Viaje al fin del mundo

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¿Qué hay en el fin del mundo? Hay una ciudad, la más austral de todas, llamada Ushuaia. Esta es una crónica de viaje a la “bahía profunda”, reino de seres fantásticos, no exentos de selfies

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POR J. C. GUINTO

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Durante un viaje en barco hacia los glaciares Upsala y Spegazzini, al sur de la Argentina, vi un toro a lo lejos, en la orilla de una loma escarpada. Era de color pardo, y sobresalía entre el azul del cielo. Alcé mi cámara para fotografiarlo, pero desapareció. Fue raro ver ese animal en un parque donde suponía que no había ganado. Lo recuerdo inquieto en la lejanía, con sus cuernos alzados, el pelaje largo, oteando en las alturas, quizás sorprendido de haber llegado al filo de la loma y encontrarse con las aguas heladas, de un lago en el que flotaban islas de hielo.

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Tiempo después me enteré que ese tipo de toros se llaman baguales, grupo en el que también se incluyen caballos. Son animales que alguna vez fueron domesticados, y sirvieron al hombre en las labores del campo, pero que fueron abandonados por sus antiguos dueños y regresaron a un estado salvaje. Vagan desde hace muchos años en manadas, o solitarios, por llanuras nevadas, rodeando turberas, subiendo cumbres agrestes en las que el viento golpea con furia, libres en un amplio territorio austral.

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Por toda la Argentina existen muchas estancias, haciendas en las que principalmente se crían vacas y borregos para la obtención de carne, leche y lana. Algunas de ellas se utilizan para hospedar turistas. En las antiguas estancias patagónicas, ya sea porque sus dueños las abandonaron debido a que no se adaptaron a la soledad, o simplemente quebraron y perdieron el interés, de allí nacieron los baguales. Toros, vacas y caballos que quedaron libres del yugo y viven pastando en los bosques, a la sombra de los guindos y lengas, los árboles de la Patagonia.

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La visión fue fugaz, pero se quedó grabado en mi memoria el aspecto del animal, pariente lejano de Asterión, con su cuerpo robusto anclado en lo alto del precipicio.

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Charles Darwin, refiriéndose a esos toros salvajes, escribió en su diario, “Nunca he visto animales tan magníficos: su cabeza y morrillo enormes, son como los que se ven en las esculturas griegas”.

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Miré nuevamente hacia el lago, los témpanos se deshacían de a poco, formando esculturas. Eran nubes sólidas que conforme el paso de las horas y el sol, afloraban, se partían en dos, se hundían y volvían a ascender. Muy cerca de allí se encontraban los glaciares, gigantescas masas de hielo que contenían agua de hace cuatrocientos años, resquebrajándose y deshaciéndose, ajenos a la fauna salvaje.

Una embarcación pasa frente al glaciar Perito Moreno, en la Patagonia argentina / EFE.

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Caminar sobre el glaciar Perito Moreno fue grandioso. Para eso tuve que contratar un trekking que empezó con un viaje por el Brazo Rico del Lago Argentino. Formé parte de un grupo de turistas que fuimos conducidos a unas cabañas de madera en las que guardamos mochilas, caminamos un sendero entre el bosque, y llegamos a un campamento en el que nos colocaron crampones en el calzado. Después seguimos fielmente las instrucciones dictadas por guías hábiles en excursiones sobre el hielo, a los que nunca les vi los ojos, porque todo el tiempo trajeron puestas sus gafas oscuras para protegerse de los reflejos del sol.

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Era fácil querer salir del camino, tratar de adelantar a otros para subir más lejos. Era fácil perderse, hundirse en un hueco helado, añil, y no salir hasta que el paso del tiempo derritiera el hielo. Por ello los guías nos informaron de los senderos que utilizaríamos, cuidaron que pisáramos en lugares estables, y nos dijeron en dónde evitar las oquedades.

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Seguí el camino, di cada paso con firmeza, anclé los pies para poder admirar los colores blanco y azul del paisaje. El suelo estaba mutando. Oí que el agua corría bajo mis pies, que se derretía y emergía como riachuelos.

