Julián Hernández: el cineasta de la contracultura
/
Por el reciente estreno de La diosa del asfalto, el referente del cine gay en México conversa sobre la vida en la marginalidad en el barrio de Santa Fe en los años 80 y su devoción por las cintas de Valentín Trujillo
/
POR JOSÉ JUAN DE ÁVILA
Durante mucho tiempo el cineasta Julián Hernández tuvo la pesadilla que regresaba al lugar donde creció y sufrió en los años 80: el Santa Fe de las barrancas, de los tiraderos de basura, de las pandillas; no el Santa Fe actual de la opulencia y exclusión que “marginó más a los marginados y los echó al otro lado de la carretera”. Su pesadilla cuajó; él volvió no a aquel Santa Fe desaparecido, sino a arrabales que 40 años después siguen exhibiendo la desigualdad en México, para filmar su sexto largometraje, La diosa del asfalto (2020), su homenaje al cine que vio en aquella época, el de Valentín Trujillo.
En entrevista a propósito del estreno de esta cinta, Hernández sostiene que las últimas dos décadas fueron buenos años para el cine, principalmente con los sexenios panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón y asegura que, a pesar de sus críticas a la gestión de Andrés Manuel López Obrador, no está en contra de su gobierno. Dice estar dispuesto a participar en la discusión de las reformas a la Ley de Cinematografía convocada por la secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, aunque señala que hay mucha confusión al respecto y no sabe a quién se le deba hacer caso, además de que al final no se toman en cuenta las opiniones de creadores.
La diosa del asfalto parte de la historia de Las Castradoras de Santa Fe, una pandilla paralela a la de Los Panchitos, integrada sólo por mujeres, que Inés Morales y Susana Quiroz, oriundas de la zona como el cineasta, adaptaron en un guion que Julián Hernández realizó, con Ximena Romo y Mabel Cadena en los estelares, y con la fotografía de Alejandro Cantú y producción de Roberto Fiesco, con quienes sigue haciendo mancuerna.
Hernández (Ciudad de México, 1972), que ha abordado la diversidad sexual (El cielo dividido, 2006), o la violencia de género (Rencor tatuado, 2018), reconoce que ha recibido críticas por dejar el protagónico a Romo, pero defiende a la actriz principalmente de comedias románticas e hija de Patricia Mercado, excandidata presidencial, senadora y secretaria de Gobierno de la Ciudad de México con Miguel Ángel Mancera.
Hay dos elementos de la contracultura en su filme: los chavos banda y el rock. ¿Por qué le interesaron ambos?
La historia se desarrolla a finales de los 70 e inicio de los 80. Las guionistas, Inés Morales y Susana Quiroz, vivieron todo el rollo de la contracultura, de hecho tienen un documental muy interesante que no han podido terminar sobre las mujeres en la escena rockera suburbana de aquella época. Esa es la razón fundamental. Otra razón obedece a que yo me formé escuchando esa música y a la identificación con la zona, viví por allá. Una más es que ese grupo social (las bandas) desapareció del cine mexicano, fundamentalmente porque el público perdió la capacidad adquisitiva de ir al cine y, al no poder ir a las grandes salas, como en los 80, donde veían a Valentín Trujillo, María Elena Velasco (La India María), incluso Cantinflas, a los productores les dejó de interesar tratar ese tipo de historias para la pantalla grande.
Su título remite a aquel cine de Valentín Trujillo por la temática y el tratamiento técnico cinematográfico. ¿Buscaba rendirle homenaje a este cine?
Sí, fue deliberado. Cuando Inés y Susana me dieron el guion, lo primero que vi cuando lo leí me parecía que era una película que se acercaba mucho a aquellas, a las historias que yo había visto en el cine, que de una manera me formaron como cinéfilo y que me generaron las ganas y el ímpetu para hacer películas. Es por eso. Hubo una época en la que yo lo oculté –llegué al CUEC y yo era como un granito oscuro–, porque otro tipo de cine se pretendía hacer en la escuela, y todos mis gustos de Valentín Trujillo y el cine popular eran un poco mal vistos, entonces lo oculté durante mucho tiempo.
