Orfeo entre los caníbales

Jun 20 • destacamos, principales, Reflexiones • 3372 Views • No hay comentarios en Orfeo entre los caníbales

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

 

Josu Landa posee una de las mentes mejor amuebladas de México. Leerlo es un placer siempre y cuando se tenga no sólo la paciencia del lector de filosofía, sino se comparta su disposición a pensar al aire libre. Es a la vez intrincado y contundente. Brillante expositor de paradojas, a menudo se tropieza con ellas porque no teme exhibir sus obsesiones, sus sufrimientos y hasta sus anhelos, es decir, su pensar en movimiento.

 

 

Si Canon City (2010) fue una compleja –a la vez temeraria, sugerente e injusta– respuesta hispanoamericana a Harold Bloom y a su Canon occidental (1995), Teoría del caníbal exquisito (Atisbo), tras algunos trabajos de corte político y filosófico, es el regreso de Landa (Caracas, 1953) a la crítica literaria, una de sus pasiones.

 

 

El libro es más un “atisbo” que una teoría propiamente dicha y está escrito a través de treinta y siete parágrafos –que es la manera predilecta de los filósofos a la hora de nombrar a los párrafos– un poco a la Schopenhauer, su genio tutelar. Comienzo por los parágrafos finales, donde tras una cansina reiteración –vedántica y veterotestamentaria– de que el hombre es una criatura mandatada por Dios para sobrevivir matando para alimentarse, el filósofo de origen venezolano y vida mexicana, traslada la argumentación al crítico literario y estético, un “caníbal exquisito” entregado a alimentarse de las obras de arte, mismas que le permiten existir y las cuales fagocita y defeca o –agrego yo si se me permite– trasmuta, rara vez, en oro.

 

 

No veo la dificultad en admitir “tan grave fenómeno”, tormentoso para Landa porque hace mucho rato admití que para salirse del corral con sus gallinas y sus huevos, basta con afirmar categóricamente que primero fue la creación y luego la crítica, santo remedio el cual nos ofrece a los críticos las delicias de la servidumbre voluntaria, otra libertad paradójica. Pero a Landa, tras subrayarlo como verdad revelada por las grandes religiones, el canibalismo lo atormenta e intenta librarse de éste a través de una suerte de jainismo –el ascetismo de la India que reduce al mínimo la alimentación humana para no matar o hacer sufrir al resto de los seres vivos– de utópica aplicación al dominio de la estética, “ejercicios de devoración simbólica” inherentes a la voluntad de vivir del crítico, y ya atisbados, durante el siglo pasado, por los brasileños Oswald de Andrade y Haroldo de Campos.

 

 

Esta antropofagia definiría no sólo la relación entre el Extremo occidente iberoamericano y las grandes capitales europeas, sino puede ser de utilidad, inclusive, como una teoría general de la apropiación cultural. Pero desde Canon City, Landa parece haberse desplazado de la “idea kantiana de crítica” hacia un pesimismo casi religioso ante la naturaleza caníbal del crítico. Por ello se termina de leer este opúsculo suyo con la sensación de estar escuchando el grito desgarrador –discúlpeseme la vulgaridad del ejemplo– de un sobreviviente del avionazo en los Andes, obligado a comer la carne congelada de su prójimo semejante a riesgo de morir de inanición.

 

 

Si criticar es comer, como dice Landa, el crítico caníbal, además de exquisito, participa del sacrificio tan bien estudiado por René Girard, una metáfora crítica un tanto redundante porque en Teoría del caníbal exquisito. Atisbo (La Jaula Abierta, 2019) tenemos más atisbos filosóficos que literarios, aunque haya sugerencias barrocas y no románticas que habrían satisfecho más a Eugenio d’Ors y menos a Bolívar Echeverría, como aquella “de que no hay momentos históricos que sean más modernos que otros”, lo cual –como lo observa con pertinencia Wilfrido H. Corral en el prólogo del libro–, es una herida capaz de desangrar a los posmodernistas.

