Saramago: una evocación

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A partir de una contienda literaria a la cual fue sometido el autor de Memorial del convento contra José Cardoso Pires, este artículo revisa las veredas narrativas abiertas por sus colegas contemporáneos y compatriotas. El texto, cedido por la autora para su publicación aquí, apareció originalmente en el número 210 (mayo de 2022) de la revista portuguesa Colóquio/Letras. Traducción de Alma Delia Miranda 

 

POR LÍDIA JORGE 
Permítanme que invoque un cierto fin de la tarde de la primavera del año de 1983, cuando el escritor José Cardoso Pires, mi vecino, pasó por nuestra casa, pidiéndome que me proveyera con un ejemplar de un libro y lo acompañara a una cena que tendría con ciertas personas de quienes anticipadamente no quería revelar la identidad. En ese entonces, José Cardoso Pires había acabado de recibir el Gran Premio de la Asociación Portuguesa de Escritores, que en ese año fue atribuido por primera vez. El libro, festivamente premiado, era Balada da Praia dos Cães, y su autor parecía irradiar felicidad. Sin embargo, a lo largo del camino, Cardoso Pires fue diciendo que no me imaginaba las complicaciones que el premio le había traído. Cuando le pregunté por la naturaleza de sus problemas, sólo me habló del fisco, que amenazaba con quitarle la mitad de la suma. Nada más. No obstante, no podía yo imaginar que, al invitarme a aquella cena, me introducía en el seno de sus tremendas preocupaciones.

 

La verdad, no sabía para dónde íbamos, pero en un determinado momento paramos cerca de la Rua do Século y nos dirigimos a un restaurante que ahí había con el nombre de Brasuca. Cuando la puerta del Brasuca se abrió, no quería creer lo que veía. Tenía delante a varias personas sentadas en la mesa, y dos de ellas eran ni más ni menos que José Saramago y Gabriel García Márquez. Con José Saramago ya me había encontrado, ya teníamos una pequeña historia literaria en común, pero la presencia del autor de Cien años de soledad allí, sentado en la mesa, en medio de aquel restaurante en la Rua do Século, era una sorpresa total. Sólo me recompuse cuando me di cuenta de que Gabo, como cualquier persona, hablaba de banalidades, pero pronto la conversación se invertiría para un lugar inevitable: la cuestión del Gran Premio de la Asociación Portuguesa de Escritores, atribuido a Balada da Praia dos Cães y no a Memorial del convento.

 

La conversación fue subiendo de tono.

 

Gabriel García Márquez se esforzaba bastante por hablar de su platillo con pollo, de una anécdota ocurrida en una ciudad de África, cuando habían ido a matar a una gallina después de que él ya se encontraba sentado en la mesa, y otras historias parecidas. Pero no, ninguna historia ligera lograba romper la tensión que allí se tejía, en un círculo estrecho, en torno al valor de dos libros, con sus respectivos autores cara a cara. En medio de la contienda, no siempre ceremoniosa, me sentía en un equívoco, the rabbit hole, como dicen los ingleses, sobre todo cuando me hicieron firmarle a Gabriel García Márquez mi libro, destinado, por cierto, a quedar olvidado tras la mesita de la cabecera del hotel. Y así terminó la noche. Pero pasados todos estos años, pienso en aquella velada y creo que representa mucho más que una simple cena entre escritores. Por la discusión que se generó, entre lo dicho y lo no dicho, la cena en el Brasuca marcaba un tiempo de cambio en la ficción portuguesa.

 

