Amado poeta asesino
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Fernando Pessoa y sus heterónimos revolucionaron la literatura del siglo XX, y este texto forma parte de una antología de cuentos que rinden homenaje al delirante escritor portugués
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POR JOSEFINA ESTRADA
Para Liza Gorbach
—Mamá, Amado asesinó a Abril. Le cercenó los dedos; se los quitó como si deshojara a una margarita; jugaba al me quiere, no me quiere… El sol te doraba la cabeza rubia. Estás muerta. Yo vivo. Aún hay mundo y aurora.
—Ernesto, hijo, tranquilo. Amado eres tú. Abril es tu novia y la quieres mucho. No pudiste haberla matado.
—La laguna verdosa, nocturna, de sus ojos está muerta. Amado va a acuchillarme. Es una sombra deslizándose debajo de las puertas y entra a matar sin dejar rastro. Los peritos van a encontrar mis besos, semen, saliva… Todo lo que ella guardaba de mí. Ma, te lo suplico, por lo que más quieras: no dejes que me lleve la policía. Ya sé que estoy enloqueciendo. Ya sé que falla en mí quien soy. Sí, pero mientras no me rindo, quiero saber por dónde voy. ¡A dónde, mamá! ¿Dónde podré esconderme?
—No sé, Ernesto. No tengo la menor idea. Lo que me queda claro es que Amado y tú ya me hartaron. ¡Yaaa, por Dios! Dos años con esta historia. Y si la mataste, no quiero saber. Tampoco te voy a delatar; no soy de esas madres. ¿Adónde vas con eso? —le señala una toalla que Ernesto ha sacado del armario.
—Es para que Amado no pueda pasar. La descuartizó. Dijo que iba a traerme los mil pedazos de Abril en una maleta. Si alguien llama un día a tu puerta diciendo que es un emisario mío, no lo creas, ni aunque sea yo.
—¡Es-cú-cha-me! Quiero que te vayas. Me rindo. Que Dios te cuide y guíe tus pasos.
—No creo en Dios porque nunca lo vi.
Ernesto se dirige a la cocina y moja la toalla en el fregadero; después la coloca debajo de la puerta de entrada. Trastabillando, se mete a su recámara. Desliza el cerrojo. De niño era otro… En aquel en el que me torné crecí y olvidé. ¿Gané o perdí?
Delia se queda en medio de la sala, apuñalada por el dolor. Se dobla; las piernas, hechas trapo, le impiden sentarse. A rastras, se acerca al sofá y descansa la cabeza. Los mundos de la esquizofrenia de Ernesto la enjaulan en los barrotes de la impotencia. Le perturba la nublada mirada de su hijo cuando se extravía en la laberíntica oscuridad de la locura. Cuántas veces lo ha visto llegar con los pantalones en la mano, semidesnudo, oliendo a podredumbre. O totalmente mojado, como ahora. Ha perdido la cuenta de las ocasiones en que lo ha encontrado sentado en la banqueta, llorando a gritos, clamando a Dios que castigue a los policías que lo han golpeado. Cuántas lo ha ido a sacar de los separos porque, andrajoso y errático, deambulaba dando golpes al aire y vociferando:
—La vida es un hospital donde casi todo falta. Por eso nadie se cura y morir es darme de alta.
Antes de conocer a Abril, Ernesto pasaba las noches escribiendo en una libreta escolar. Si Delia lo conminaba a dormir, la ignoraba como si estuviera mudo, sordo y ciego. Las paredes y muebles amanecían tapizados de manuscritos. En esas noches, se dormía a las seis de la mañana y despertaba al ocultarse el sol. De inmediato se dirigía a la sala y desprendía las hojas. Repetía un poema por horas hasta darle la justa entonación; cuando lo memorizaba, empezaba con otro y seguía el mismo procedimiento.
—Oye, hijo, yo no sé de letras, pero eso que escribes es bonito.
—Son versos, poemas, de Amado. Él me los dicta.
Delia sonrió. Su hijo era escritor. Natural oficio para alguien a quien desde niño le había gustado leer. Una actividad acorde a su carácter retraído. Verlo escribir y memorizar poemas le permitía albergar la esperanza de que él regresaría a la universidad a titularse. Por ello, se prometió armarse de paciencia y vigilar que cumpliera su tratamiento psiquiátrico. Cuando estaba bien medicado, Amado desaparecía. Ernesto regresaba a su sereno retraimiento, sin versos ni lecturas en voz alta, ni desvelos ni incoherencias. Se transformaba en un ser más sociable.