“Vi la posibilidad de rendirle homenaje, una suerte como de película que citara a los cineastas que eran grandes creadores, ignorados y menospreciados por muchos, pero que son grandes directores. Valentín Trujillo, Damián Acosta y José Luis Urquieta… Valentín Trujillo es el más grande de todos, incluso tuvo la oportunidad de trabajar con cineastas muy importantes, entre ellos Roberto Gavaldón. Además de sus posibilidades creativas, había grandes dosis de imaginería, una imaginación virtuosa, que le permitió hacer películas muy importantes como Ratas de la ciudad, Violación, que se emparenta mucho con La diosa del asfalto. Sí, es un homenaje deliberado y descarado a ese cine”.
Críticos de cine, público tradicional, juzgaban y juzgan aquel cine como de pocos valores estéticos. ¿Ha cambiado esa valoración?
No ha cambiado, lamentablemente. Y se debe a un profundo desconocimiento. Los críticos de la época, salvo Jorge Ayala Blanco y algún otro, como que no le reconocían muchas virtudes. En la actualidad se debe a una profunda ignorancia, que viene del menosprecio de decir: “Yo no voy a ver películas de Valentín Trujillo, mejor veo ciclos de cine oriental”, que no están mal, por supuesto, no soy alguien que menosprecie algún tipo de cine, se lo aprendí a Gloria Contreras, la bailarina; tuve la oportunidad de hacerle un documental (Signos de vida y rebeldía, 2016) y ella decía: “Ningún tipo de danza le hace daño al ser humano”.
“Y ocurre lo mismo con el cine, o con el arte en general; podrá no gustarte, pero siempre hay algo de valor, y es lo que rescato de muchas películas, hay unas que son verdaderamente malas, pero incluso en esas hay un momento –casi siempre, podría asegurarlo– en que algo vale la pena: un encuadre, una actuación, algo que dicen los actores, un punto de vista sobre la realidad… Con La diosa del asfalto sabía de antemano que me arriesgaba mucho, es la película en la que más abiertamente he dicho que es un homenaje a ese cine, y pensé: ‘Bueno, lo voy a asumir, y si alguien lo ve mal, pues ni modo’”.
Hubo, sin duda, una participación del Estado para que no trascendiera ese cine, al cual ahora incluso se le atribuyen valores sociales. ¿Con su cine ha ocurrido lo mismo?
No. Hemos tenido unos buenos 20 años, 18 años, más o menos. A partir de que –¡híjole!– a partir de que llegó el PAN al gobierno. En aquellos momentos no nos reíamos, pero nos parecía muy paradójico que el PAN estuviera permitiendo que se hicieran cosas muy interesantes. Y nosotros lo asumíamos a que se debía a su ignorancia sobre el tema, así, como no conocían y no sabían, pues decían “pues hagan cosas”. Y así fue como se hicieron muchas cosas en los sexenios de Fox y de Calderón. Fueron buenos años para nuestras películas, en las que la diversidad temática se amplió de manera muy importante.
Usted no filmó en Santa Fe sino en Ixtapaluca, Estado de México, pues ahora esa zona pasó de la marginación a la exclusividad social. Para los jóvenes ahora Santa Fe ya no es este tipo de barrios marginales que se ven en La diosa del asfalto. Usted vivió allá. ¿Qué pasó con Santa Fe, símbolo de la desigualdad?
Lo mencionaban las guionistas en una entrevista juntos. Decían que a los marginados los marginaron más y los marginaron porque vieron un potencial económico en Santa Fe, uno de los lugares que –lo decía Susana Quiroz– era nuestro barrio y que nosotros peléabamos no por adueñarnos de él, sino controlarlo para vivir ahí, para habitarlo y en la medida de lo posible mejorarlo para la vida propia. Pues a sus pobladores originales fueron marginándolos más, los fueron orillando y empujando hacia el otro lado de la carretera donde están ahora. Eso fue lo que Susana, que lo vivió en carne propia, comenta que sucedió ahí. Creo que alguien le vio potencial comercial a esa zona e hizo lo que ya hemos visto en las películas de los años 40 en Italia: “hay que deshacerse de estos que viven aquí para que la modernidad llegue a la ciudad”. Eso es lo que sucedió. Susana sigue visitando a todas sus amigas y a sus compañeras de aquella época, pero están del otro lado de la carretera, por supuesto.
