Juan García Ponce 1|2

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Los XIX Juegos Olímpicos

POR HUBERTO BATIS

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A Juan García Ponce lo conocí en el Centro Mexicano de Escritores luego de una junta de trabajo. Él estaba esperando a Luisa Josefina Hernández, una mujer muy bella y muy inteligente. Desde el principio descubrimos que éramos similares: gente de provincia que se venía a la capital. Él era de Yucatán, con familia en Campeche. Juan sí tuvo oportunidad de irse a Europa, adonde lo mandó su papá porque se la pasaba leyendo. Don Juan García decía que la lectura era igual a la vagancia y que era una locura que su hijo pretendiera escribir. Lo mandó a su tierra, con algunos de sus parientes para que viviera la vida difícil que podía tener una familia acorralada en las rías de Galicia. Sí que tenía sus experiencias de Europa, adonde no sólo estuvo en España, sino en Francia, Alemania, Noruega, Suecia, y donde había visitando las tumbas de los escritores famosos, sus casas, sus museos. Era muy interesante escucharlo sobre su paso por Inglaterra, sus aventuras, las historias de sus novias. Recuerdo que traía fotos de muchachas de Galicia, de esos retratos de ovalito que se usaban en las credenciales de la escuela. Se las intercambiaban de recuerdo. Incluso le hice la amplificación de una de esas fotos, detalle que me agradeció mucho.

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Don Juan García había llegado a Yucatán mucho antes de la Guerra Civil Española. Él no venía huyendo. Ahí se casó con doña Monina Ponce, una mujer de la alta sociedad. Don Juan era comerciante de lo que fuera. A Juan le tocó que lo enviaran a vivir con su abuela materna, así que llevó una vida bastante plena, llena de juegos y travesuras desde la infancia. También lo mandaron con los maristas en alguna ciudad de provincia, San Luis Potosí, de la cual hablaba con mucha calidez y nostalgia.

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Su padre abrió una tienda miscelánea en Campeche, en la que comerciaba el palo de tinte, negocio que se terminó cuando llegaron las anilinas. Lo mismo pasó con el henequén a la aparición de las fibras sintéticas. Finalmente su papá se trajo a su familia a México y puso un negocio de borra para colchones. Juan me decía que lo enviaban a entregar camiones del producto y que en los viajes se iba acostado, leyendo encima de las pacas de borra. Se casó por la iglesia muy joven, como a los 20 años, con Concha, una muchacha española muy católica que vivía en Puebla. Muy pronto ella le pidió el divorcio para poderse casar de nuevo por la iglesia y Juan se prestó a decir que el matrimonio no se había consumado, que él era homosexual. No sé que tuvo que hacer la mujer porque la iglesia le pidió a un médico que la examinar para ver si era virgen. ¡Y resultó virgen, por arte de Celestina! Le concedieron el divorcio y Juan estuvo de acuerdo.

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Al quedar libre, Juan se casó con otra española, pero esta vez con una refugiada: Mercedes de Oteyza, que andaba con un filósofo famoso de entonces, Emilio Uranga. Éste se metía a ver la película y mientras, Juan le volaba la novia en el café. Decía Juan que la había conocido en el IFAL (Instituto Francés para América Latina), donde había cine y teatro, actividades culturales, presentaciones de libros, lecturas, conferencias. La segunda vez que vi a Juan fue en la glorieta que estaba en Insurgentes y Chilpancingo. Por esas fechas Juan estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras, donde entró a estudiar Arte Dramático. Ahí empezó a escribir obras de teatro y se ganó el primer lugar de un concurso nacional. Ese premio lo organizó Salvador Novo y se lo entregó el presidente de la República, Adolfo López Mateos. Además tuvo un premio en metálico.

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Además coincidíamos en las famosas fiestas donde todo mundo concurría. Jugábamos con las muchachas, a quienes cultivábamos. Decíamos: “Cultívame a fulana”. Entonces yo iba con esa muchacha y le decía: “Juan está enamorado de ti” o “Huberto está enamorado de ti”. Entonces la muchacha preguntaba quién es Juan García Ponce o quién es Huberto Batis. Ese de ahí. Entonces ya cuando uno tenía cultivada a la muchacha la sacabas a bailar y buscabas conquistarla. También nos dábamos tips. “Mira, esa es Martha Verduzco. Se acaba de separar de su novio. Ahora puedes conquistarla”, me dijo Juan en una ocasión. El novio era mayor que nosotros, un sobrino de Daniel Cosío Villegas. Por supuesto, Martha Verduzco me mandó al diablo.

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Juan empezó a hacer la Revista Mexicana de Literatura cuando Tomás Segovia y Antonio Alatorre entraron ahí como herederos de Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo, los fundadores de la primera época. Juan se vio rodeado de un consejo de redacción que realmente trabajaba. Se reunían a analizar los textos. Los aprobaban o reprobaban tranquilamente. Entonces García Ponce me invitó a pertenecer a la redacción de esa revista y empecé a acudir a las reuniones que se hacían en su casa. Ahí conocí a Inés Arredondo, a quien había leído y de quien estimaba su valor, pero con la quien no tenía contacto. Ella se acababa de divorciar de Tomás Segovia y venía regresando de Uruguay con sus tres hijos.

