La húngara
Un turista con el orgullo herido crea una desconcertante estrategia de venganza en contra de la mujer que lo llevó a descubrirse como un seductor fracasado
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POR EUGENIO PARTIDA
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Autor de Viaje (Producciones Salario del miedo-Almadía, 2015)
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Estaban sentados en una terraza de la calle Vaci. Se inclinaba ligeramente hacia ella en el mismo lado de la mesa. La calle resplandecía de sol.
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—¿Te apetece vino? —le había preguntado.
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Se fijaba en todo, se la bebía prácticamente. Veía sus dientes blancos y perfectos, sus zapatos de buen gusto, sus ojos claros; sentía su perfume ligero, apropiado para el verano. La terraza desbordaba turistas metidos en sus charlas. Hablaban en inglés. Se excedía explicando, ofreciéndole cosas, comida, bebida. Quería que una cosa llevara a la otra. Quería inspirarla, gustarle.
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Detrás de esa última calle, dividiendo a Buda de Pest, está el Danubio, majestuoso, con sus pequeños oleajes, aparentemente tranquilo bajo los hermosos puentes, azulado por el frío, aunque sea verano. Pasados los puentes, el Danubio se hace ancho, hay bajíos, hay embarcaciones varadas en pequeñas playas, hay embarcaderos donde las aves se detienen y luego se elevan, se inclinan con las alas desplegadas, se pierden sin mirar atrás mientras el río serpentea atravesando el país.
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—¿Conoces un buen bar irlandés? —le había preguntado en la calle, en inglés, con marcado acento húngaro.
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—No soy de aquí… —balbuceó él— pero conozco uno.
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Pareció sorprendida, intrigada por su acento.
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—Soy buena para adivinar de donde son —le dijo.
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—A ver…
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—¡Londres!
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—¡No…! bueno, vivo ahí… pero no soy inglés… —y agregó—: evidentemente…
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Rieron.
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Había nacido en Marruecos, en Casablanca, y vivía en Manchester. Era contador. Una media hora antes, en su vagabundear como turista, se detuvo en un bar irlandés para cargar la batería de su celular y beber una cerveza. Estuvo sentado en la terraza bajo una arcada. Se detuvo ahí porque la terraza era fresca y era lo que necesitaba por el momento, no porque le interesara ningún bar irlandés, incluso pensó que era absurda esa propensión a llevar el estilo de un país a otro. Unos irlandeses sentados en una mesa larga acosaban con fanfarronería machista a la chica que atendía: todo conspiró para lo que iba a pasar momentos después.
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—Me gustaría mostrarte algo más auténtico —le dijo ella, y agregó, con gesto despectivo: esto es para turistas.
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En la calle Vaci había pequeños kioskos vendiendo productos de la época del comunismo, gorras de piloto, insignias metálicas con la hoz y el martillo, parafernalia de apariencia típica o rural, todo hecho en China, y en las terrazas de los restaurantes los meseros intentaban atraer turistas ondeando banderines o menús.
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Caminaron por las calles hasta cruzar una avenida. De pronto, lo empujó ante una puerta. Fue un gesto suave y a la vez imperioso. Ella se adelantó y él bajó siguiéndola por una escalera que conducía a un sótano.
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Era un lugar en penumbra, de paredes de piedra. Una mujer junto a un pequeño órgano yamaha esperaba, al verlos se puso a tocar algo que él identificó como música Gipsy, (pues así la habían llamado en otro lugar). Un hombre que llevaba un mandil se acercó amable y los invitó a pasar y sentarse. Todo el aspecto del lugar pretendía ser un restaurante de la Hungría rural, como en todos esos sitios turísticos de la calle Vaci, con fotografías en blanco y negro, carnes secas colgando de ganchos, canastas con productos típicos, botellas de vino en los panales de madera.
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El lugar estaba solitario. Se sentaron en una mesa del fondo. Las mesas tenían manteles a cuadros. El hombre les pasó las cartas, ella dio vuelta a las páginas y pidió varias cosas, todo en húngaro.
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Entonces sucedió.
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Hubo una mirada entre esos dos. En ese momento llegó otra pareja. Bajaron las escaleras riendo. Era también una mujer húngara, también guapa, también alta y rubia. El hombre parecía sacado de una de esas guías donde hacen mofa de los turistas norteamericanos, llevaba camisa hawaiana, pantalones cortos, sandalias, un gorrito de paja; era rubio, de lentes de pasta, gordo, con apariencia de bonachón.
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Ella, que hasta entonces se había mostrado distante, se puso parlanchina, como si intentara distraerlo. Dijo que el vino que había pedido era muy bueno, y que tanto el vino como los bocadillos eran de la región donde nació y que la próxima vez que se vieran lo invitaría a conocer a su familia. Él quiso decir que era muy temprano para comer y que, dado que era el verano, sería mejor estar en alguna terraza afuera, disfrutando del sol y la ciudad y un buen café, pero lo interrumpió con gesto decepcionado, le dijo que lo único que quería era mostrarle la verdadera cocina húngara.
