El método Aira de escritura

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“De haber nacido en un lugar lleno de cultura, de historia, como estas grandes ciudades ciudades europeas, o incluso acá en México, habría tenido poco campo para dejar volar mi imaginación”, confiesa César Aira. De visita en nuestro país para participar en el Hay Festival de Querétaro y para presentar La liebre y Entre los indios (Ediciones Era), el iconoclasta escritor argentino habla sobre el arte del relato, Borges y Gombrowicz, su admiración por Elena Garro y el vacío creador de la pampa

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POR GERARDO LAMMERS

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Encuentro a César Aira (Coronel Pringles, 1949) en la Casa Era de la colonia Roma, en la Ciudad de México.

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El escritor, que lleva un suéter gris viejo y unas gastadas gafas de pasta, está de visita para presentar La liebre, una de sus primeras novelas (publicada originalmente por Emecé en 1991), y Entre los indios: la historia del encuentro entre un errático diablo que escoge mal sus momentos efectistas y un reluctante y nihilista cacique mapuche. El autor de Cómo me hice monja, El llanto, Cumpleaños, El Congreso de literatura y Las curas milagrosas del doctor Aira, entre otros muchos títulos, alguna vez me confesó, hace años, que miraba un poco con escepticismo las reediciones de sus libros en el extranjero, pero que al mismo tiempo le encantaba verlos en sus trajes nuevos.

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“Siempre me pensé como un escritor de consumo interno, un escritor argentino para argentinos porque todo lo mío está bordado de sobreentendidos, de pequeños chistes internos que sólo podemos entender nosotros los que hemos estado ahí, y me sorprende, o me sorprendía, cuando un extranjero manifestaba un interés o entusiasmo por mis libros porque pensaba: bueno, esto es un completo malentendido”, me dijo en una entrevista que guardé en un caset.

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Es sabido que Aira gusta de escribir en cafés y hacer caminatas (me enteré que entre sus planes estaba ir al Café La Habana, pero un salmón al pastor se interpuso en su camino). Siguiendo esta rutina ha escrito un centenar libros, la mayoría novelas breves y delirantes, aunque él no esté de acuerdo con este último calificativo.

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Por estos días también comienza a circular una compilación de relatos suyos titulada El cerebro musical (Random House). En uno de éstos, Aira aparece como un turista en la Ciudad de México, ciudad-trampa que lo hace caer una y otra vez en algún palacio, museo o iglesia chueca (cuyos bloques de piedra han sido numerados para reconstruir los edificios en caso de terremoto), encontrándose, cada vez a un precio más bajo, ejemplares de un libro de Marcel Duchamp, su artista favorito, los cuales va comprando (para sacar ventaja de un país donde el dinero, a la manera de José Alfredo Jiménez, no vale nada) y a la vez enfrascándose en un juego de sumas y restas, mientras mata el tiempo que le falta para tomar su avión de regreso a Buenos Aires.

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Mi propio juego de adiciones y sustracciones consiste en hacerle, más o menos, la misma entrevista.

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Pareciera, y esto puede ser una ilusión, que eres un escritor con una gran soltura, que puedes escribir sobre cualquier asunto. Tu libro más reciente (Entre los indios) tiene a un diablo y a un cacique mapuche como personajes.
Sí (risas). No es la primera vez que aparece el cacique mapuche, Cafulcurá, que es un invento mío. En realidad existió un cacique muy importante mapuche que creó todo un imperio de ladrones de ganado en la Argentina del siglo XIX, pero que se llamaba distinto: Calfucurá: tenía la “l” puesta en otro lado. Y apareció por primera vez en una novela vieja, de hace más de 30 años, que ahora justamente Era ha publicado, La liebre. Con el tiempo este personaje volvió a aparecer en varias novelas mías, fue teniendo mi edad y me fui identificando con él poco a poco. Y ahora cuando escribo sobre el cacique Cafulcurá directamente soy yo. Soy yo haciendo mis reflexiones. En esta novela, Entre los indios, hay todo un capítulo en donde Cafulcurá reflexiona sobre sus ideas, sobre la sociedad, el mundo, la cultura, y son todas ideas completamente nihilistas, destructivas, políticamente incorrectas. Y son mis ideas (risas). Una señora lectora me dijo de Cafulcurá: “qué hombre detestable”. Y yo me callé (risas).