 

 

Pero en cuanto se cruzan el canibalismo y lo que, a la anglosajona, Landa llama “el modernismo”, el desamparo padecido por el escoliasta se torna preocupante. Ungido más de humanitarismo que de religiosidad, al filósofo lo tienta el sermón: en el parágrafo 32 enumera todas las desgracias humanas debidas a “la premisa de la interdevoración universal” desde Abel y Caín hasta los genocidios inspirados en el marxismo-leninismo, de tal forma que el lector ya no sabe si somos caníbales por culpa de las Upanishads, del pecado original en la Biblia o gracias al deturpado progreso de la modernidad. Para Landa el hombre fue expulsado del paraíso y la historia humana es de principio a fin desoladora, criminal e inútil. Más le hubiera valido al filósofo ahorrarse la jeremiada y repetir con Thomas Hobbes –a su vez un crítico estético olvidado– aquello de que “el hombre es el lobo del hombre”.

 

 

Al ánimo piadoso de Landa le disgusta el crítico como autoridad en nombre de un falansterio innominado de lectores que en mi juventud pasaba por el espacio de la “democratización de la literatura”. Y se conduele Landa, con Carlos Sandoval, de aquellas víctimas de los críticos–lobos cuyas “buenas intenciones” son desgarradas por un “maléfico zarpazo” como si –digo yo– el sólo acto de editar, además de ser escasamente ecológico, no fuera ya un abuso de confianza merecedor, a veces, de la indiferencia de la inmensa minoría o de la reprobación del crítico. En el fondo, me parece, hay en Landa cierto escándalo fariseo porque la crítica devora o no es crítica, como él mismo lo demuestra argumentalmente.

 

 

Aunque en Canon City se desmarcaba, brillante, del posmodernismo, Landa recae en el miedo supersticioso al poder, con la ingenuidad utópica de quien sueña con una comunidad cultural que sea ajena a su dominio, a esa voluntad de vivir y de matar (simbólicamente) que es la historia del arte y la literatura. Al final, en Teoría del caníbal exquisito. Atisbo, Landa recupera la compostura y plantea cuatro salidas a su dilema dietético, dándonos a escoger entre las siguientes opciones. A saber:

 

A) asumir el canibalismo inherente a la vida humana y adoptar la parresía –hablar sin tapujos, como Zoilo, el detractor pedante de los filósofos griegos– lo cual conduciría a una carnicería indeseable para Landa. Supongo que esa es la crítica ejercida desde el poder literario condenado por él.

 

 

B) ser devoto de aquel avatar de Hermes, el hermano de Apolo e inventor del alfabeto, “dios de la errancia sin culpa” y ejercer una crítica sin “canibalidad”. Todo ello, me parece, lo practicó adrede Alfonso Reyes y esta posibilidad es la única que descarta, por su escasa vitalidad, el propio Landa.

 

 

C) “Continuar con la tradición del tabú y la simulación ante la canibalidad del mundo”, lo cual, en crítica literaria nos obligaría a permanecer en el edulcorado infierno de lo políticamente correcto, como lo hace –denuncia Landa con sobrada razón– mucha de la teoría literaria vigente entre los universitarios, en connubio con el negocio editorial.

 

 

D) Negar, con Schopenhauer, “la voluntad de vivir” y anular toda violencia por la vía del simposio (la libación conjunta), el banquete, el ágape, la canibalidad exquisita. Pero, si Landa es el asceta descrito por Sergio Ugalde Quintana en el epílogo de este libro, ¿cómo puede ponerse un asceta en manos de Orfeo, me pregunto ante esta opción, al parecer la elegida por Landa?

 

 

Contra el menosprecio ignaro del antiintelectualismo predominante y la vulgaridad manifiesta en casi todos los órdenes de nuestra vida, leer a Josu Landa, nuestro sufriente asceta, no es materia ociosa de especialistas ni manía oscurantista de letrados. Lo exquisito, a devorar con él, tratándose de arte y literatura, son esos paganos alimentos terrenales de los cuales hablaba André Gide y sin los cuales estamos condenados a morir, espiritualmente, de hambre.

 

FOTO: El escritor y filósofo Josu Landa también es autor de La balada de Cioran y otras exhalaciones./ Especial

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