La fragilidad del justo
POR ALFONSO NAVA
En Farewell, My Lovely, el lector no llega a rebasar diez líneas cuando el personaje principal, el detective Philip Marlowe, ya ha renunciado a seguir un caso por rotunda desidia. Sospecho que el autor, Raymond Chandler, hace aquí una declaración: que la literatura no son sólo sus tramas; que la posibilidad de la aventura, la audacia y la ‘acción’ que en la superficie fundan el espíritu del ‘género policíaco’, no proviene de una historia con ese potencial, sino de la manera en que los personajes se arraigan con la circunstancia, en los dictados de la necesidad y el capricho.
En El crimen de Los Tepames, más allá del asunto anunciado en el título, lo que termina por resaltar son los niveles de involucramiento del ministerio público Abel Corona, el protagonista, en el caso, y los trazos que podemos avistar sobre su mundo interior y su vida. Esto no es consecuencia del enfoque del autor y muchas veces incluso prevalece la sensación de que ni siquiera es el personaje por sí, su voluntad y decisiones, lo que se abre paso en la trama.
Abel Corona investiga el asesinato de los tres hermanos Suárez, cometido en la localidad colimense de Tepames. Conforme avanza en la indagación, descubre que hay funcionarios involucrados, algunos de alta envergadura, además de que también está de fondo un juego de venganzas entre familias y un interés de mineras trasnacionales. Corona entra al caso porque el procurador estatal lo comisiona directamente. El caso ilustra el uso del poder punitivo del Estado para ajustar cuentas, hacer persecuciones políticas. La indagación avanza en la línea de, por citar un ejemplo, Chinatown de Roman Polansky, donde la bruma de lo que parece un crimen más o menos ordinario se disipa para dejar a la vista los escaques más altos de la función pública. Guedea avanza por la historia con un talento narrativo indiscutible: abre el volumen con la relatoría del crimen; la indagación avanza entre la presentación directa de hechos, cuando es prudente nos invita a presenciar los interrogatorios (sobre todo el que le realizan al comandante Pizano, autor material del crimen, y al párroco de Tepames, testigo de primera mano) y cuando todo es más obvio recurre a la elipsis y manda a un par de efectivos elementos a que completen la información. Un paratexto en la contraportada señala que Guedea es “Experto en el manejo de la sordidez y del lenguaje duro que la explica”; la afirmación es certera: Guedea avanza con buen ritmo entre lo coloquial y lo técnico, entre la jerga policial y los anacronismos, y logra que la violencia quede manifiesta en el registro narrativo como una entelequia, frases que parecen la mano suspendida en lo alto antes de ordenar el disparo de una fila de cañones.
No obstante, la trama, como tal, aun en sus singularidades y a pesar de que el título la propone como asunto nuclear, al final tiene un regusto de incidentalidad. En diversos momentos luce sobrecargada en su soporte de intrigas o argumentos; comisionada por el gobernador, la investigación llega a un punto en el que el propio funcionario cierra el caso cuando Corona llega a una conclusión que, se advierte, el gobernador podría ya haber anticipado o de la que incluso podría estar al tanto. Uno pensaría que ante esos escenarios, especialmente con los tratamientos cuasifeudales que lucen ciertas gestiones estatales, un caso así ni siquiera habría tenido un curso efectivo de investigación. Aunque lo anterior es sólo una suposición, el autor deja ventanas abiertas para que el lector coteje el universo literario con el ‘real’ periodístico, por llamarle de algún modo. Allí, el crimen de Tepames se ve rebasado, por momentos, en verosimilitud, y casi del todo en el planteamiento de la investigación misma, en su desborde, a veces incluso en cierta facilidad con que se llega a algunas conclusiones o se obtienen datos.
El asesinato de los Anguiano, en cambio, nos sirve como marco para exhibir la ordinariedad de quien ha sido llamado a resolverlo: Abel Corona, un hombre que pasa los días añorando a su hijo abandonado y a su hermano muerto; que en algún momento incluso manifiesta dudas sobre su identidad sexual (tema que, me parece, se le escurre al autor de entre los dedos); que se enamora de una mujer ajena al episodio central y al universo delincuencial, asunto que luce como un remanso para Corona. En suma, Guedea presenta a un hombre frágil en medio de un asunto que, al menos en su propuesta, se supone que es de importancia toral para la política y la seguridad de Colima.
La figura y concepto de ‘ministerio público’, me han explicado, nace de la ilustración francesa como una persona que, por sus cualidades humanistas, por su conocimiento legal, por su temperatura ecuánime, es un intermediario entre el ciudadano común y las instancias de repartición de justicia; ministra, da guía, ilumina. Visto así, a todas luces el concepto no se cumple en un país como el nuestro, por razones históricas y políticas, pero me gusta suponer que Guedea además pone de manifiesto cómo esos mecanismos de fragilidad se ponen como barrera ante el idealismo humanista, en sus vertientes de igualdad y justicia.
En un texto sobre Graham Greene, George Steiner recupera una frase mayor de Joseph Conrad, que aquí parafraseo con mala memoria: quien se arraiga con algo o alguien, ha sembrado dentro de sí la semilla de la corrupción. En Corona no hablamos de corrupción vulgar (acumulación de dinero o poder), sino de la imposibilidad de la imparcialidad, el tomar partido ya no por motivos de justicia técnica sino por emociones y convicciones, resquicios a los que se apela donde no hay estado de derecho. Hay un momento en el que Corona es informado de que una de sus amantes ha servido de oreja ante los sujetos investigados. El tema de la desconfianza y el depósito de las lealtades está presente siempre en la novela, pero aquí tiene un punto de inflexión. La corrupción de Corona proviene de librar la encrucijada de en quién confiar en un marco social absolutamente apuntalado para la traición, contexto que (clarísimo en el ámbito de la guerra calderonista contra el narco) perfilan los aparatos de seguridad del Estado. En Los errores, Revueltas apunta que incluso las víctimas de esas dinámicas terminan copiando la dinámica de traición.
Al final, Corona sabe que está solo, y sospecha que su vida está en peligro, pero no sabe quién tiene la mano suspendida en lo alto, con la orden final. Niveles más, niveles menos, esta verdad que sustenta al terror de Estado no ha sido ajena nunca a la realidad nacional.
*Fotografía: Rogelio Guedea, “El crimen de los Tepames”, Mondadori, México, 2013, 320 pp.
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