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A lo lejos sonaron fuertes crujidos, profundos. Escuché que grandes trozos de hielo cayeron en el canal de los témpanos. Aproximadamente cuatrocientos años atrás, el agua después de haber caído como nieve a tres mil metros de altura, se acumuló y se compactó sobre los campos de hielos (Patagónico Sur y Patagónico Norte), que comparten Argentina y Chile, hasta que se fueron desplazando muy lentamente, debido al peso y la gravedad, formando en conjunto un glaciar. Pasado el tiempo, y por la presión de la acumulación, se agrietan sus paredes, se rompen y se precipitan hasta deshacerse. El Perito Moreno tiene una altura aproximada de sesenta metros y una superficie de hielo de 250 km2. Sólo un animal es capaz de vivir en el glaciar, un insecto al que llaman dragón patagónico. Su cuerpo genera un anticongelante que evita que muera. Es raro y diminuto, casi imposible de encontrar.

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Con el grupo bajamos y subimos por senderos helados, nos esforzamos por seguir avanzando paso a paso. En algún momento nos preguntaron cómo estábamos, si alguien quería desertar, ése era un buen momento ya que pronto subiríamos más. Volteé a ver a una señora que vestía una ligera ropa deportiva de color morado, que en algún momento se ubicó delante de mí, y resoplaba cada vez que ascendíamos, caminaba lento y le costaba trabajo anclarse en el hielo. No dijo nada y continuamos la marcha.

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De pronto, en las alturas, apareció la filosa punta negra de una montaña nevada. Seguimos caminando y el hielo nos rodeó. Las ondulaciones eran blancas. Las olas congeladas arremetieron, y miré grietas abismales que conducían a un infierno azuloso. Toqué las formaciones frías, agudas, algunas sucias de tierra, que poco a poco se estaban derritiendo. Acaricié el cuerpo de una antigua deidad cristalina, que no dejaba de transformarse. Nunca era el mismo paisaje. Nunca era el mismo suelo. Crujía, la fragilidad era el camino.

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Al final de la caminata glaciar, los guías premiaron el esfuerzo con un brindis. Comí pan dulce y bebí whisky con hielos extraídos del Perito Moreno, que supieron a gloria.

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Al día siguiente fui a El Chaltén, que es un pueblo, pero también un cerro que alguna vez fue considerado volcán. Chaltén, para los indígenas, significa “montaña humeante”. Arriba, en sus picos, parece que echa humo. Aunque en realidad son nubes ancladas a su cima. El cerro también es conocido como Fitz Roy, nombrado así en honor al vicealmirante inglés de la Marina Real Británica, Robert Fitz Roy, explorador, hidrógrafo, segundo gobernador en la historia de Nueva Zelanda, comandante del HMS Beagle, negador rotundo de la teoría de la evolución de Darwin, y suicida.

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El Chaltén es considerada una de las comunidades más jóvenes de la República Argentina. Fue fundado el 12 de octubre de 1985. Allí viven 1,600 personas aproximadamente. Casi todos se dedican al turismo. Fue creado para poblar el territorio, en la medida de lo posible, y ganarle la disputa del mismo a Chile. Es pequeño, lleno de hotelitos, tiene una estación de autobuses, casetas con guías, restaurantes y heladerías.

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Antes de llegar tuve que trasladarme en coche desde la ciudad de El Calafate (cuyo nombre proviene de un arbusto espinoso y chaparro que abunda en la zona, de flores amarillas, con frutos parecidos a las moras). El camino lo hice por tierra durante tres horas, bordeé los lagos de color turquesa Argentino y Viedma, y vi cómo los cerros de a poco se engrandecían. Al hacer el recorrido me adentré en la inmensa soledad de la Patagonia, que seduce con sus escenarios inabarcables de rocas, montes y llanuras. La Patagonia cautiva, cubre de eternidades. El horizonte parece no tener fin.