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Recuerdo que Inés se oponía a mi ingreso a la redacción. Preguntaba: “¿Quién es Huberto Batis?” Y lo preguntaba con toda la razón del mundo. Yo no era nadie. Había publicado un cuento en Cuadernos del Viento, relatos en la Revista de la Universidad Veracruzana, con Sergio Galindo y poemas en El Nacional, con Juan Rejano, en la Revista de la Universidad de México había publicado pequeños ensayos, uno sobre Borges, quizá el primero en la literatura mexicana. Hasta ahí. Era un estudiante al igual que Juan y compañía, sólo que ellos se creían el non plus ultra. En esa ocasión Inés y yo nos quedamos platicando en la puerta de la casa de Juan. Vimos que todos iban saliendo. Cuando Ibargüengoitia pasó a mi lado, me dijo al oído: “¡Aguas!” Luego la acompañé hasta su casa. Casi nos amanecimos platicando. La siguiente vez que yo llegué a una junta, me dijo Ibargüengoitia: “¡Cómo eres güey! Te quiere enganchar. Se ha divorciado. Tiene tres hijos”. Después me di cuenta que Juan tenía interés en Inés porque ella me dijo que él la había regañado por hacerse tan amiga mía en el primer encuentro.

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Luego de que Meche sacó a Juan de su casa, Inés y yo acostumbrábamos visitarlo en el departamento que rentó en la calle de Tabasco, casi esquina con Insurgentes. Nos leía toda una novela en un solo día. De estar sentados, pasamos a acostarnos en la alfombra y a dormirnos. Juan nos pegaba con el bastón y nos gritaba: “No se duerman”. Después en la Revista de la Universidad empezamos a vernos todo el tiempo. No me daba cuenta que todo eso era una especie de triángulo amoroso con Inés. Caminábamos con los mismos pasos. Éramos unos niños. Teníamos veintitantos años. Estábamos viviendo tragedias que sólo se veían en el cine, ni siquiera en la vida real. La gente no se divorciaba tan fácil, ni se llevaba a los hijos, ni entraba en depresión cuando quedaba sola, de la manera que les pasó a Gurrola y a García Ponce cuando lo dejó Pixie Hopkins.

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Cuando renunciamos de la Universidad en apoyo a Juan Vicente Melo nos fuimos al comité editorial de los XIX Juegos Olímpicos, que tenía sus oficinas en el Pedregal de San Ángel. Ahí tienen a esos escritores de literatura escribiendo de halterofilia, de atletismo, de esgrima, de clavados, hipísmo y maratón. García Ponce se las ingenió para escribir sobre temas de cultura. Beatrice Trueblood, directora del comité editorial, me nombró coordinador y llegué a recomendarle a personas para que entraran a trabajar ahí, desde Tito Monterroso, José Revueltas, Juan Carvajal, Salvador Elizondo y José de la Colina. Estuvimos ahí desde 1967 hasta 1969, cuando se publicaron las memorias de los Juegos Olímpicos.

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Después Juan García Ponce se enfermó gravemente. Al comité editorial llegó con bastón, luego con muletas. Fernando Benítez lo convenció de que aceptara una silla de ruedas. Fue un desastre porque para bajarlo del tercer piso lo teníamos que cargar y nos caíamos todos y terminamos rompiendo la silla.

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De ahí en adelante quedó atado de por vida a su silla de ruedas. Sin embargo, siguió dando sus cursos en la facultad y sus alumnos iban a su casa. Para mi esposa, Patricia González, y para mí era un acto religioso visitarlo una vez por semana, donde compartíamos grandes cenas con platillos yucatecos preparados por su cocinera Eugenia, a quien enseñó a cocinar doña Monina, la mamá de Juan.

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Siempre nos prometía irnos a vivir a Campeche. Para él era el paraíso. Gracias a él conocí Campeche. Recuerdo que cuando se abrió la puerta del avión entró un calor insoportable. Por el sudor, la camisa y la corbata se me pegaron al pecho antes de salir. Tuve que llegar al hotel a bañarme y cambiarme de ropa, pero era inútil. Entonces me llevaron a una plaza que estaba frente a la iglesia y frente al mar. Ahí, en la banqueta, frente las olas me pasé el día hasta la noche que me tocó dar una conferencia en un auditorio espléndido, que era una antigua iglesia de las que había tomado el Estado y no le había devuelto al clero. Estaba yo dando mi conferencia en esa iglesia llena de gente.

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Juan murió en la total soledad. Las personas que tenía a su disposición para que lo ayudaran estaban haciendo otras labores. La enfermera había ido a comprar despensa, la encargada de la limpieza estaba regando el jardín, el chofer había ido por un mandado. La persona que lo vio morir fue una de las ayudantes de limpieza, una muchachita muy joven. Ella llamó a mi casa, donde contestó una de mis hijas. Por desgracia, acabábamos de salir al trabajo. En esas fechas aun no se usaban los teléfonos celulares. Nos enteramos hasta muy tarde y fuimos a acompañarlo a la agencia Gayosso.

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FOTO: A mediados de los años 60, ambos escritores coincidieron en la Revista de la Universidad de México y en las sesiones del Centro Mexicano de Escritores. En la imagen, Batis y García Ponce en la de la Casa del Lago. / Tomada del libro Lo que Cuadernos del Viento nos dejó, de Huberto Batis, Lecturas Mexicanas 71, p. 89. Conaculta.

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