En uno de esos periodos lúcidos le presentó a Abril. A Delia se le figuró que ella era como un sol atardecido: su cabellera rubia enmarcaba un rostro de facciones pulcramente delineadas, delgada piel pecosa. Sus ojos, lagos del alma de agua, tienen cielos de una intención pueril .
Cuando Abril llegaba a visitarlos, el departamento se encendía de música y risas. Ella estudiaba actuación; solía ensayar sus parlamentos con él. A veces se brincaba el orden, para cerciorarse de que Ernesto estuviera atento al libreto. O decía diálogos de otra obra y le aseguraba que él había extraviado una cuartilla. Y había que encontrarla sin tardanza. Era un juego en el que Abril siempre terminaba obligándolo a bailar, hacer pantomimas y cantar.
Durante varias semanas, Delia debatió consigo misma si debía informar a la joven de los disturbios mentales de su hijo. Enseñarle los deshojados versos de Amado. Pedirle que se informara y entendiera que los esquizofrénicos pueden llevar una vida normal, aunque eso sería engañarla un poco, porque ni ella misma sabía cuál podría ser el destino de Ernesto. Por un lado, era un bálsamo el florecimiento de ese noviazgo; podía vislumbrar un futuro de nietos hermosos. Pero por el otro, la asaltaba el temor de que el bebé pudiera heredar la enfermedad… No sé, pero siento muerto el ser vivo que tengo. Nací como un aborto, salvo la hora y el tamaño. Nadie sabe cuándo va a aparecer el primer brote psicótico ni qué puede detonarlo. Delia desconoce las circunstancias que desencadenaron las alucinaciones y la aparición de Amado. Estoy loco, es evidente, pero loco, ¿de cuál de ellos? ¿Es por ser más poeta que gente por lo que estoy loco? ¿O es por tener completa la noción de ser poco?
Al cumplir un año de noviazgo, la pareja tomó la decisión de vivir juntos. Cada dos domingos, Ernesto iba a la casa materna para lavar su ropa y almorzar. Al despedirse, invariablemente, Delia le recomendaba:
—No olvides tomar tu medicamento.
Dos días atrás, Abril había llamado a Delia para preguntarle si Ernesto estaba ahí.
—No. Lo vi hace quince días y desde entonces no sé nada de él. ¿Pasó algo? ¿Se pelearon?
—No, nunca discutimos. Pero no ha venido en tres días. Está muy raro. Habla solo. No sé si se está drogando. Tampoco ha ido a clases. Estoy muy angustiada. Le hablo para pedirle que vayamos a reportarlo como desaparecido. Ya imprimí unas fotos recientes y…
—Abril… No quiero asustarte, pero debo decirte… ¡Ay, deja que tome aire! Ernesto es esquizofrénico. Si no ha llegado en varios días quizás esté sufriendo delirios de persecución. ¿Ha estado tomando su medicamento? ¿Sigue yendo al psiquiatra? ¿Te ha mencionado a Amado?
—Sí, es un amigo del que habla mucho, pero no lo conozco. Señora… No sé si la estoy entendiendo bien. ¿He estado viviendo con un loco? ¿Medicamentos, psiquiatra? Nunca vi que tomara pastilla alguna. Le cuelgo. Ernesto está abriendo la puerta.
En ese momento, Delia se incorpora violentamente del sofá. Busca las llaves, el celular. No encuentra nada porque no hay luz. Esporádicamente, el departamento se ilumina por los relámpagos de la cerrada tormenta. Descontrolada, hablando sola, se mueve de un lado a otro sin decidir qué hacer.
—¡No! Dios mío. ¡No! ¡Virgen Santísima! ¿Y si sí la descuartizó? ¿Si Amado le cerró el entendimiento y le exigió matarla? Antier deben haber discutido. Ella lo habrá llamado loco y amenazó con dejarlo. Seguro Ernesto llegó hecho una porquería como acostumbra. ¡Idiota, imbécil de mí! ¡Debí haberla prevenido! ¿Cómo carajos fui a pensar que él podría ser normal? Nunca me voy a perdonar si la mató. Ernesto es muy noble, pero su enfermedad lo puede orillar a asesinar.
Delia escucha el llanto desgarrador de su hijo. Se acerca a tocar la puerta:
—Tranquilo. Aquí estoy. Abre, debemos hablar.