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¿Dirías que se puede hablar de el método Aira de escritura?
No, no creo. No creo. Si hay una cosa que me ha enseñado el contacto con el mundo de los libros y de los escritores es que no se puede generalizar. Hay algunos que escriben más rápido o más lento. Otros que escriben más. Otros que escriben menos. A cada cual le conviene lo suyo. Y hasta creo que sería peligroso imitar el método de escritura de otro escritor porque puede no ser el que a uno le conviene. Eso se va descubriendo poco a poco, cómo funciona. En mi caso no hay una constante en mi método de trabajo: a veces la idea viene de pronto o a veces es una idea que he venido incubando desde mucho tiempo atrás y que no encontraba el modo de ponerla por escrito. En fin, no hay una constante ahí.

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Se queda en silencio, mirando hacia el suelo, como si estuviera a punto de agregar algo.

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Sobre su pueblo natal, Coronel Pringles, me había dicho: “El nombre viene de un coronel de los ejércitos libertadores de San Martín, que era hijo de un médico irlandés que fue al Río de la Plata como médico de barcos negreros. Los irlandeses fueron los fundadores de la medicina en la Argentina, en el Río de la Plata precisamente. Porque eran los médicos irlandeses los que iban con los barcos cuidando la mercadería. Y bajaban del barco para no subir nunca más porque el trabajo era bastante horrible. Uno de ellos fue el doctor Pringle, sin la “s” que se le agregó después para castellanizar el apellido, cuyo hijo fue un soldado en las guerras de independencia que tuvo una actuación heroica: creo que se tiró al mar en el Perú para que los españoles no se apoderaran de la bandera que llevaba. Y cuando los ingleses tendieron las vías del ferrocarril en Argentina hicieron estaciones a trechos regulares y a esas estaciones les ponían nombres al azar tomados de una lista de próceres. Y a la nuestra le tocó el del Coronel Pringles, que nunca tuvo nada que ver con esa zona ni pasó cerca de ahí.

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“Cuando yo era chico me enseñaban en la escuela que Coronel Pringles tenía 30 mil habitantes y hoy sigue teniendo 30 mil habitantes. La característica central de esa zona es la falta de paisaje. Pero las construcciones del pueblo son algo muy especial: en los años treinta un gobernador de la provincia, conservador -que era uno de esos caudillos que hacían lo que querían-, tuvo el capricho de nombrar constructor oficial a un arquitecto que era un genio. Se llamaba Salamone. Hizo palacios municipales, cementerios, mataderos, en su estilo, que es una mezcla de art decó, monumentalismo fascista mussoliniano y algo propio de él, bastante delirante, del que salieron unos edificios increíblemente extraños. El más extraño es el palacio municipal de Coronel Pringles, una especie de gran piano invertido, todo blanco con alerones, una cosa única. Lo visitan estudiosos de todo el mundo porque pasa por ser el monumento art decó más grande del mundo. Y el más loco”.

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¿Hasta qué punto te marcó nacer en un lugar como Coronel Pringles?, ¿hasta qué punto te ha marcó nacer en la pampa, esa cosa que los no-argentinos apenas podemos imaginar?
Bueno, la pampa es el vacío. Y el vacío hay que llenarlo con la imaginación. Sí, muchas veces he pensado que de haber nacido en un lugar lleno de cultura, de historia, como estas grandes ciudades europeas, o incluso acá en México, habría tenido poco campo para dejar volar mi imaginación. Ese vuelo habría chocado pronto contra un monumento o contra un recordatorio del pasado. Mientras que Pringles sigue siendo tan chico como cuando yo era chico, rodeado de una pampa perfectamente plana, llana…

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Como la que aparece en Entre los indios.
Sí. Grandes llanuras argentinas las pampas. Eso había que poblarlo con la imaginación o con la evasión por el sueño, por la invención. Yo fui, bueno, un chico tímido. Miope. Que es más o menos como decir lo mismo: todos los miopes somos tímidos. Y casi todos los tímidos somos miopes. Busqué desde muy chico en los libros la salida del mundo insatisfactorio en el que estaba. Y sí, la pampa para mí se pobló con los personajes de Julio Verne, de Salgari, de Stevenson. Bueno, tuve la suerte de vivir una infancia, una primera adolescencia en la que no existía esta plaga de la literatura infantil. Así que los niños que queríamos leer, leíamos buena literatura. O no tan buena, como en el caso de Salgari o de Julio Verne, pero decente. Literatura que parecía verdadera literatura o lo era, como en el caso de Stevenson, Mark Twain, todas esas cosas que leíamos nosotros.