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En realidad, él se había dado cuenta ya de todo, pero se negaba a creerlo. Ella dijo llamarse Anna, lo escribió en una servilleta, con doble N, y se apresuró a pedir algo más. Él lo impidió con un gesto de la mano.
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—Por favor váyase —le dijo al mesero, que se acercó solícito— no queremos nada más.
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Anna lo miró con repentino rencor. El mesero preguntó en inglés ¿pasa algo señor?
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—Tráigame mi cuenta —dijo.
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Se hizo un silencio incómodo por unos minutos. Anna observó su reloj e hizo un gesto de impaciencia. El mesero llevó la cuenta. Los precios eran exagerados. El mesero intentó demostrarle que el precio de la botella y los alimentos estaban marcados en el menú, pero él se negó a comprobar nada ¿Para qué? Decía en inglés que no llevaba la cantidad suficiente para pagar en efectivo. Lo hacía como un último recurso, solo por molestar, pues sabía que de un modo u otro pagaría. El mesero insistía en la tarjeta de crédito y él se negaba.
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Pensó en golpear al tipo, pensó en llamar a la policía, pensó en levantarse y tratar de alcanzar la calle, pensó muchas cosas, pero ninguna de esas cosas iba con su forma de ser. Quería ver a Anna a los ojos, que dijera algo, pero era ahora una mujer con gesto aburrido que evitaba mirarlo esperando que aquello terminase para ir a buscar a otro hombre, uno que picara hasta el final como seguramente sucedería con el rubio gordo que en el otro extremo del lugar reía y tenía una mesa llena ya de viandas y una botella de vino.
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Se vio caminando por la calle acompañado por el mesero y otro sujeto con aspecto de matón que nunca supo de dónde salió. Lo llevaron a un cajero y retiró una cantidad con la que hubiera comido una semana. Pagó, los hombres le dieron las gracias con falsa amabilidad y se fueron.
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Era más joven de lo que aparentaba, la calvita le daba un aire bonachón, tenía propensión a mencionar que estaba haciendo un doble esfuerzo trabajando en un despacho contable y continuando sus estudios de especialización fiscal; tartamudeaba un poco al principio cuando conocía a alguien. Era soltero.
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Nos conocimos en el Gregersen, un hostal de habitaciones compartidas en la calle Lonyay. Cuando llegué noté que junto a su cama había acumuladas muchas cosas, como si tuviera varias semanas ahí. Le pedí que me aconsejara sobre un lugar barato y cercano donde comer, dijo que estaba por ir y que podíamos ir juntos si quería.
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Fuimos a un pequeño restaurante de gyros, donde la calle Raday dejaba de ser turística. Ahí me contó esa historia: hacía ya un mes que estaba en Budapest, se había quedado para vengarse de la mujer.
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—¿Como pude siquiera imaginar que una mujer así se fijaría en mí?— dijo, y esa frase fue lo que más me impresionó de su relato.
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¿Por qué un hombre, cualquier hombre, no cree posible el llegar a ser amado por una mujer hermosa?
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Me dijo que muchas cosas pasaron por su mente, la primera, denunciarla, pero ¿qué iba denunciar? ¿Que le habían sugerido un restaurante típico y le habían parecido excesivos los precios? ¿Cómo se denuncia que alguien te crea una ilusión y luego esa ilusión se convierte en una amenaza?
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Le quedaban unos días más para regresar a Londres en un vuelo de tarifa económica que había comprado con anticipación. La venganza se había cumplido y se pasaba los días que faltaban para su regreso yendo a los balnearios en la ribera del Danubio y luego a los cafés del centro. La ciudad le gustaba tanto que hablaba con entusiasmo de todos los atractivos, los sitios emblemáticos, la historia. Entre su entusiasmo por la ciudad y las conversaciones yo volvía con el tema: ¿Consideraba que, si nos sentábamos en la terraza de tal café sería posible volver a ver a Anna? “Oh, claro”, decía, pero no ponía atención en la gente que pasaba. Tampoco quería decirme de qué forma se había consumado su venganza, solo decía: “Ahora ya todo quedó saldado”. Me dijo que el coto de caza de Anna iba desde la zona del parlamento hasta la calle Andrassy y hasta el mercado central.
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Budapest estaba cambiando. Tenía aún calles oscuras, edificios negros de hollín, restos de los últimos días del comunismo, como ruinas arqueológicas de un pasado lejano que en realidad había terminado hacía poco. Me llevó a conocer algunos legendarios cafés de la época del comunismo, también bares abiertos en edificios en ruinas —que se conservaban así como atractivo turístico—; me llevó al museo nacional donde me mostró algunas de sus piezas favoritas y, como curiosidad, un tramo de metro que corría por un túnel tan estrecho que las paredes parecían rozar los vagones. En todas partes él tenía una historia y se mostraba como un sincero admirador de la ciudad. Yo la recorría en tranvías y trenes suburbanos, e iba más allá de las zonas turísticas intentando descubrirla solitario.
