La memoria sirve para el pensamiento, no para la música: entrevista con el músico Raúl Zambrano

Nov 6 • Conexiones • 1187 Views • No hay comentarios en La memoria sirve para el pensamiento, no para la música: entrevista con el músico Raúl Zambrano

 

El guitarrista mexicano habla sobre su nuevo libro, El eco de lo que ya no existe, en el que escribe sobre la pérdida en términos musicales que, lejos de ser un valor negativo, permite el cambio de paradigmas estéticos e históricos y, en aspectos técnicos, da lugar a la interpretación siempre novedosa de un manuscrito

 

POR JOSÉ JUAN DE ÁVILA
Para Raúl Zambrano, la música se escucha con filosofía, se mira con cine, como el de Stanley Kubrick, o se siente con sonetos, como La lluvia de Jorge Luis Borges. Renacentista y memorioso, una charla con él pasa por Györgi Ligeti, su tía María Zambrano, El Quijote o incluso la Sonora Santanera. No obstante, sostiene —como Sergiu Celibidache— que la memoria no sirve para la música, que es presente.

 

Su libro El eco de lo que ya no existe inaugura la participación de autores mexicanos en la extraordinaria colección Turner Música, que nos ha dejado biografías como Vida y obra de Leonard Bernstein, de Paul L. Raid; Vida y arte de Verdi, de Julian Budden; Vida y arte de Glenn Gould, de Kevin Bazana, o Ludwig van Beethoven, de Jean y Brigitte Massin, entre otras joyas de la musicología.

 

Sin embargo, en entrevista niega ser escritor, aunque ya había publicado en 2012 su Historia mínima de la música en occidente con El Colegio de México. El volumen, que presentó el autor a finales de junio en la librería El Péndulo con Jorge Volpi, Claudio Valdés Kuri y José Luis Castillo, lo mismo trata sobre el silencio entre el final de una obra musical y el aplauso, que de las cenizas de la música de Philipp Heinrich Erlebach perdida en un incendio, el desaparecido Caracol, cuaderno de música de Sor Juana Inés de la Cruz, o las páginas arrancadas de los cancioneros medievales con el canto de las trobairitz.

 

Zambrano asegura que los textos reunidos en este libro, cuyo leit motiv es la pérdida en la historia de la música —desde el triunfo de Aristóteles sobre Pitágoras, del logos sobre el número, de la palabra sobre la música—, se acercan más a la poesía que al ensayo, porque en su opinión el ensayo es “un esfuerzo colonizador”, a diferencia de la poesía, que permite al lector la interpretación e incluso la recreación. Eso, a pesar de que el subtítulo del libro es Ensayos sobre música, evocación y memoria.

 

En El eco de lo que ya no existe hay un perfil de lector, digamos versado no sólo en música, sino igual en filosofía y literatura. ¿No contradice eso su opinión de que es un libro de divulgación?

 

Si buscas un lector universal para lo que sea, vas a terminar publicando manuales de operación de una licuadora, algo que todo mundo pueda leer. No hay un texto que todo mundo pueda leer. El Quijote, que es parte de la literatura universal y forma parte de un patrimonio de la humanidad, si no hablas español, no lees El Quijote, lees una traducción de El Quijote. Es increíble, pensaba que todo mundo lo había leído y no, no lo han leído porque no lo consideran necesario, eso sí lo puedo entender, quizá Cervantes alguna vez será innecesario para la cultura universal y lo dejaremos de leer, puede suceder, ¿por qué no? No es ningún defecto ni ningún problema, pero ese hecho sí me hace pensar que ese libro en particular busca un lector en particular. Aquí hay un engaño manifiesto, porque mi libro es de poesía. Hay muchos libros, como el Doktor Faustus o La montaña mágica, de Thomas Mann, en los que si uno se deja penetrar por las palabras, que lo habiten a uno, aunque no conozca su sentido, la propia musicalidad, lo que el número hace con el logos, permite un entendimiento, el amor. Buena parte del libro apela a eso; si no, no se puede explicar, no se puede explicar técnica musical así nomás.

 

El hilo conductor entre los textos de su libro es la pérdida. ¿Considera a usted la pérdida como civilizatoria, dado que en todas las artes es fundamental?