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La llanura por la que cruzaba estaba poblada por guanacos lujuriosos que corrían a montarse entre ellos, por casi invisibles ñandús que parecían arbustos. Me detuve en un mirador, y salieron unos zorritos grises que husmearon buscando comida. Los cóndores planeaban, los calafates se multiplicaban y las nubes corrían presurosas a cubrir los cerros. Durante el tiempo que duró la visita, un cúmulo de nubes coronó tercamente al Fitz Roy, haciendo imposible admirarlo completamente.

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Llegué al cerro Chaltén. Ascendí sus laderas. Caminé dos horas de subida, y dos horas de bajada, me metí al bosque y miré desde lo alto el río Las Vueltas, circulando en un valle gigantesco de montañas nevadas, que alguna vez fue un glaciar de más de mil metros de altura. Cuando la temperatura de la tierra cambió y se terminó la glaciación, quedó el valle y las turbas, que son una masa esponjoss, vegetal, que al pisarlas se sienten suaves, como si se caminara sobre colchonetas. En los troncos vi pájaros carpinteros de cabezas rojas picoteando la madera, buscando larvas para alimentarse. Oí la alharaca de las cachañas, loros australes de plumaje verde, que jugueteaban en los árboles.

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Mientras más subía más frío hacía, el viento silbaba por entre las ramas, parecía el dueño de las alturas, celoso del intruso que se atrevía a caminar por sus senderos descubiertos. Vi y olí el aroma de pequeñas orquídeas de color verde y amarillo, mimetizadas con las plantas del suelo. Olían levemente a lima.

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El bosque de lengas se tornó espeso, las veredas angostas, umbrías. En el piso de tierra caminaban montones de orugas negras. Caían de los árboles movidas por el viento, y se arrastraban, ciegas, tratando de encontrar el camino hasta las hojas. Algún día se transformarían en palomillas. A ratos molestaban los tábanos, pero como seguía ascendiendo y la fuerza de los aires crecía, se fueron por otras presas a lugares menos ventosos.

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Arribé a un mirador y frente a mí se alzaron las moles de granito. Gigantes de piedra arropados con glaciares. Rocas sobre rocas, bajo sus faldas los bosques, sobre sus crestas el cielo salpicado de nubes. El aire era puro, las barbas de viejo poblaban los árboles cercanos. Estuve un rato observando los picos Saint-Exupery, Juárez, Poicenot y Val Biois, que se veían con claridad. Sólo el pico del Fitz Roy mantenía oculta su cara, se escondía tras un cumulo de nubes blancas.

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Después continué la marcha. Volví a meterme entre los árboles. Caminé sumido en el rumor de la montaña, rodeado y acariciado por el viento. Poco a poco surgió una laguna en las alturas. De pronto la perdía de vista, pero luego volvía a aparecer. Al fin llegué y me senté en la orilla de la fría laguna Capri, a comer mi almuerzo y contemplarla. Otros turistas que hacían senderismo también detuvieron sus pasos para admirar el lago en el cielo (como dice la canción de Cerati). Parecía no ser muy profundo. Los vientos se arremolinaban en la superficie, pero no fueron tan molestos como para dejar de estar allí. Un lago en el cielo, me repetí en susurros, “el paisaje más soñado”. Sobre él se reflejaban las montañas graníticas, los árboles, las nubes, se miraban quietos, plantados en el horizonte. La laguna no tenía peces. Quizás sólo estaba habitada por el asombro, por algún sueño vertido en sus aguas verdes, claras, por deseos de quedarse más tiempo admirándola, por la esperanza de quedarse toda la vida allá arriba.

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Bajé y me despedí del paisaje, de los cerros, de los lagos que flotaban en las alturas. Dejé la provincia de Santa Cruz, y tomé camino con rumbo al fin del mundo.

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¿Qué hay en el fin del mundo? Hay una ciudad, la más austral, llamada Ushuaia.

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Cuando el avión comenzó a aterrizar, no supe donde lo haría. En las ventanillas sólo vi el mar, por ambos lados. Después me enteré de que era el canal Beagle, y que el aeropuerto se encontraba en una península. Ushuaia era más grande de lo que imaginaba. Es la única ciudad argentina del otro lado de Los Andes. Había un puerto en el que se anclaban enormes cruceros, barcos turísticos y de expediciones. Había un glaciar llamado Martial en la cadena de montañas que la rodeaban, y que surtía de agua dulce a la población. En la parte derecha se alzaban el monte Olivia y el cerro Cinco hermanos.

