La herencia del hielo: Russell Banks

Ene 21 • destacamos, principales, Reflexiones • 1250 Views • No hay comentarios en La herencia del hielo: Russell Banks

 

El fallecido escritor dejó un legado de personajes en quienes la añoranza y el sentimiento de pérdida de la inocencia marcan la fatalidad de sus trayectos en las historias que protagonizan

 

POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
En 1998, al conmemorarse el décimo aniversario de la muerte de Raymond Carver, se renovó una polémica que amenazó con opacar el filón luminoso del autor de Tres rosas amarillas. Al centro del escándalo estuvieron dos de las personas más cercanas a Carver: su viuda, la poeta Tess Gallagher, y su editor, Gordon Lish. Ambos admitieron haber moldeado los cuentos carverianos, “aportando ideas, corrigiéndolos o aun reescribiéndolos casi por completo”: una confesión que parece reservada a quienes giran en torno de los grandes escritores. En entrevista con The New York Times, Lish afirmó sentirse traicionado por Carver y reconoció que sería “difícil convencer al público de haber sacado de la oscuridad a un escritor mediocre”; Gallagher, por su parte, entró a la jugada a partir de la publicación de la obra póstuma de su marido, Si me necesitas, llámame. En vida, y hasta la aparición de Catedral en 1983, Carver tuvo que soportar el acoso y las modificaciones estilísticas de Lish; en una carta fechada en 1982, aquel le ruega a éste que se limite a ser “un buen editor, no un escritor fantasma”, y le dice que ya no tolerará “esta especie de amputación y trasplantes quirúrgicos”. Fue lamentable que la conmemoración luctuosa de un autor definitivo para la narrativa contemporánea se enturbiara por el reclamo y las cirugías extraliterarias; nadie ha vuelto a hundir el bisturí en el hueco dejado por Carver, en las ramificaciones de un venero prosístico que —más allá del realismo sucio y otras etiquetas— brotó de las simas del alma moderna. Una de esas ramificaciones es Russell Banks (1940-2023).

 

Al igual que Carver, adaptado con justicia por Robert Altman en Short Cuts, Banks ha corrido con suerte en el campo del celuloide: dos de sus novelas, Aflicción (1989) y Dulce porvenir (1991), han sido llevadas a la pantalla por Paul Schrader y Atom Egoyan. Al igual que los de Carver, los libros de Banks poseen, aparte de un intenso dramatismo fácil de visualizar, un rasgo que hechiza la mirada del llamado cine psicológico: el estudio de caracteres, el descenso a las fosas del individuo —en este caso el loser— aislado de la sociedad triunfadora de nuestra época. A diferencia de Carver, que se empeñó en recortar breves y ambiguos trozos del mapa estadunidense para acceder al absurdo —a veces tierno, a veces salvaje— de las relaciones humanas, Banks se centra en su región natal, New Hampshire, para emprender la cartografía de un territorio anímico donde, según describe el narrador de Aflicción, “tanta privación y tanta belleza natural se aúnan para producir en la vida de los habitantes más tristeza y resentimiento de lo que un extraño puede imaginar”; una zona cuyo ritmo cotidiano refleja “la austeridad, la pura malicia y el tedio extremo del tiempo”, y cuyos elementos característicos —la nieve, el hielo inclemente, el fulgor invernal— son exactos emblemas morales. Pocos seguidores del realismo sucio han alcanzado una pureza literaria, una desnudez afectiva, una altura trágica semejantes a las que Banks consigue al hurgar en la médula de una geografía tan bien delimitada.

 

¿Y qué hay en el corazón de ese norte casi mítico, aterido de frío hasta los huesos, disecado por una escritura cuya dureza se antoja precisamente ósea? En primer lugar, una noción de la historia como “un sitio que no habita nadie, donde todos están muertos”: un páramo en el que hasta los retoños de cada árbol genealógico han sido sepultados por una gruesa capa de gelidez, una estepa psíquica donde la nieve borra los contornos “con la rápida eficacia de la amnesia” y donde sólo sobrevive una pesadumbre ancestral; el último reducto del abuso doméstico y los instintos primitivos, según deja entrever la violencia de Aflicción. En segundo lugar, un duelo perenne por la infancia y los lazos consanguíneos, que como viejas tuberías se han congelado hasta el filo del resquebrajamiento, provocando la irrupción del incesto y la arbitrariedad paterna:

 

Todos aquellos hombres solitarios, furiosos y estúpidos (…) ¿Qué los había convertido tan pronto en aquellos seres brutales y amargados? Todos padecieron las palizas de sus padres: ¿era realmente así de sencillo?