No aborda la política en La diosa del asfalto, como ocurre en otro filme actual, Ya no estoy aquí, de Fernando Frías, que empieza con el discurso de guerra al narco de Felipe Calderón. ¿Por qué no abordó el aspecto político de una de las peores épocas en México, con un gobierno del PRI? En otros filmes suyos sí aparece el papel del gobierno, por ejemplo, respecto a la diversidad sexual.
Yo me lo planteé al principio, y trataba de encontrar la manera de hacerlo. En alguna película anterior lo habíamos hecho a través de la dirección de arte, de las pintas en las paredes, pero no estaba en el guion. De alguna manera reflejaba que los chavos en ese momento estaban concentrados en otra cosa. Se lo pregunté a Susana e Inés, contestaron que no les resultaba interesante esa lectura, que lo que ellas en realidad querían era visibilizar a las mujeres en un momento en que la sociedad, el entorno se ocupaban por marginarlas, Los Panchitos mismos aún más de lo que lo hacía el entorno social.
En su película, el leit motiv es la violencia hacia las mujeres y la venganza es su consecuencia. ¿Es así como se soluciona la violencia hacia las mujeres?
Antes hice Rencor tatuado, que el tema es muy cercano, pero en otro medio social, ocurría con una artista visual de los años 80, cuyo trabajo es un poco denunciar la violencia contra las mujeres. Ella, Aída Cisneros, al descubrir una red de trata, en la que están implicados políticos y artistas, sufre un acto de violencia por el cual pierde al hijo y al marido. Pasados los años se convierte en una suerte de vengadora urbana a la cual acuden mujeres para hacerse justicia tatuando a los perpetradores con frases como “Violador”. La justicia de Aída Cisneros tenía que ver más con el escarnio social y para que el agresor tomara conciencia, pero los tatuajes no eran permanentes.
“Cuando llega La diosa del asfalto, veo que la percepción de la justicia de las mujeres, motivada por el entorno, era tan radical (la castración), y me pareció muy interesante porque mostraba lados opuestos de una misma causa. O dos vertientes, quizá no lados opuestos, porque en una película la justicia es el reconocimiento, la toma de conciencia; en la otra hay un desencanto natural de esto no tiene solución si no llegamos a las últimas consecuencias. En lo personal creo que esa no es la solución. Pero, en vista de lo que sucede todos los días, del menosprecio hacia las mujeres y su lucha desde el poder y la sociedad misma, no estamos lejos de que alguien decida tomar la justicia de esa forma radical terrible”.
¿Va a participar en el diálogo a que convocó la secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, sobre la nueva Ley de Cinematografía?
Por supuesto me interesa participar. Lo que me he dado cuenta es que es poco serio, hay muchas invitaciones. Estuve alguna vez siendo testigo de esas jornadas, pláticas que duran cinco o cuatro horas, se llegaban a acuerdos de los que nadie se enteraba porque alguien más allá de arriba decidía estas cosas. Entonces, estoy un poco desilusionado; si en algún momento muchos de nosotros fuimos convencidos de participar en esos proyectos, que al final resultó que no tenían propósitos de ser reales, verdaderos, nos vimos un poco defraudados. Estoy dispuesto a participar, en muchos sentidos, contribuyendo a que el cine mexicano se siga haciendo. Muchos, por lo que escribo o comentarios que a veces expreso, piensan que estoy en contra de este gobierno, y no. Y en ese sentido quiero participar, me entero lo más posible, pero luego me confundo mucho porque ya no sé a quién creer, quién tiene la verdad, si el senador Ricardo Monreal, la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas, el Imcine, o la secretaría, es mucha confusión.
FOTO: El director de cine Julián Hernández/Crédito: Alma Rodríguez Ayala
« Ramón López Velarde en el país de los cuentos Henry David Thoreau Pionero de la desobediencia civil »