 

Lo contrario. Es una de las grandes contradicciones de nuestra época. Queremos preservarlo todo todo el tiempo; luego, con esta angustia del crecimiento que se nos impone como única medida social válida (cuánto creció un país económicamente), pues es un poco absurdo, así como querer preservar la vida más allá de las posibilidades mismas de la vida. No, la pérdida forma parte natural de la vida, hay pérdidas que se dan espontáneamente; pérdidas, renuncias que hemos hecho con más conciencia: renunciamos a una forma de escritura musical para adoptar otra en un paraje del mundo, en Europa y los territorios de su influencia, y esa renuncia pareciera que la hacemos para algo mejor, pero eso no es verdad. Es una renuncia porque decidimos algo más, no va a ser mejor que lo que estamos abandonando. Y tendríamos que estar conscientes que nos estamos perdiendo de una historia de la música, una historia que ya no va a ser, equivalente a la pérdida de un manuscrito, que representaba parte de una vida musical muy específica, como lo fueron Bach o Beethoven.

 

En el primer texto de su libro, la pérdida está ligada al momento en que acaba la interpretación de una obra musical y viene el aplauso a aplastar ese silencio después de lo recién escuchado.

 

Digo aplastar porque pienso en el público de las orquestas de aquí, pero no necesariamente. El aplauso tiene muchas cualidades bienhechoras, conmovedoras, generosas, cercanas al espíritu de empatía, de comunidad; lo que pasa es que es un arma de doble filo. Es verdad, la música no permanece, lo que permanece es la posibilidad de la música que nos da un manuscrito, pero eso no es la música; la música vive a partir de copias, no de originales; entonces, lo que es muy bonito es emparentar: la pérdida de un manuscrito elimina su posibilidad; y aun teniendo la posibilidad, hay un silencio al final que elimina esa música, entonces están emparentados a través de un silencio, el silencio final de una obra es el silencio de las obras que se perdieron también, es el silencio de todo. Pareciera que son ensayos independientes, no lo pensé así, pero en realidad, el hecho de que la posibilidad esté escrita con la ausencia del sonido es todavía más emocionante, porque vuelve más patente la relación entre los dos silencios: la obra que no existe y la obra que acaba de dejar de existir.

 

¿La música vive más del recuerdo que de la ejecución?

 

Pudiera ser, pero hay una contradicción que asumo, vivimos llenos de contradicciones. La música se erige en un perpetuo presente, en un presente específico, en un presente preciso, y ese presente no requiere de la memoria —dice Celibidache—, la memoria sirve para el pensamiento, para la ciencia, pero no para la música. Celibidache lo explica muy bien, generamos unidad en el tránsito musical, pero una vez que generamos unidad, hay que dejarla pasar, para generar la siguiente unidad, y la siguiente. Si nos quedamos aferrados a eso, entonces es como cuando estamos frente a un cuadro que nos gusta mucho y no nos queremos ir del museo, y ya nos cerraron las puertas, nos apagaron las luces y nosotros no sabemos cómo despedirnos de un cuadro. Con la música no hay remedio, con la música se acaba, no depende de nuestra voluntad; lo que sí está en nuestra voluntad es el eco de aquello que ya no está. De alguna manera, el libro de lo que habla es de esa contradicción: uno dispone su voluntad para hacer sonar el eco de lo que ya no existe, algo que queremos seguir viviendo y ya se ha ido.

 

¿La música se agota en la ejecución o la audiencia le da vida en el recuerdo, con la imaginación?

 

Hay momentos sagrados para todo. La música no se agota, se termina; es como el sueño: se termina, pero no se agota una vez que despertamos. El ejemplo es bastante afortunado —no es mío, es de la tía María Zambrano—. Si decimos que el arte es el sueño organizado —y más la música, que es el arte que más movimiento tiene—, a la hora de despertarnos lo único que no podemos hacer es asirlo, no lo podemos tener, pero ahí está, resonando de manera inexplicable en el eco de nuestras palabras, en el eco de nuestra imaginación, sensación. Y eso nos da momentos, hay notas que son maravillosas, porque parece que dan una suspensión, notas sobre todo que están construidas para que cuando se llegue a ese punto pareciera que hay una anulación del tiempo.

 

La música se aprovecha del tiempo, pero justo en esa ficción que genera en nuestra cabeza de pronto sentimos que el intérprete nos lleva a un momento que sólo es comparable con un orgasmo, por ejemplo, donde toda temporalidad parece anulada. Esa cualidad en la música existe siempre al final, porque en el final se vuelve inevitable, inasible, y queda un espacio que no se puede medir, porque depende del lugar, de cómo se cantó, del que está escuchando, y ese espacio, que no se puede medir, es sagrado, y tendría que serlo siempre. Por eso lo pone Ligeti al final, en Lux Aeterna es asombroso que después de esos siete compases de silencio, la pulsión por el aplauso ya no cumple la función de medir el final de la obra, porque la obra ya no se va a acabar nunca, ya se quedó en el silencio de cualquier cosa ese final. Y creo que es la metáfora perfecta del silencio de las cosas.