O, en otras palabras, la Balada da Praia dos Cães, el libro que acababa de ser distinguido, era descendiente de varios realismos portugueses, representaba la consolidación de una faceta realista de la narrativa, depurada, reinventada y actualizada de la mano de un escritor talentoso, marcado por el contacto con los autores del lado de allá del Atlántico Norte. José Cardoso Pires, anglófilo, se aproximaba a escritores como Scott Fitzgerald, Norman Mailer, Henry Miller, los autores de la gente común estadounidense, una escritura que se pretendía sin adjetivación, que tomaba el lirismo como trampa; la emotividad, como amenaza; prescribía un lenguaje duro y másculo como un juego de box. En ese marco, la sintaxis tendría que ser depurada hasta obtenerse el grado máximo de claridad posible que una lengua permite. El texto, frío y cortante, como el vidrio. Todo esto, incluso la composición fotográfica de los escenarios, salvajes, criminales, colindando con las películas de acción, allí estaba. El autor, José Cardoso Pires, era entonces un adorable bad boy irreverente e intranquilo, al que algunos temían a morir, pero muchos más amaban. Pongámonos de acuerdo en algo: Balada da Praia dos Cães, en continuidad con El delfín, constituía desde el año anterior, 1982, un regalo para los lectores portugueses de ese entonces. Ahora bien, en ese marco, a principios de la década de los 80, Memorial del convento, venía a ofrecer precisamente lo contrario.

 

Memorial del convento era el decimocuarto libro de su autor, pero José Saramago, en ese momento aún no era considerado un escritor relevante, a pesar de haber publicado Manual de pintura y caligrafía y, dos años antes, Levantado del suelo. Sólo algunos, en ese momento, lograron comprender lo que significaba aquel libro que regresaba al tiempo del rey João V. Lo que ocurría era que se trataba de un pastiche histórico, algo entre una Yourcenar lusitana y un Juan Rulfo ibérico. La verdad, Memorial del convento venía a ofrecer una escritura diferente, opuesta a la escritura lisa y clara de José Cardoso Pires.

 

La escritura de Saramago era, y sería para siempre, pormenorizada, tautológica, litúrgica, caminando por dentro de los seres humanos, y por fuera de ellos, rompiendo las reglas del realismo, aniquilando la máxima de Stendhal de que la novela es un espejo que se pasea. El espejo de Saramago se paseaba, sí, pero tenía mil ángulos, como las construcciones de espejos reflejados de los artistas plásticos brasileños Os Gêmeos Pandolfo, donde cada imagen se refleja hasta el infinito. La realidad humana, que nunca es unidimensional, era así quebrada, en la inventio, en la compositio, en la elocutio, para socorrerme con las tres cómodas categorías de la retórica clásica. La sensualidad del tiempo, de la distancia, del inconformismo, la denuncia a partir de los grandes cuadros humanos, se habían consolidado en las 357 páginas de letras mínimas, tamaño 10, de ese libro. Y así, Memorial del convento, novela a la que seguiría El año de la muerte de Ricardo Reis, introducía una nueva pieza, incómoda, insuperable, en medio de la narrativa contemporánea portuguesa. Dos universos literarios se habían confrontado aquella noche de primavera, en Lisboa, aunque en aquel momento no fuera posible entender el alcance de aquella confrontación. Las preocupaciones de Cardoso Pires tenían razón de ser. Llegaba a la mesa del Brasuca una nueva forma de encarar la narrativa, novísima pero aún no reconocida.

 

Sin embargo, diré que en aquella mesa no estuvo Agustina Bessa-Luís, pero podría haber estado. O mosteiro, publicado en 1980, el mismo año de Levantado del suelo, era apenas uno de los libros entre la producción de la autora, cuyo último título, A Ronda da Noite, de 2006, 26 años más tarde, señalaría a la escritora como una voz llena de atención a los cambios de la modernidad hacia la posmodernidad civilizacional. Coherente, descendiente de Camilo Castelo Branco, lectora de Dostoievski, con quien sentía que compartía el linaje, Agustina sería la sabia magna, la intérprete de los movimientos profundos del alma humana. La protofeminista que confirió originalidad a la mirada de las mujeres, atribuyéndoles poder, aunque negando claramente el combate profundo por su dignidad, que mantenía en la sombra. Había aprendido, según decía, con los grandes psiquiatras del siglo XIX y la lectura de los escritores rusos de la misma época. Agustina metió las manos en el magma humano profundo. Y a veces su escritura fulgurante iba, y va, a la par de la escritura floreciente de Saramago. Pero Saramago, además del dominio de la lengua y de la ciencia sobre lo humano, juntó la fantasía y la fábula fabulosa. Creó una mitología. Lo que le dio el reconocimiento internacional y el Nobel a José Saramago fue el poder de la fábula, que incluso cuando se desarrolla a partir del mundo portugués, alcanza el ámbito global, porque lo íntimo en su escritura nunca es doméstico, y porque la historia de lo particular, en su narrativa, siempre tiende al mito. Y el mito, aunque tal vez Saramago no estuviera de acuerdo con la definición, es antes que nada una historia que tiende a la trascendencia.