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El siguiente sábado, el día que se iba por la tarde, nos encontramos a la salida del balneario Gellert, en el lado de Buda, que era su favorito. Los dos habíamos pasado la mañana en la enorme piscina de aguas termales, entre toallas y vapores, sin encontrarnos. Al salir de la zona del edificio Gellert uno cruza el puente y entra en Pest. Nos sentamos en una terraza en Belvaros, a modo de despedida. Estábamos relajados y conversando y no habíamos vuelto a hablar de aquel suceso cuando dijo de pronto, excitado:
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—¡Mírala! ¡Esa es!
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Entonces la vi.
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Era una mujer joven, vestida de negro, llevaba el mismo vestido y el sencillo collar de plata que él me había descrito la primera vez. Caminaba decidida, sus pechos pequeños y sueltos que podían verse a través de la delgada tela de su vestido la hacían parecer seductora. Alta y esbelta, de andar elegante, incluso en esa ciudad de mujeres bellas, se distinguía. Me costó trabajo imaginarla metida en esa historia que él contaba. Ella me miró de una forma intensa, como lo son siempre las miradas que buscan algo. Pero lo descubrió a él, y en ese gesto supe que era verdad todo lo que me había dicho. Desvió la mirada y su gesto se endureció. No sé cómo describir ese gesto que la puso fea, fue un gesto de desprecio absoluto. La vi caminar de espaldas, yéndose, con su formidable estilo.
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Entonces él me contó su venganza.
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Cambió su boleto de regreso y durante días la buscó. Se puso lentes y una gorra, caminaba por las calles de los cafés y las terrazas, sabiendo que ella confiaba que sus estafados abandonaban la ciudad en apenas unos cuantos días. Tardó más de una semana en encontrarla. Cuando comenzaba a pensar que era inútil, la vio. Estaba haciendo el mismo número. Conversaba con un extranjero con aquella sonrisa encantadora; la forma como lo miraba, amable, sugestiva, era la misma con la que lo había enredado a él.
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La siguió y descubrió que había más lugares a donde llevaban a los tipos, todos eran sótanos, como al que lo había llevado a él.
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La espió hasta que la vio salir del último lugar a donde entró con alguien. Parecía ebria. La vio llamar por teléfono celular. Hacía gestos exagerados, discutía.
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Lo primero que Anna se quitó fue el collar y los aretes y los guardó en el bolso. Subió a uno de los trenes suburbanos, él subió también y aún no sabía qué iba a hacer ni cómo iba a vengarse, pero mientras la seguía iba ocurriendo ante sus ojos la transformación.
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En una estación del metro, un lugar conocido por ser refugio de ebrios y mendigos, ella se recargó en la pared encorvándose y se quitó los zapatos de tacón y se puso unos tenis sucios, luego, encima del vestido, se puso una camiseta. El vagón del metro, en dirección a una zona de clase baja de la ciudad, iba atestado. Ella empujaba y hacía gestos groseros a la gente y se enredaba en discusiones. Se bajó en una estación casi al final de la línea del metro y salió a un barrio de bloques de apartamentos, llenos de grafitti y barecitos de mala muerte, uno de los peores barrios de Budapest; la que se metió en uno de los edificios era ya otra mujer.
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Durante los siguientes días volvió a los lugares a donde ella llevaba a sus víctimas y ubicó muy bien las calles por donde se movía. Luego la seguía a casa. Cuando no estaba estafando extranjeros, se pasaba el día subiendo y bajando del octavo piso del edificio donde vivía al barecito de abajo, donde fumaba, protagonizaba peleas, se embriagaba y discutía con su pareja, un tipo con pinta de patán de poca monta y drogadicto. Tenían un par de niños pequeños, que lucían sucios y descuidados y lloraban.
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Me costó imaginar viviendo así a esa mujer que vi fugazmente, me costó imaginarla con un amante patán, diciendo vulgaridades, bebiendo vino barato, sucia. Pero para ese hombre frente a mí, ese hombre todavía joven, era la resolución de su caso: la única mujer hermosa que se había fijado en él lo había hecho para estafarlo, pero ella no era hermosa en realidad, fingía ser hermosa para timar a los hombres, por lo tanto él no había sido engañado ni humillado, estaban parejos, y esa era la extraña definición de su venganza.
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—Pude verla tal cual era —me dijo, y al decir eso se parecía retribuido, conforme, vengado.
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Recordé la frase Mishima: la belleza es algo que ataca, domina, y finalmente destruye.
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La hermosa ciudad fue destruida en la batalla de Budapest, luego fue reconstruida piedra a piedra. Ahora sería destruida de otra forma más sutil, de esa forma como el capitalismo va vulgarizando el mundo, despojándolo de su alma, convirtiéndolo todo en especulación y usura. Pensé que, de alguna forma, aquella mujer representaba lo que estaba a punto de suceder con Budapest. Lo vi irse. Se despidió para siempre. Regresaría por fin a su vida cotidiana. Me había contado su historia porque yo era un desconocido, al regresar a donde vivía seguramente contaría su viaje de otra manera. A mí me contó su manera de sentirlo: esa es la verdadera vida.
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FOTO: Muñeca Barbie caracterizada con traje típico húngaro. Especial
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