 

Mencionó El Quijote. Quizá parte de su trascendencia sea que la gente imagine haberlo leído, el cuento de Borges va incluso más allá: haberlo escrito. En la música pasa con Beethoven, por ejemplo. Por eso me preguntaba si usted cree que la música se puede recrear aun por rumores.

 

Pasa con Beethoven, con Bach, con Mozart. Pero no, en el primer capítulo hablo de que a veces vamos a aplaudirnos a nosotros mismos y eso forma parte del placer de la música. No creo que sea un placer nefasto por sí mismo, creo que hay una parte de autocomplacencia que tiene que funcionar, que no está mal. La lectura de la música lo que nos permite es esa autocomplacencia; es decir, es como la aceptación anticipada de un placer y de un gozo: como la aceptación está anticipada, ya no necesita el placer y el gozo, porque ya está esa aceptación. Decimos “Bach” y decimos “¡guau!”. El placer que nos da escuchar, que se refleja en ese gesto de “¡ah, qué bueno que es Bach!”, ya lo tengo sin la necesidad de haberlo escuchado, no digo que eso propiamente esté mal, porque esa aceptación anticipada forma parte de todo. Bien decía el arzobispo de Canterbury: El sabor de la manzana no está en la manzana ni en la boca; está en el contacto de una manzana con una boca en particular, de una lengua en particular.

 

Sí hay algo de necesario de eso. El problema es que eso, que llamamos lugar común, nos impide pasar por el otro gozo que es infinitamente mejor, el poder verificar. Es como cuando de niños no conocíamos el sexo, hablábamos e imaginábamos que aquello debía ser la locura, pero no sabíamos lo que era; y el día que lo descubrimos, descubrimos que es infinitamente mejor que haber hablado de eso y aun hablar de eso se vuelve torpe, porque no coincide con exactitud ni describe el fenómeno ni la sensación del fenómeno. El problema es, como dice Borges justo en su Pierre Menard, la gloria es una forma de incomprensión, quizá la peor (que a mí me permite hacer el chiste: quizá la peor de todas, aludiendo a Sor Juana). Cervantes, Bach, Beethoven son autores cuya incomprensión radica en que ya tenemos algo que decir de ellos, algo que nos produce ya placer sin tener que haberlos leído o escuchado. Espero que este libro busque exactamente lo contrario: que el lector gane en avidez y curiosidad en escuchar Lux Aeterna, de Ligeti, o a López Capillas, el gran compositor de la Catedral Metropolitana; que sienta una nueva curiosidad y que eso le otorgue una felicidad nueva e inusitada.

 

Siempre hay una obsesión por enseñar la música, pero su libro parece enseñar el silencio. ¿El silencio se puede enseñar y aprender?

 

El silencio lo puedes enseñar como la palabra. ¡Cuántos silencios hay y todos los tenemos que aprender! Estar en silencio, ¡qué cosa más complicada con alguien! Porque de inmediato la cabeza se nos inunda de cuestionamientos: ¿Estaré haciéndolo bien? ¿Estará incómoda la otra persona? ¿Tengo qué decir algo, tengo que romper este silencio? Hay silencios incómodos, silencios bochornosos, silencios cómicos, y todos los aprendimos. Si algo tiene que aprender un comediante es aguantar un silencio, o un actor; lo mismo nosotros, el silencio fúnebre es algo que aprendemos a lo largo de nuestra vida. Hay silencios que aprendemos con mucha más naturalidad, como estar solos escuchando la lluvia, que es una forma de silencio (“Cae o cayó. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado…”, el soneto de Borges). Y el silencio es evocador porque nos permite hacer una suspensión de la linealidad que supone el discurso hablado. El discurso hablado es lineal, no es polifónico, a James Joyce le habría gustado que fuera polifónico, pero no lo es. Y de pronto lo rompemos y al romperlo deja de ser lineal y somos mucho más capaces de sentir, de estar en armonía con todo; hay un discurso qué conducir y llevar de principio al final, una retórica particular.

 

Ligeti es una constante con usted. Pero, paradójicamente, mucha gente conoce a Ligeti, inconscientemente, por su penetración popular a partir del cine, por ejemplo, el Stanley Kubrick.

