La derrota menchevique
Clásicos y Comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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Quienes consideraron a la Revolución de Octubre de 1917 un aborto fueron, naturalmente, los perdedores, sobre todo los mencheviques, quienes debían su nombre en ruso a haber sido la minoría en el remoto año de 1903 durante el II Congreso del Partido Obrero Social Demócrata Ruso (POSDR). Pero eran la fracción más influyente del socialismo ruso durante la Gran Guerra y quienes tenían el respaldo de la Segunda Internacional y de los intelectuales socialdemócratas europeos más importantes. Como éstos, los mencheviques habían cometido –no todos– el pecado capital de haber apoyado “la guerra imperialista” denunciada por Lenin y el resto de los internacionalistas, pero eran, a diferencia del bolchevique, un gran partido democrático, pleno en corrientes antagónicas y divergencias de calado, en oposición a sus sectarios rivales, hechos a la medida de Lenin, quien, pese a ello, hizo de purgar su propia organización, su principal actividad hasta su muerte en enero de 1924.
Así que los mencheviques fueron a la vez la causa y el efecto de su derrota. Más marxistas que los leninistas consideraban –como hasta Lenin cuando desfallecía– que las condiciones para el arribo de la revolución socialista se darían una vez cumplidas a cabalidad las tareas de la revolución burguesa de febrero, es decir, hacer de Rusia una nación democrática cuyo desarrollo capitalista permitiera el parto natural del socialismo. A éste lo imaginaban, a la manera de la socialdemocracia alemana, como una transformación social prolongada –violenta o no– pero de ninguna manera el resultado de la mítica toma del Palacio de Invierno, más hija del montaje de Serguéi Eisenstein que de lo realmente ocurrido aquel día, fascinante y no épico. Para muchos mencheviques, como para la mayoría de los socialistas-revolucionarios, cuya ala izquierda acabó siendo devorada por los bolcheviques y para los llamados cadetes, el Partido Democrático Constitucionalista, Rusia debía culminar la guerra contra los decrépitos alemanes y austrohúngaros, junto a las progresistas Francia e Inglaterra y en compañía de los Estados Unidos, recién llegados al campo aliado de la Primera Guerra mundial. Pensaban lo mismo algunos bolcheviques, hasta que Lenin, con la paz como promesa absoluta, los metió en cintura en abril de 1917.
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La servidumbre menchevique ante la –pretendida y dogmática– naturaleza científica de los ciclos del capitalismo registrados por Marx (puestos en entredicho desde 1899 por revisionistas como Bernstein, quien no veía “pauperizada” a la clase obrera occidental como se pronosticaba en El Capital ) o su incapacidad para oponerse a la guerra que los hermanaba con sus socios occidentales, provocó su derrota en octubre, efecto a su vez causado por su apreciación errática de la situación. Los mencheviques y Kérenski (1881–1970) antes que nadie, consideraban teóricamente descartado el éxito del proyecto de Lenin: saltarse la revolución burguesa y pasar a la socialista, doble operación bautizada más tarde por Trotski como “la revolución permanente”.
A esa creencia en la imposibilidad teórica del nacimiento prematuro de la sociedad socialista, se sumaba la apreciación de las supuestas “condiciones objetivas” acumuladas glotonamente a su favor por Lenin, mismas que el disidente soviético Roy Medvedev, en la mejor lid leninista, registra en La Rivoluzione d’ottobre era inevitabile? (1976). Él, como Richard Pippes en The Russian Revolution (1990) y otros historiadores no sólo antileninistas sino antimarxistas, conceden de buena gana que en octubre de 1917, en Petrogrado y un poco más sujetos a la buena fortuna en Moscú, los bolcheviques estaban en condiciones de tomar, al menos temporalmente, el poder político, mismo al que no aspiraban ni los socialistas–revolucionarios (cuya ala derecha estaba representada en el gobierno por el propio Kérenski) ni los confundidos mencheviques, aferrados a la unidad de la izquierda a través de los Soviets.
Los martirizados mencheviques –los que no fueron asesinados durante la Guerra Civil fueron expulsados en 1922 y la primera gran purga fue contra ellos, los sobrevivientes, en 1931– tuvieron su victoria póstuma, probablemente inútil: el “fenómeno estalinista” se debería a que la primera revolución socialista había ocurrido en el peor de los lugares posibles, Rusia, como ellos, trágicamente, lo advirtieron. Para cristianos como Lev Chestov, desde 1918, los bolcheviques sólo se habían apoderado de la burocracia zarista y de su infinita capacidad de hacer serviles a los hombres. El gran filósofo existencialista, camino del exilio, se quedó corto.
A la comprobación de que Rusia era un mal lugar para hacer florecer las ideas de Marx, punto a favor de los mencheviques, empezando por su escandalizado padre, Pléjanov (el autor de la teoría de las dos revoluciones), vinieron, a lo largo del siglo XX, otras decepciones, pues la predicción de los socialdemócratas derrotados fue insuficiente y la profecía marxista de la revolución socialista como fruto del desarrollo del capitalismo, desmentida. Sean lo que hayan sido las revoluciones socialistas, estas se produjeron todas en la periferia y siempre arrojaron, desde lo cómico hasta lo espeluznante, casos del más salvaje “despotismo asiático”. Sólo acotados por las sociedades abiertas, los partidos comunistas han contribuido a la vida liberal, camino que, a algunos de ellos, los ha llevado a los orígenes, a la Segunda Internacional: esa socialdemocracia, tradición noble si las hay, donde estuvieron los más vigorosos enemigos, dentro de la izquierda, del bolchevismo. Fueron, con mucha frecuencia, sus víctimas. La lista es enorme y en ella están varias de las inteligencias más valientes y luminosas del siglo XX.
Una de las grandes patrañas bolcheviques fue que aquellas sociedades, inspiradas por el comunismo soviético y luego por el chino, trajeron la justicia social. En el mejor de los casos, distribuyeron la pobreza a un elevadísimo costo de sangre, sólo para acabar rindiéndose, décadas después y ante el fracaso de la planificación central, ante la economía de mercado. Ninguna de las reivindicaciones que hicieron populares a los bolcheviques en el año de 1917 fueron aportaciones originales de Lenin y sus secuaces (el programa agrario, antes de las colectivizaciones, le fue tomado prestado a los socialistas-revolucionarios). Si acaso, los bolcheviques aceleraron el camino de las nacionalizaciones estatistas, que ya estaban en el diseño secular del capitalismo desde Bismarck y se aceleraron tras 1945. La aspiración igualitaria del bolchevismo fue –para tantas almas cándidas y hasta bondadosas– una ilusión lírica, como dijo François Furet. Para otros, según Jean-François Revel, no fue tan bonita la cosa. El negocio de Lenin fue un pretexto para ejercer impunemente y a campo abierto, todas las violencias temidas por Hobbes al amparo de Leviatán.