La fiesta del paladar
En Fiesta de la insignificancia, Milan Kundera ingresó a los rituales del humor como vehículo de purificación espiritual a la manera de catarsis griega
POR BENJAMÍN BARAJAS
La literatura y el arte están hechos para deleitar y entretener, pues desde el Arte poética de Aristóteles se reconoció, en la comedia, la importancia de escenificar situaciones cómicas para provocar la risa de los espectadores, según lo muestran las obras de Aristófanes, cuyo tono ligero y jocoso, contrapuesto a la solemnidad de las tragedias, permitía a la gente del pueblo reír de los enredos y ocurrencias de los actores.
Quizá por estas razones, el poeta latino Horacio, en la primera centuria de nuestra era, escribió en su Epístola a los Pisones la consabida frase de que “todo aplauso ganó quien conjugó lo bello con lo útil”, cuya preceptiva gozó de gran influencia hasta el siglo XVIII, con el apogeo del neoclasicismo, durante el movimiento ilustrado.
En la narrativa, el humor también tiene una larga historia. Se atribuye al propio Homero haber escrito la Batracomiomaquia, o la batalla de las ranas y los ratones, para parodiar la Ilíada. Entre los romanos es famoso el Satiricón de Petronio y en la Edad Media y el Renacimiento abundan las fábulas, apólogos, incluidas las historias encadenadas, a la manera del Decamerón de Boccaccio, El Quijote o Gargantúa y Pantagruel, que son obras muy divertidas para los oyentes de aquellos años y también para los lectores de nuestros días.
En este contexto, la novela moderna, cuyo principio suele situarse en Rabelais y Cervantes, nace con el humor como una marca de origen, más la necesidad de descentrar a los personajes, arrancándolos del espejo de Narciso, para situarlos en la condición humana, similar a las criaturas de Aristófanes, lo cual implica poner en juego los sentidos para captar los humores; sufrir los vómitos, padecer las gulas, oler las flatulencias de Sancho y, a su vez, comprender la frugalidad de don Quijote, hombre que come muy mal, pero que nos deleita el paladar con el suave discurso en que rememora la edad de oro.
Esta es la tradición donde se inserta la Fiesta de la insignificancia de Milan Kundera. Sus personajes deambulan por la ciudad de París, sujetos a sus pequeñas obsesiones, a sus vínculos amistosos, a la omnipresencia de la muerte que persigue a los jubilados y mantiene a los más jóvenes al límite de las fronteras de su propia existencia.
Comentan: “Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia adelante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio.” Y aquí se establece la puerta de acceso a la ficción novelesca, pues “sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella”.
Albert Camus, cuando estudiaba las peripecias de Sísifo, condenado a subir eternamente una piedra a una colina para despeñarla después; dijo que no hay destino que no se venza con el desprecio; Franz Kafka combatió la crueldad con la indiferencia, en una especie de sinfonía silenciosa; en cambio, Milan Kundera parece avanzar más y ofrecer a todos los indigentes del mundo el beneficio del humor, o de la suprema ironía, para lograr una purificación espiritual a la manera de la catarsis griega, que Aristóteles sólo confería a la tragedia.
La magia de la Fiesta de la insignificancia permite entreabrir una poética donde “la clave de la sabiduría es la clave del buen humor.” Y esta es una forma de embellecer la realidad.
FOTO: El escritor Milan Kundera en Praga, el 14 de octubre de 1973. Crédito de imagen: Archivo AP
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