 

A esa cena también se habría podido convocar a Vergílio Ferreira. El autor de Aparição podría haber estado allí, asistiendo a la contienda, movido por la ironía que lo caracterizaba. En ese mismo año, 1983, Vergílio publicaría el primero de los tres libros extraordinarios con que iría a rematar su trayectoria de ficcionista irreprensible. Era el año de ese libro maravilloso que lleva por título Para sempre. Le seguiría Até o fim y Na tua fase. Con estos últimos libros, Vergílio ganaría, dos veces, el premio que aquella noche era la manzana de la disputa entre Cardoso Pires y Saramago, contienda entablada de forma abierta, no por ellos mismos, sino por interpósitas personas. Es verdad que, la obra de Vergílio, el modernista en la escritura, el existencialista en el pensamiento, desarrolló entre nosotros la novela de tesis e ideas. La obra de Vergílio se mantiene, en nuestros días, intacta, sabia, brillante. Pensar es un libro increíblemente moderno, construido con verdaderos posts que hoy alimentarían miles de páginas de las redes si éstas se alimentaran de pensamiento. Siendo así, Vergílio, la escritura elegante de Vergílio, que se nutrió de Sartre, Camus y Malraux, ¿en qué lugar se sentaría en la mesa del Brasuca? Habría sido difícil acomodarlo. Y, sobre todo, tal vez no entendería todo el mundo rumoroso de Saramago. Sin embargo, en un punto, los dos fueron semejantes y estuvieron emparentados. Ambos se enamoraron de la misión de combatir la idea de Dios.

 

Pero Saramago no se limitó a perseguir la sombra de Buda, como llamó Nietzsche a la persistencia de la idea de Dios en las ideologías de finales del siglo XIX. Vergílio habló, sobre todo, de la soledad y desamparo de los seres humanos sin respuesta ni eco de ninguna metafísica, porque Vergílio era ensayista y filósofo de medio tiempo. Saramago, por el contrario, tomó el asunto en carne viva. Tomó el Evangelio y espió las palabras de Cristo, y las glosó para subvertirlas o retomarlas en la amplitud humana de su mensaje. En su último libro, tomó en sus manos el mito de Caín y acusó a Dios de ser el Caín primigenio. Claro que su osadía le confirió muchas espadas apuntadas hacia su pecho, pero también le confirió la admiración de quien le reconoció la osadía de transformar la literatura en algo fuera del mundo doméstico. Afrontó los mitos heredados que nos confunden, según algunos, y, para otros, nos salvan. Su literatura osó tanto, que a veces decía que no producía literatura, aunque nunca haya explicado —que yo sepa— qué palabra exacta proponía para sustituirla.

 

Hoy en día, estamos frente a su herencia.

 

Una herencia tan fuerte que remite la obra de sus contemporáneos a la alteridad. La injusta lateralidad que proviene del hecho de que el tiempo inevitablemente escoja y preserve los granos mayores en la charola de cultivo. En la narrativa, ocurre entre Saramago y sus contemporáneos aquello que ocurrió en la poesía con la generación de Jorge de Sena y Fernando Pessoa. En los años 80, Jorge de Sena debería haber ocupado un lugar encumbrado al lado de Sophia de Mello Breyner. Pero a partir de los años 70, la sombra del sombrero de Fernando Pessoa se extendió sin límite; la galaxia de su heteronimia se extendió por el mundo literario alrededor de la Tierra. Y la poesía de Jorge de Sena quedó para que una minoría la leyera. En el campo de la narrativa, José Saramago es el gemelo de Pessoa en el campo de la poesía.

