La dama del pañuelo
POR MÓNICA LAVÍN
La escritora sudafricana Nadine Gordimer se descubrió escritora a los quince años, cuando publicó su primer cuento, y de allí hasta los noventa años fue incansable. La noticia de su muerte —luego de que su larga vida y su mirada aguda sobre la Sudáfrica que le tocó vivir, su compromiso ético con la justicia y la igualdad y su prosa precisa y vigorosa nos dieron la posibilidad de comprender ese país de indigna segregación y de un estreno democrático 20 años atrás (uno de los momentos más luminosos del cierre del siglo)— conmueve porque su lucidez estuvo siempre a tono con los tiempos, y el tapiz emocional de su pluma no tuvo descanso. Basta saber que su última novela, Hoy mejor que mañana, fue publicada en el 2012 y que ella se dejó entrevistar hasta muy recientemente. El Premio Nobel en 1991 (el primero para un autor sudafricano; J. M. Coetzee lo recibiría en el 2003) la acercó a los lectores de todos los idiomas, y magnificó nuestra visión sobre un país tan lejos del nuestro y tan esquivo de la justicia humana que mantuvo vivo el apartheid en tiempos inconcebibles. Me llega la noticia de su muerte con las imágenes de su rostro en las solapas de sus libros, en las entrevistas en Internet y desde luego en su visita a México en el homenaje a los 80 años de Carlos Fuentes, su amigo. Un rostro de rasgos finos, la melena canosa, a veces recogida, su figura menuda, su manera estilosa de vestir con una pañoleta de tonos variables en el cuello. Poco adorno, sutil, afable. Contrasta aquella estampa con la potencia de su escritura. Con la creación de personajes memorables y situaciones en las que la violencia, la segregación racial, la rivalidad interétnica, la indignidad, la injusticia, el resentimiento en tiempos de integración recorren sus páginas para llevarnos a las historias tramadas en el marco de una división racial tan inútil como vergonzosa que aún veinte años después del triunfo del Consejo Nacional Africano, con el que ella simpatizó y al que después perteneció, no logra la armonía ni el mestizaje que (expresa ella en alguna entrevista) sería el sueño: que no se hable más de ser negro o blanco.
Nacida de padre ruso judío y madre inglesa en el pueblo minero de Spring, donde la población era blanca europea, educada en escuela de monjas, se asombraba porque los domingos se escuchaban cantos y tambores. Son los mineros, le decían. Mucho tiempo después supo que eran los negros, los habitantes nativos de Sudáfrica, quienes llenaban el aire de esos sonidos entonces ajenos que ella volvió cercanos cuando por primera vez a los 21 años conoció un ghetto negro a través de un grupo de teatro en el que estuvo. La realidad le pegó en la cara. La literatura ya le había pegado en su soledad adolescente cuando la biblioteca del pueblo le dio los alicientes que su entorno no proveía. Leyó a Proust a los quince años y le gustó. Soltó la pluma a esa misma edad y se dio cuenta que lo suyo era la escritura, y que la vida estaba en Johannesburgo a donde se mudó como estudiante universitaria. Sus temas, los dilemas del alma humana (sobre todo las relaciones familiares, de pareja, amistosas) en una realidad muy particular, extrema. La de Sudáfrica, botín de holandeses e ingleses, donde la lengua oficial es el inglés, pero se hablan afrikáner y otras lenguas. La escritora vislumbraba un escenario para la literatura sudafricana en el que se escribiera y publicara en las diversas lenguas nativas.
Yo no escribo sobre el apartheid, se defendía Gordimer, frente al marbete. Escribió sobre la realidad sudafricana en tiempos del apartheid y después puso el acento en la nueva realidad que el triunfo de Mandela, su amigo, sembró. Una realidad complicada, de obligada integración, que aparece en el primer libro publicado en 1994, Nadie que me acompañe, donde la protagonista participa en proyectos de vivienda integrada y se enfrenta al costo histórico del vacío de las décadas de segregación, mientras intenta una nueva relación y tiene que encarar la elección de su hija que le presenta a su pareja mujer. La construcción de un nuevo tejido social e individual casi resulta imposible. El tema la seguirá en Un arma en casa, donde una pareja de blancos contrata los servicios de un abogado negro. En su escritura está la realidad de su país y el sexo y la política que ella ha definido como los aspectos más intensos de la vida.
Cuando sus libros —La hija de Burger, desde la experiencia de la hija de un padre comunista que muere en la cárcel; Un mundo de extraños y El último burgués— fueron censurados en los años setenta, afirmó que era como ser un fantasma en tu país. Por eso defendió la necesidad de la libre expresión. Siempre se consideró una optimista realista, aun con el desencanto de la corrupción que también ha distinguido al propio CNA. Hasta el último momento sostuvo que creía que Sudáfrica se volvería un lugar habitable con menos división, con una sociedad más equitativa. También consideró la ficción como un medio para explorar posibilidades no imaginadas dentro de la experiencia de una vida única. “Escribir es el intento de descubrir de qué se trata la vida”. Y mientras Nadine Gordimer compartía esos descubrimientos construyó para sus lectores la crónica de un siglo sudafricano. Nos dejó la certeza de que todo escritor escribe desde la conciencia del tiempo que le toca vivir. Para fortuna nuestra, compartimos ese tiempo con Nadine, tan aguda y elocuente. No en vano uno de sus últimos libros de cuentos se llama Beethoven era un dieciseisavo negro. En la nueva Sudáfrica, vaya ironía, el tener un poco de sangre negra se había vuelto un atributo social, explicó.
En uno de sus cuentos, “Enemigos”, una mujer mayor y adinerada viaja en tren hacia Johannesburgo. Durante el trayecto muere otra mujer, también de edad, que viajaba en el mismo vagón. Cuando llega a su destino y sospecha el sofocón que debe de haber sido para sus allegados leer la noticia —“Muere anciana en el tren”— aclara que ella no ha muerto. En el tren de la vida, con su cálido humor, su crítica punzante, su manera de indagar en las relaciones humanas, padres hijos, parejas, a través de las palabras, Nadine Gordimer puede confirmar que ella no es la mujer de 90 años que acaba de morir. Sus libros la mantienen viva entre nosotros.
* Fotografía: La Nobel sudafricana en 2005./ ARCHIVO REUTERS