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Ushuaia se encuentra en la Isla Grande de Tierra del Fuego, separada del continente por el estrecho de Magallanes. Es la capital de la provincia argentina de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur. Al caminar por ella vi que sus calles eran de tamaño regular. Las casas estaban pintadas de colores llamativos, tenían techos a dos aguas y estaban forradas de láminas de zinc, para protegerse de los vientos y la nieve. Había muchos hoteles, cabañas, pero pocos edificios altos, salvo el de la Gobernación y algunos resorts enclavados en las montañas. El clima era frío, la media es de 5 grados centígrados, su máximo histórico es de 29 y su mínimo de 25 bajo cero.

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Al llegar al muelle el viento me golpeó con frialdad. Los cormoranes se sostenían con agilidad extrema, extendían sus alas y planeaban. El mar era azul metálico, a veces gris, a veces negro. Vi un barco remolcador encallado, de nombre Saint Christopher, oxidándose y sirviendo de hogar a las gaviotas. Salí del puerto y caminé por los parques, en los que se recordaba a los caídos en la guerra de las Malvinas. Me metí al centro, en sus calles, y me sorprendió la cantidad de tiendas con artículos libres de impuestos. En las vitrinas se exponía ropa deportiva para hacer campismo, licores, llaveros, pingüinos de piedras preciosas, e incluso tiendas de surf. Entré a una y miré extrañado que vendían bermudas de colores fosforescentes, pero no pude imaginarme a nadie usándolas con ese clima.

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Allí la mayoría de las cosas tenían la etiqueta de que eran del “fin del mundo”: la ciudad, el museo, el tren, el pochoclero, el faro, la cárcel, el mar. La expresión que más me atrajo estaba expuesta en una caseta que promocionaba excursiones turísticas, y rezaba así: Bienvenidos a Ushuaia, “Culo del mundo”.

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Comí un platillo con centolla, pedazos de cangrejo gigante en el restaurante Tía Elvira. Su sabor era sutil, su consistencia suave, la carne blanca y jugosa. Afuera del restaurante se exhibían a los cangrejos en una gran pecera, cada uno pesaba aproximadamente dos kilos, estaban amontonados y movían sus extremidades. Una familia asiática pidió comer el animal completo (800 pesos argentinos el kilo). Se los trajeron servido en una bandeja, rodeado de perejil y limones. Era de color rojo. La coraza granulosa. Sus patas eran muy largas y de allí obtenían la mejor carne. La cortaban con unas tijeras gruesas. Los asiáticos se relamían al comer, chupaban la cáscara y sonreían.

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Bebí cerveza Beagle, que lleva el nombre del canal que separa a Argentina de Chile, y une los océanos Pacífico y Atlántico, llamado así en honor al buque británico de su majestad Jorge IV que realizó expediciones por el mundo, y cuyo tripulante más ilustre fue Charles Darwin. En la etiqueta de la botella observé un nativo semidesnudo subido a una canoa, un miembro de la extinta tribu yámana.

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Los yámanas fueron un pueblo de indígenas nómadas que pasaban la mayor parte del tiempo en sus canoas, cazando lobos de mar, comiendo su carne grasosa y untándose de aceite para aislarse del frío. Vivían casi desnudos, habituados naturalmente a un clima helado. Millares de yámanas, junto a los integrantes de los pueblos fueguinos, como los selknams, alacaufes y otros, fueron asesinados por el “hombre blanco” cuando arribó a Tierra del Fuego, además de que se contagiaron de sus enfermedades, y murieron en masa hasta casi extinguirse. Algunos de sus pocos descendientes habitan en la isla chilena de Navarino. Increíblemente, de estas tribus Darwin escribió con desprecio en su diario que eran criaturas abyectas y miserables. Mientras caminaba en el Parque Nacional Tierra del Fuego, leí lo siguiente sobre ellos: “Si prestas atención, quizás puedas reconocer sus voces en el susurro del viento que las esparce por los valles, donde quizás todavía more Hānnus, el gigante del bosque. Voces que, serpenteando por costas y bahías, todavía inquieten a Lakma, el demonio marino. Voces que nos hablan de la tragedia de un pueblo que ya no existe”.