 

Sin embargo, repuestos, surgieron los escritores de mi generación. Somos muchos, vinimos rápidos y con prisa. Teníamos el ajuste de cuentas con África pendiente, África, allá donde habíamos mantenido la última guerra colonial de ese género en Europa, y ese conflicto, con todo lo que implicó, incluyendo la Revolución de los Claveles, habría de darnos la materia prima para narrativas de nuevo formato sobre el otro, la distancia, la diáspora, el desentendimiento y el ajuste de cuentas que acompañan la caída de los imperios. Y en ese nuevo campo, surgieron con fuerza las mujeres narradoras, las mujeres poetas. Se dice que fue lo más importante que ocurrió. No lo sabemos. En todos los sentidos, la literatura es una carta que se envía hacia muy lejos. Los juicios sobre ésta, también. Pueden ser cercanos o pueden ser lejanos. Es pronto para hacer ese balance. Pero es una alegría percibir que, entre nosotros, la narrativa de los escritores portugueses continúa viva, ya no se puede decir que ésta no añadió nada al imaginario europeo, como aún se decía a finales de los años 80. Baste decir que de mi generación surgieron figuras como António Lobo Antunes, Mário de Carvalho o Hélia Correia. En la generación que nos sigue, hay escritores como Gonçalo M. Tavares o Ana Margarida de Carvalho. O, en otras palabras, por oposición, o por contigüidad, en la lengua somos compañeros, en varios grados, de José Saramago. Y él apadrina, hoy en día, toda una literatura. La obra que nos dejó ocupa todo un librero que nos asombra. Pero a veces, más allá de sus libros, llega el recuerdo de la propia persona. De entre muchos episodios que vivimos juntos, evoco otro, tal vez aquel que mejor explica por qué razón la fuerza de Saramago, en el marco de la herencia, es tan grande. Y está aquí otra invocación.

 

Invoco un episodio ocurrido en la Feria del Libro de Frankfurt, en 1997, un año antes de la atribución del Nobel a Saramago. Después de muchas correrías a lo largo de la feria, vuelvo a ver un restaurante dentro del pabellón, la sala repleta de gente ligada a los libros, hablando a la sordina, sin duda editores ocupados en vender y comprar obras de oportunidad. Nosotros éramos tres: Saramago, la traductora alemana Karin von Schweder-Schreiner y yo. Comíamos, tranquilos, y de repente la conversación nos llevó a la música distintiva que representa el carácter de cada país, y Saramago comenzó a cantar la canción azoriana O sol preguntou à lua/ quando havera amanecer/ À vista dos olhos teus / que vem o sol cá fazer.

 

Saramago elevó la voz, al principio no mucho, aunque suficientemente alto para que se oyera en la sala. Las voces en las mesas se callaron. Recuerdo aquel silencio. Cantar así era embarazoso, atrevido e irónico. Desafiante y hermoso. Ante el silencio de la sala, bajé mi voz; sin embargo, Saramago elevó más la suya. Yo hacía de acompañante. Y en este dueto asimétrico entonábamos la canción como si sólo nosotros tres nos encontráramos en el salón y nadie más existiera, sabiendo que en aquel espacio se encontraban personas ceremoniosas que nos escuchaban. Saramago se atrevía y era natural en su osadía. Finalmente, él cantaba alto, solo, sin vergüenza, seguro de su propia voz. Y yo tuve la idea de que ese impulso de expresión de su mundo, demasiado lleno como para contenerse, era el mismo que lo llevaba a concebir poderosos libros. Era como si estuviera viendo en vivo el impulso interior que lo llevó a escribir contra todo y contra todos a lo largo de su vida. Recordarlo es una felicidad. Si yo tuviera el talento y la sabiduría para evocar debidamente la figura de Saramago y la de sus contemporáneos, tal vez hablaría de su persona como la figura de un tenor que a veces tendría que cantar solo, a veces le daría la voz a los demás, a veces escucharía los solos de los otros, después seguiría adelante, llamando al coro entero, cantando en conjunto, al unísono. Siendo su voz la más clara.

 

FOTO:  En 1983, año en que la autora sitúa el episodio con que abre su artículo, el libro de Saramago Memorial del convento recibió el Premio Literario Municipio de Lisboa/ Cortesía LA NACIÓN Argentina

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