—No vengas a sentarte frente a mí, ni a mi lado; no vengas a hablar, ni a sonreír. Estoy cansado de todo, estoy cansado y solo quiero dormir.
—Entiendo que estés cansado y quieras dormir, pero ábreme. Ernesto, dime qué pasó. Quiero saber la verdad.
—¿Quién vende la verdad, y en qué esquina?
—Báñate. Voy a prepararte algo de comer. Está cayendo una tormenta. Duerme un poco y luego, cuando baje el tráfico, vamos por Abril. Mañana iremos al médico.
—Parece a veces que despierto y me pregunto lo que viví; fui claro, fui real, es cierto, pero ¿cómo es que llegué aquí?
—Llegaste hace una hora. Por favor, haz lo que te pido. Ya no llores. Cálmate. ¿La mataste? Si, sí, tenemos un grave problema. Debemos pensar qué hacer.
—Mamá… No hice nada. Sin embargo, ¿qué cosa haría? Porque si voy a ser loco, quiero ser loco con moral y con juicio.
—Exacto, con la moral y principios que te inculqué. Siempre te lo he dicho: Nunca hagas nada que pueda avergonzar a tu madre. Eso me tranquiliza.
—Llueve. ¿Qué hice de la vida? Hice lo que ella hizo de mí…Aquel que pude haber sido, ¿qué ha sido de él? Entre odios pequeños de mí, estoy de mí alejado. ¡Si al menos lloviese menos!
Regresa la luz. Delia conecta su celular al cargador. Ernesto abre la puerta y con la mirada ausente, murmura:
—Si muero joven, sin poder publicar libro alguno, sin ver la cara que tienen mis versos en letra impresa pido que, si se quieren preocupar por mi causa, que no se preocupen. Si así ocurrió, así está bien.
—Vas a vivir más que yo. Tu libro será publicado y haremos una presentación muy bonita, ya verás.
Delia le da la espalda y se dirige a la cocina. Razona: “No está en este mundo. Su mirada es fría, opaca, como de pescado gris sobre el hielo. Abril era toda mi esperanza. Yo pensé que esto se había acabado. Qué vida le espera, qué será de él, de nosotros. Nunca tendrá alas para valerse por sí mismo. Para volar en busca de nuevos horizontes. Ninguna mujer va a querer hacerse cargo de él. Ernesto no puede vivir en libertad. O lo interno en un psiquiátrico o lo encarcelan, más temprano que tarde. O me lo matan o me lo desaparecen.”
Escucha el tintineo del celular cuando llega un mensaje. Corre a la sala. Ernesto ha regresado a la recámara; dejó la puerta abierta. Delia suspira, aliviada, al ver que es Abril, quien le está escribiendo:
Señora, Ernesto me acaba de mandar esto: De aquí a muy poco todo habrá acabado. Voy a ser un cadáver por quien se rezó.
Son versos de Amado, de Ernesto.
No, señora. Son de Fernando Pessoa. O uno de sus heterónimos: Alberto Caerio, Ricardo Reis o Álvaro de Campos.
¿Ernesto tiene personalidad múltiple? ¿Desde cuándo?
Y este otro: Empeñé a mi Dios. Envolví en papel burdo las esperanzas y ambiciones que tuve, y hoy soy solo un suicidio tardo, un deseo de dormir que aún vive. Señora, ya no quiero saber nada de ustedes, pero temo que Ernesto vaya a hacer una locura. Ya cumplí con avisarle. Adiós. Cuídelo.
Delia regresa a la cocina; mientras prepara el sándwich, analiza la información de Abril. Con el cuchillo partiendo una cebolla, se paraliza:
—¿No-es-poeta? ¡Plagiario! ¿No dio la talla para algo más? No está loco. ¡Está verdaderamente chiflado! Pero no mató a Abril, bendito Dios.
Se dirige a la oscura habitación de Ernesto. Observa que él ha colocado el buró bajo la ventana, que está abierta. El piso y las cortinas, mojadas. No te puedo obligar a amar. ¿Qué he de hacer? Quedo entristecido. Pero la tristeza ha de acabar. Delia se acerca sigilosa, lo toma del brazo con delicada firmeza. Él la mira con pánico interrogante. Serena y convincente, le dice:
—Asómate. Mira, Amado está recargado en el poste. ¿Sí lo ves? Trae una maleta. Viene a descuartizarnos. Gánale la partida: toma vuelo y mátalo.
ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega
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