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Se hace de nuevo un silencio.

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¿Quiénes fueron tus padres?, ¿eran buenos lectores?
No, para nada. No. Mi papá un hombre de campo. Mi mamá, un ama de casa de aquellos años cuarenta, cincuenta. Mi mamá era lectora de biografías, pero no era gente intelectual. Pero fueron muy generosos, abiertos, conmigo. Recuerdo que se compraba el diario La Nación, que tenía en aquellos años un suplemento dominical, que era muy bueno, y yo ahí veía que se mencionaba mucho el nombre de Borges. Borges, ¿quién será este señor? Claro, ya se le mencionaba a comienzos de los años sesenta como un gran escritor. Entonces averigüé dónde estaban sus libros, que era en la editorial Emecé de Buenos Aires, y les escribí una carta. Tenía doce o trece años (risas). Les escribí que quería adquirir los libros de Borges, que cómo podía ser. Ellos me contestaron muy amablemente con la lista de los libros y los precios. Me dijeron que se podía mandar un cheque, un giro. Le llevé esa carta a mi papá, que no tenía ningún interés en Borges y dijo: bueno, muy bien, ¿cuánto es? Hizo el giro o el cheque, lo envió y poco tiempo después llegó un paquete grande. Lo abrí y ahí estaban todos los libros de Borges: El Aleph, Ficciones, Otras inquisiciones, Historia de la eternidad, los poemas, El hacedor. En fin, había como diez y los puse sobre la mesa. Fue un día histórico en mi vida porque a partir de ahí Borges fue una figura modélica, tutelar, para mí.

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Además de escribir novelas, también has dado cursos recopilados a manera de libros. Tienes por ejemplo uno sobre un autor que aquí en México no es muy conocido: Copi. Ahí hablas sobre el relato. Dices, por ejemplo, citando a Walter Benjamin, que el arte de la narración decae en la medida en que incorpora la explicación. Además de escribir novelas, también has dado cursos recopilados a manera de libros. Tienes por ejemplo uno sobre un autor que aquí en México no es muy conocido: Copi. Ahí hablas sobre el relato. Dices, por ejemplo, citando a Walter Benjamin, que el arte de la narración decae en la medida en que incorpora la explicación.
Bueno, creo que Benjamin ya lo dijo todo en ese famoso ensayo [El narrador (1936)]. Yo he tratado siempre de volver a la narración en estado puro, a la narración que no contenga elementos ideológicos y ahí creo que les planteo un problema a los críticos porque un crítico no puede referirse solamente al placer que le dio leer un relato. Tiene que poner algo más. Tiene que hablar de algún elemento social, político, histórico, que contenga ese relato, y si no está, lo inventan o lo sacan de algún lado. Lo noté hace poco en una novelita que publiqué en donde hacia el final hay un juego de malentendidos entre marido y mujer. Eso salió para mí del puro relato, de seguir contando la historia, darle juegos, otros ángulos. Y las reseñas que se publicaron de ese libro, todas iban a la cuestión de la problemática de la pareja en el mundo contemporáneo, que fue algo totalmente ajeno a mis intenciones. Lo que yo cuento es muy visual, hay que imaginárselo viéndolo. El trabajo de escritura mío es más descriptivo que explicativo, entonces no me importa tanto por qué el personaje hizo lo que hizo, sino que se vea cómo lo hizo. Mmm. Creo. Es difícil explicarse porque nuestro trabajo es mayormente intuitivo: no sabemos muy bien por qué hacemos lo que hacemos, y cuando alguien nos pregunta “¿por qué lo hizo así?”, “¿por qué puso eso?”, tenemos que inventar alguna explicación.

