unamuniano del término). El primero en su relación con una ideología política y el segundo con el cristianismo, tanto uno como otro mantuvieron una lucha constante y casi cayeron en la herejía; ambos murieron en la duda: uno en la sospecha de un sistema infalible y el otro en la incertidumbre de un Dios omnipotente.

 

Fue precisamente Unamuno quien afirmaba que las faenas que acumulamos a diario no son más que distracciones para no pensar en el final, en la Nada que irremediablemente nos espera. Y lleva a la ficción esa hipótesis en su extraordinario San Manuel Bueno, mártir: ese cura de pueblo que se inventa mil trabajos porque si no está ocupado tiene suficiente tiempo para pensar (en el sinsentido de la vida, en el vacío de la muerte). Quizás estas fueron las tareas que se impuso Revueltas para que la verdad no le fuera insoportable como lo fue para Unamuno, el cura Manuel y su atormentado amigo Lázaro.

 

Tal vez militancia y la escritura fueron sus tablas de salvación. Porque si tuviera que definir a este autor en dos palabras serían esas: por ellas optó sin dudarlo y en ellas ejerció un derecho fundamental en la vida de todo ser humano: la libre expresión de las ideas, sin temer las consecuencias. Por ellas transitó con plena consciencia de que eran su deber en su paso por este mundo y en ellas dejó la huella indeleble de un hombre íntegro; sin olvidar su amplia producción literaria y política que espera el análisis inteligente de nuevos lectores. Análisis necesario en nuestra sociedad, tan proclive al olvido, la obediencia ciega y la nula autocrítica.

 

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FOTO: El escritor José Revueltas/ Archivo EL UNIVERSAL

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