 

Sí, es muy puntual en el caso de Kubrick, con Lux Aeterna, Requiem y Atmosphères (incluso Kubrick ponía Atmosphères como intermedio, cuando había cines con intermedios). Eso es muy interesante. Los años 60 son años brutales, son los de mayor síntesis de Ligeti, y desde mi punto de vista Ligeti hace la mejor síntesis de todos sus colegas, que todos son geniales pero el que más me gusta es Ligeti, por ese doble universo que lo habitaba. El que se dio cuenta de eso fue Kubrick, pero no sólo se dio cuenta, se pudo haber dado cuenta en Naranja Mecánica o Barry Lyndon, pero él se da cuenta en 2001: Odisea del Espacio, que tiene que haber un salto cualitativo humano ¿Y cuál es el primer salto? El uso de la herramienta y cómo la herramienta causa un placer en este primer homo habilis, que él describe ahí matando a una bestia, es la cosa que Kubrick describe levantando la mano con la herramienta.

 

Este desdoblamiento, Kubrick se da cuenta que en la música lo consigue Ligeti, porque anula armonía, melodía y ritmo, que era lo que tenía 300 años organizando nuestro pensamiento musical. Ya no hay armonía, esta superposición de clústers, lo que nos genera es una atmósfera, que evoluciona, que es como si los colores se movieran, como si avanzaran en el tiempo, y generan espacio los colores. Ya no hay melodía, porque en las melodías que hay en Lux Aeterna escuchamos apenas una célula melódica, pero se disuelve en el mundo de células melódicas que tenemos en el cosmos, que eso también lo logra con el Poema sinfónico para 100 metrónomos. Ya no hay ritmo, sí lo hay, claro que lo hay, pero está a tal grado reproducido, multiplicado, puesto en oposición, que lo que vemos es como constelaciones. Entonces, ya no estamos pensando en un solo ritmo, sino en un desplazamiento múltiple. Eso es fantástico que lo hiciera Ligeti y es fantástico que Kubrick no pensara ‘esto es una vanguardia, esto es una experimentación’, sino ‘esto es un logro de pensamiento musical’, esto es un salto cualitativo.

 

Comentaba que buscaba emocionarse al escribir su libro. ¿Qué le emocionó más: lo pitagórico, lo aristotélico? En su Arte Poética Verlaine condiciona la poesía a la música, el último verso es contundente: “Todo lo demás es literatura”.

 

Tenemos logos contra número, palabra contra música. Esta no es una reflexión mía, es de María Zambrano en El hombre y lo divino, donde está tratando de asentar el momento en el que el hombre establece su conciencia, y en qué momento aparecen los dioses. La conciencia moderna es la de Aristóteles, no la de Pitágoras, pero éste llegó antes, y él establece la conciencia. Aristóteles la roba. Y María Zambrano dice: El derrotado, el victorioso, se apropia de los logros del derrotado sin reconocerlo. Hay que reconocer que el número quedó derrotado a la hora de explicarnos las cosas. Nosotros nos explicamos las cosas con la palabra; sin embargo, entre estos dos puntos hay un punto intermedio, que es la poesía, eso aparece en ese ensayo, esa búsqueda de encontrar el punto intermedio donde hubiera una razón que fuera poética, a lo que estaba llamando es a buscar emparentar esa emoción indescriptible que nos llega cuando oímos la música.

 

¿Por qué no es un ensayo mi libro? Porque pienso que el ensayo es un esfuerzo colonizador. El ensayo tiene que ser con un aparato crítico perfecto, impecable e impenetrable; es decir, uno no puede encontrar un hueco; entonces, lo que uno construye es un espacio, una habitación, perfectamente limitada, que el lector va a venir a habitar, pero que no tiene derecho a tocar, se lo tiene que apropiar con todo y aparato crítico. En cambio, la poesía no, la poesía, más que un espacio, es una cita, una convocatoria: yo le digo: Veámonos allá, y yo recorro el camino y usted recorre su parte del camino, y en ese sentido hay una parte de creación siempre en el lector. La emoción que yo buscaba era como detonante; que el lector creara su camino hacia el punto que estaba escrito ahí, ese es el objetivo, más que el logro o el mérito, el evitar lo razonable, lo positivista, la colonización cultural.

 

FOTO: El guitarrista Raúl Zambrano ha publicado también Historia mínima de la música en occidente, en 2012/ Crédito: Secretaría de Cultura

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