 

Tanto en Dulce porvenir, donde el autobús escolar accidentado se vuelve metáfora de la inocencia perdida, como en Aflicción, donde se anuncia ya esa metáfora —“Y ahora los autobuses escolares sólo significaban para Wade el recuerdo de su pérdida”—, la niñez y el hogar cumplen una función paradójica: despiertan en los personajes, a la vez que una honda añoranza, una angustia rayana en la patología:

 

Todos los niños estaban claramente ansiosos por abandonar su cuerpo infantil por otro más poderoso.

 

Wade Whitehouse, protagonista de Aflicción, es el mejor ejemplo del perdedor que se ahoga en ese maëlstrom contradictorio. Su espíritu de hielo sufre una fractura gradual que ensanchará una muela extirpada con alicates y culminará en un doble asesinato: el de su padre, “peligroso como un animal atrapado”, y el del joven ex beisbolista Jack Hewitt, ambos alter egos suyos. Rolfe Whitehouse, el narrador que entra y sale del relato, buscándose y hallándose en el espejo de la locura atávica, recuerda así a su hermano Wade:

 

Solían ignorarle y tratarle como a un mueble heredado sin especial valor ni uso concreto que algún día quizá llegara a servir para algo.

 

En Banks la infancia, la esfera familiar, dejan de ser la patria anhelada para devenir el más atroz de los exilios en una atmósfera de salvajismo que empieza externamente, en el paisaje, para luego invadir el alma y obliterar la razón. La cacería de venados en Aflicción, recortada contra una mortaja nívea que encubre el primer arrebato criminal —Jack Hewitt, el ex beisbolista, mata en el bosque a un empresario de Boston—, preludia este crescendo:

 

Atados a los parachoques delanteros, amarrados en las bacas, estirados sobre la chapa ondulada de las plataformas, los cadáveres de grandes venados se destripaban y endurecían con el frío (…) No parecía ser el resultado de una partida de caza, sino de un breve respiro matinal en una guerra continua, como si los animales muertos no fuesen trozos de carne sino trofeos, muestras de particulares actos de bravura, la prueba tangible del furor de la tribu.

 

A diferencia de Sam Dent, el pueblo de Dulce porvenir consagrado al luto por la niñez, Lawford, el poblado de Aflicción, “una triste mezcolanza de familias acurrucadas en un remoto valle del norte para protegerse del frío y la oscuridad”, acoge a los sobrevivientes de esa tribu cuyas palabras se han traducido al idioma del resentimiento. Si Sam Dent es el refugio del dolor rumiado en sordina, cuna del odio soterrado, Lawford es la intemperie donde esas emociones se exponen en estallidos de ira primitiva. Los cazadores de venados, en cuyos rifles queda algo de las lanzas de clanes ancestrales, son la punta de un iceberg que oculta su masa bajo la fachada cotidiana y que al emerger altera la superficie para siempre, fincando el imperio de la irracionalidad y la barbarie, recuperando los atavismos más violentos. Al contemplar su reflejo en un cristal, Wade ve a su padre, Glenn,

 

veinte o treinta años antes, colérico y obsesionado, apartado de la familia humana, obligado a permanecer solo bajo la lluvia, el frío y la oscuridad mientras los demás estaban dentro, reunidos frente al fuego.

 

Ese fuego, sin embargo, no es tampoco una imagen de salvación. Representado por un calentador eléctrico cuyas resistencias brillan “como perversas muecas rojas” para alumbrar el cadáver de la madre de Wade —muerta en el helado abandono de su cama—, es apenas un eco de aquellas fogatas primigenias que reverbera en la gruta en que se ha convertido el hogar paterno, donde flota un constante riesgo animal.

 

Nuestra cara (dice Rolfe, el narrador, al hablar de los Whitehouse) la formaron miles de años de escudriñar el fuego, la fría niebla que se eleva de las marismas saladas, las aguas profundas que el enorme esturión surca despacio; un rostro arrugado y marcado por fruncir pensativamente durante milenios los finos labios.

 

No en balde, al llevar Aflicción al cine, Paul Schrader eligió a Nick Nolte y James Coburn para encarnar a Wade y Glenn Whitehouse: en el rostro de ambos actores, en sus arrugas, destella la gélida flama que Russell Banks concede a sus criaturas como legado. Es la misma flama que debe haber encendido los ojos del hombre de las cavernas cuando en medio de la noche, lanza en ristre, acechaba a su presa. Es el fulgor que acompaña el derrumbe anímico no sólo de un individuo sino de toda una progenie y, más aún, de toda una región: el resquebrajamiento del norte. Es, a fin de cuentas, la herencia del hielo hollado por la furia de nuestros antepasados.

 

FOTO: Russell Banks murió el pasado 7 de enero, a los 82 años. Fue miembro de la Academia Americana de Artes y Letras/ Thony BELIZAIRE / AFP

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