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“Para mí pensar es escribir”, escuché en la antigua grabación. “Un filósofo alemán, Husserl, decía que no podía pensar sino escribiendo y así fue como dejó un legado de una 70 mil páginas que hasta el día de hoy siguen descifrándolas y publicándolas. En mi caso no es tan grave. Lo que pasa es que pensar es un cosa un poco vaga, nebulosa, y cuando toma forma el pensamiento con la escritura, es un trabajo que va por los músculos, por los nervios hasta los dedos, hasta la lapicera. Del cerebro a la punta de la pluma hay un proceso que, no sé, se me ha hecho natural y no pienso sino escribiendo. Y cuando no estoy escribiendo, mi cerebro está haciendo tic, tac, tic, tac, esperando a que vuelva a agarrar la lapicera”.

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Alguna vez me comentaste que la digresión la veías un poco como un defecto de tu escritura, ¿sigues pensando lo mismo?
No. Con todos los defectos que yo tengo, me he ido reconciliando poco a poco. Son rasgos de estilo, diría yo. La digresión entra, me parece, en el campo de la libertad: si uno quiere irse por un camino lateral, bueno, ahí está. Para mí siempre la literatura es un campo de libertad: la libertad absoluta que uno no tiene en la vida real, digamos, puede tenerla en el mundo de la escritura. Y si se me ocurre hacer una digresión, bueno, la hago. El relato tiene una técnica. Si uno ha sido un lector de novelas, de relatos, de cuentos, desde siempre, sabe qué es lo que funciona bien. Aun siendo un vanguardista, un provocador o un escritor de ruptura, hay una responsabilidad para con el lector, incluso para con el lector que uno mismo es. El lector que hay en mí es mi control de calidad en lo que escribo.

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Esta soltura, esta facilidad que yo percibo en tus libros, me parece que tiene que ver con una actitud vital. No en vano Gombrowicz es otro de tus modelos.
Sí, bueno, a Gombrowicz nosotros los argentinos lo adoptamos. Él se fue de la Argentina en el año 62, yo era muy chico, pero tuve una relación muy estrecha con uno de sus mejores amigos, Juan Carlos Gómez, al que Gombrowicz llamaba “el fiel Goma”. Fuimos muy amigos y él me contó muchas cosas, así que me sentí muy cercano a Gombrowicz: me gustó su actitud, digamos, de no tener miedo de aparecer como un payaso, como un, no sé, un inmaduro, que es el tema de la mayoría de sus libros, en contraste con el acartonamiento del escritor importante. Gombrowicz tenía puntos de contacto con Dalí: afirmaba tranquilamente que era un genio, pero lo decía con una sonrisa. Y además era un genio de verdad (risas). Sí. Una figura totalmente entrañable para nosotros. Ahora justamente he estado releyendo sus libros porque, como nos pasa a los lectores, cualquier chispa nos lleva de vuelta a la biblioteca. Estuvo recién una joven investigadora polaca recogiendo testimonios sobre su influencia de en la literatura argentina, que fue mucha y profunda. Después de charlar con ella volví a mi casa, saqué los libros de Gombrowicz y empecé a releerlos con gran placer.

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¿Hay alguno en particular que prefieras?
Todos me gustan. Tengo una relación muy emotiva con Ferdidurke, que fue el primer libro que yo compré. En mi pueblo no había librerías y una vez mis padres tuvieron que ir a una consulta médica a la ciudad grande más cercana, que es Bahía Blanca. Me llevaron y fui con todos mis ahorritos porque sabía que ahí debía haber una librería. Y había una. La encontré y me alcanzó justo para comprar el Ferdidurke. Se acababa de reeditar por primera vez y me había enterado gracias al suplemento de La Nación. Después he leído todo. Para nosotros es muy especial la novela Trans-Atlántico, que sucede en una especie de Argentina tropical. Maravillosa. Y el Diario, por supuesto.