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Ushuaia, en lengua yámana, o yagán, significa “Bahía que penetra hacia el poniente”, o “Bahía profunda”. Los argentinos la fundaron en 1884, pero antes, a principios del siglo XVI, en la zona hubo muchas expediciones europeas tomando datos cartográficos, y misiones catequizadores que intentaron inútilmente evangelizar y educar a los indígenas, pero ninguna de ellas tomó posesión cabal de la tierra.

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En 1902 se estableció una colonia penal para presos reincidentes, de alta peligrosidad. Uno de sus inquilinos más famosos fue Cayetano Santos Godino (1895-1944), alias “El Petiso Orejudo”, pirómano y asesino de niños. Tenía grandes orejas que le fueron reducidas para extirparle su maldad, cosa que al final no sirvió de nada y fue muerto a golpes por otros internos. El otro inquilino famoso fue Simón Radowitzky (1891-1956), anarquista ruso que colocó en 1909 una bomba que mató al jefe de la Policía Argentina, Ramón Lorenzo Falcón. Radowitzky fue encarcelado en Ushuaia, escapó, fue recapturado, posteriormente indultado, participó en la Guerra Civil Española, y luego de que se le negara el asilo en diversos países, murió de un ataque al corazón cuando trabajaba en una fábrica de juguetes en la Ciudad de México. Hoy en día el penal se puede visitar, alberga el Museo del Presidio, el Museo Marítimo y el Museo de Arte Marino.

En el Museo del Presidio de Ushuaia hay una figura de Cayetano Santos Godino (1895-1944), alias “El Petiso Orejudo”, infanticida y pirómano. / AP

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Uno de los íconos de Ushuaia es el faro Les Eclaireurs, en servicio desde 1920. Ubicado en el canal Beagle, pintado de blanco y rojo, visitado y fotografiado por hordas de turistas (entre los que me encontré), se dice que es el faro del fin del mundo. Aunque en realidad el verdadero, en el que se basó Julio Verne para escribir su novela póstuma, se llama San Juan de Salvamento y se ubica al este de la Isla Grande de Tierra del Fuego, en la Isla de los Estados. Fue inaugurado en el año de 1884 por el comodoro Augusto Lasserre, fundador de Ushuaia. No es muy alto, su estructura es octogonal y se encuentra a sesenta metros sobre el nivel del mar. No es posible acceder a él en excursiones marítimas, pero se puede visitar su réplica en el Museo del Presidio. Por otra parte, Les Eclaireurs (que en francés significa “los iluminadores”), se ubica frente a las costas de Ushuaia y se encuentra en funcionamiento, pero está cerrado para visitas al público.

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Acudí a la bahía, pagué un viaje por el Beagle, hice fila en la caseta de control de pasajeros del puerto de Ushuaia, junto a montones de turistas de todo el mundo (los chinos eran los más abundantes y ruidosos) y subí a un barco. Por dentro era grande, había muchos asientos, cómodos, las ventanas eran amplias. Vendían orejeras, bufandas, guantes, café, tartas, maní, postales, fotografías. Tomé asiento muy cerca de una de las puertas de en medio. Después de un rato salí a cubierta. El primer punto al que llegamos fue la Isla de los Pájaros, repleta de aves efervescentes que chillaban entre el guano, apestosa a pescado podrido. Los cormoranes eran los reyes de un islote hediondo. Bajo ellos, en el mar se observaban las algas gigantes de kelp, ondulando con suavidad.