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“Alguna vez te escuché decir que Juan Rulfo es un escritor que no te interesa, ¿por qué?”, le pregunté en mi anterior entrevista. “Eso es un poco peligroso decirlo en México porque me pueden fusilar. No quisiera ahondar en lo mucho que no me gusta, en los muchos motivos que tengo para que no me guste. No es la idea que yo me hago de lo que debe ser un escritor: hacer una pequeña obrita, pulirla, pasarle el cepillo, publicarla y vivir todo el resto de su vida gozando de los réditos que da. Me parece que la actitud del artista ante la sociedad debe ser más generosa: seguir dándose, seguir creando, seguir inventando… hasta el último graznido”.

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Quizá poca gente sepa en México que escribiste un diccionario de escritores latinoamericanos y que eres un conocedor de la literatura mexicana. ¿Sigues manteniendo el entusiasmo por Elena Garro?
Sí. Hace mucho que no la releo. Pero todas sus novelas para mí fueron, no sé, una revelación de una gran escritora con ese grado de nivel patológico que debe tener un escritor para no ser uno más. Ella estaba bastante loca. Pero maravillosamente loca. Andamos huyendo Lola, Testimonios sobre Mariana, Y Matarazo no llamó, Reencuentro de personajes, Mi hermanita Magdalena, Inés, que me parece una obra maestra, extraordinaria. Toda esa concentración de odio contra Octavio Paz. En poca o en ninguna literatura hay algo semejante (risas). Sí, como un gran experimento de… no sé cómo explicarlo, pero era una narradora nata, que sabía crear ese mundo que en algunos momentos clave como en esta novela breve, Inés, llegan a una densidad sádica extraordinaria.

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Eres uno de esos escritores que son de alguna manera muy cercanos o muy sensibles al arte contemporáneo. Y también al rock.
Al rock no diría tanto. Más bien a la música contemporánea. Sí, cosas como el Pierrot Lunaire de Schönberg ha sido una fuente de inspiración para mí. No de inspiración: de modelo. La música contemporánea, estos músicos electrónicos, John Cage, toda esa… En fin. No sé. La música. Y el arte contemporáneo también. Muchas veces me he preguntado por qué el arte, las artes plásticas han ido tan lejos en la experimentación, en la renovación, en la innovación, mientras que la literatura se ha mantenido… sin cambios, prácticamente. El último cambio grande creo que fue el de Kafka. En fin, no sé: creo que la literatura por el hecho de estar hecha con lenguaje y el lenguaje al ser un elemento comunicativo, todos los intentos de ruptura por ahí terminan en un callejón sin salida. No se puede volver atrás. Pero sí: para mí la libertad, la renovación constante en las artes plásticas es una fuente de inspiración enorme. No, inspiración no es la palabra. Es como tomar el modelo: alguien que hace algo tan loco, tan atrevido, ¿por qué no hacerlo yo también?

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¿A eso no le llamarías inspiración?
No sé. Muchas veces he dicho que para escribir, para seguir escribiendo, más que la inspiración, lo que es necesario es las ganas. Las ganas de seguir escribiendo. Las ganas se pierden con el tiempo. En cierto momento cuando ya se ha publicado mucho o cuando la gente le ha dicho a uno que está bien, que “qué buen escritor es usted”, bueno, ¿para qué seguir? Así que esas ganas hay que buscarlas dentro de uno. Por la renovación, por la innovación, por hacer otra vez algo distinto. Creo.

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¿Cómo percibes a tus lectores mexicanos? Alguna vez me comentaste que te considerabas un escritor argentino para argentinos.
Sí, pero los escritores y artistas que uno considera más locales terminan siendo los más universales. El caso de Borges. Borges es intensamente argentino y nosotros los argentinos cuando lo leemos, pensamos: un extranjero no puede entender nada de esto, es algo entrañablemente nuestro. O Manuel Puig. O en otro campo Mafalda. Cuando viajo la encuentro en todas partes. Y Mafalda siempre fue algo tan quintaesencialmente argentino que uno pensaría que no puede salir de nuestras fronteras. En Noruega o ahora en la China, donde me han traducido, creo que jugará a mi favor el exotismo que yo puedo representar, ¿no?

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FOTO: El escritor argentino César Aira estuvo de visita en México para la promoción de sus libros La liebre y Entre los indios / ESPECIAL.

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