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Tomamos nuevo rumbo y cuando llegamos frente al faro Les Eclaireurs, los turistas nos apiñamos en proa con las cámaras en alto. Buscábamos la mejor toma, un ángulo en el que no se vieran cabezas, brazos, o las manos de las personas que posábamos para obtener el recuerdo del lugar más al sur del mundo en el que habíamos estado. En el islote los lobos marinos dormían sin pena ni gloria, recostados en las rocas, alguno que otro gruñó a los cormoranes que tuvieron el atrevimiento de acercárseles a molestarlos. Las aves chillaban, iban y venían. El faro era atractivo, se erguía solitario en un mar traicionero que aparentaba calma, pero que había hecho encallar y se había tragado incontables embarcaciones. Era emocionante saber que había viajado desde tan lejos para encontrarlo. Era una marca indeleble en el mapa de mi recorrido, rojo y blanco, incrustado en el recuerdo.

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Más allá del faro nos dirigimos hacia Isla Martillo, en la que los pingüinos de Magallanes nidifican. En un principio parecían torpes, se bamboleaban al caminar. Se tendían en la arena oscura, se alzaban, se picoteaban, graznaban y se metían al mar. Sorprendía la rapidez con que nadaban. Volaban al interior del agua, eran flechas que surcaban las olas, saltaban. Eran ágiles pescadores que tenían la necesidad de salir para reproducirse y empollar, entonces no tenían más remedio que arrastrarse entre las piedras, alzar sus cuerpos y caminar con torpeza para alimentar a sus polluelos. Los magallánicos miden aproximadamente cuarenta centímetros, y se distinguen porque tienen dos líneas de color negro entre el cuello y el pecho. De pronto surgió entre ellos un gigante que los doblaba en estatura, con parte del pecho y la nuca de color naranja y amarillo, un soberbio pingüino rey. Volteaba a mirar el barco, luego a los otros pingüinos, estaba cambiando el plumaje, caminaba lentamente, con mayor torpeza. No se metió al mar, pero estaba seguro de que su pericia debía ser increíble, un misil, un predador de krill, de peces, una sombra y un reflejo al mismo tiempo. Allí seguían los pingüinos, tendidos en la playa negra. Al retirarse el barco muchos de ellos se metieron al mar y nos siguieron dando saltos, hasta que, en algún momento, desaparecieron.

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Volví a Ushuaia. En el café Las Ovejitas tomé chocolate caliente y alfajores de calafate. Subí y bajé calles, hacía frío. En las montañas estaba nevando, luego llovía, salía el sol. A pesar de que eran las once de la noche, la luz no menguaba, seguía claro, como si fueran las seis de la tarde. Al llegar al hotel cerré las cortinas para poder dormir.

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Al otro día tomé un taxi que me dejó en las faldas del monte Martial que se ve desde la bahía, y que contiene un glaciar de circo, es decir, una acumulación de hielo entre sus rocas. Bajo él se encontraba una pista de esquiar, más abajo estaba la escuela de esquí y la estación para tomar la aerosilla. Llegué a la entrada y comencé a caminar en paralelo a la pista.

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Había árboles de lengas, guindos y ñires, corrían riachuelos rumorosos sobre las piedras. Conforme subía, los árboles dieron paso a los arbustos, los arbustos a la turba, la turba a las piedras, las piedras al hielo y del hielo sólo había un paso hasta las nubes. Resultaba laborioso llegar al glaciar. La respiración se entrecortaba mientras más ascendía. El suelo se tornó resbaladizo. Llovía, salía el sol, hacía frío, luego calor. El silencio de las montañas me rodeaba, el viento circulaba a ratos con fuerza, después desaparecía. Me topaba con mucha gente, nos saludábamos y sonreíamos. Los que bajaban se veían cansados, sudorosos, los que subían y me adelantaban, estaban frescos. A mil 50 metros sobre el nivel del mar llegué por fin al hielo acumulado que veía desde abajo. Toqué su helada y frágil superficie. Lamí un trozo y volteé la mirada hacia el vacío. Allá a lo lejos se veía la ciudad más austral del planeta, Ushuaia. Después estaba el canal Beagle: Argentina de un lado, Chile del otro. De allí seguía el mar inmenso, el helado mar del fin del mundo lleno de fantásticas criaturas, que se adentraba hasta la Antártida. Más allá, seguramente la nada.

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