La memoria visible de su tránsito
La serie de cuadros pintados por Guillermo Arreola en Querétaro bajo el título de Provincia purgatorio se exhibe en una exposición en Casa Lamm. Este es el texto de presentación de la muestra
POR GABRIEL BERNAL GRANADOS
Absence, the Mother of this Blindness tells them, rimes among the feathers of birds that exist only in sight. The songs
you hear fall from their flight light like shadows stars cast among you.
Robert Duncan, Structure of Rime XX
Hace unos años, poco antes o poco después del inicio de la pandemia, Guillermo Arreola dejó la Ciudad de México para mudarse a Querétaro. Recuerdo mensajes suyos de aquellos meses en los que me participaba su desazón por el cambio. Guillermo no se hallaba y yo le recomendaba esperar: esperar a que la ultima ratio de ese cambio se le mostrase. Creo que la revelación de la “posibilidad final” de su mudanza no demoró demasiado en revelarse: Guillermo comenzó a pintar en Querétaro y a rendir, visualmente, el testimonio de su paso por esa ciudad y lo que él ha llamado su “Provincia purgatorio”.
Si nos atenemos a la historia del lenguaje para comenzar a elucidar el significado de este conjunto de cuadros que Guillermo Arreola ha pintado en Queréterao, “provincia” sería aquella parte del territorio que se desfasa o se desvincula del centro, si por “centro” entendemos el lugar que aglutina el poder cultural y económico de una entidad eminentemente política. Así pues, Provincia purgatorio señala un lugar periférico que pone de manifiesto el potencial de una crisis. La relación casi forzada de estos dos sustantivos parece una redundancia, de no ser porque en el alejamiento del poder y en el castigo autoinfligido que supone para todo artista estar alejado de su “centro” se vislumbra una luz, que en este caso no solamente supone la existencia de uno de los componentes principales del arte plástico sino el equivalente visual de la palabra testimonio.
En la versión particular que el mismo creador nos ofrece de su tránsito,* Guillermo Arreola ha colocado al principio de su recorrido retrospectivo un autorretrato en azul (Recuerdos, pensamientos), que muestra al pintor, apenas asomado el rostro desde el borde inferior del cuadro, con una edad indeterminada o que, en todo caso, remite a los espectadores a una edad más bien termprana (su niñez o primera juventud: el rostro está apenas sugerido, como cuando los niños dibujan una cara). No importa: el azul como una doble referencia a un juego inaugural con las texturas y con la profundidad del mar es lo que termina por imponerse frente a las demás posibilidades interpretativas de este cuadro.
La inmensidad del cielo o la profundidad del mar reaparecen en el título de la pieza titulada El marinero que cayó de la gracia del mar, que, más allá de establecer o remarcar el vínculo que ha unido a lo largo de su vida la obra visual del artista con su obra literaria (Guillermo Arreola es autor de una novela, La venganza de los pájaros, celebrada por la crítica por sus valores estrictamente formales), hace repercutir la superficie del cuadro en un afortunado ejercicio de texturas, donde de nuevo las figuras están apenas espigadas o marcadas sobre una superficie de notable albura salitrosa que recuerda la conciencia de la superficie táctil de las telas de los maestros oaxaqueños del color y la textura: Tamayo, Toledo o Sergio Hernández. Como sucede con estos pintores, los seres humanos, en el imaginario de Guillermo Arreola, son apenas señales o signos casi eliminados de un Bestiario que tiene en insectos y animales motivos que acaparan la reflexión de un primer plano de evocación pictórica. En esta obra, el marinero semeja un insecto, un glifo tallado sobre una superficie predominantemente blanca, que agoniza en un lugar indeterminado, más allá de su precaria embarcación.
En el óleo sobre tela titulado Forastero, “la inmensidad del cielo”, de la que hablaba líneas arriba, se conjuga con el prosaísmo de una multitud habitante de la tierra. Aquí, de nuevo, los seres humanos, previsibles componentes de lo multitudinario, se confunden con una vorágine de insectos cuya única finalidad es la reiteración. Mientras que el glifo de un hombre yace suspendido sobre un cielo borrascoso, que en palabras del propio Guillermo Arreola tiene la única función de un escenario: “la figura que flota o está suspendida en el cielo es ascensión o descenso del ángel”. Pero el ángel ha perdido las alas y el cielo no parece estar arriba, sino en el lugar indeterminado que ocupan las texturas en esta serie pictórica. La “borrasca” ocupada por el cielo se conjuga con el azul turquesa y la densidad grisácea del polhumo que simula el carácter múltiple y confuso de lo terrenal. Aquí, una vez más, el uno contrasta con los muchos y se convierte en emblema de la singularidad del artista: el hombre que ha perdido para siempre el códice de su propio vuelo.
Más allá de todo contexto figurativo, El aguijón de la culpa genera a partir del verde, el blanco, el rojo y el negro una textura muy similar a una borrasca, que Guillermo Arreola define, en esos textos que sirven de pie de página a esta peculiar bitácora de vuelo, como “una sensación de culpa que aboga por una historia”. Como si el pintor, en el reverso literario de la imagen que el espejo le devuelve de sí mismo, se negara a abandonarse por completo a la pintura. “Alguien asoma por una ventana para gritar —escribe—, pero no sabemos lo que grita porque no hay nadie alrededor ni cerca para escucharle”.
Si El aguijón de la culpa estaba situado en una posición ajena a un referente narrativo y podía interpretarse, en todo caso, como un fragmento de borrasca, el acrílico sobre material radiográfico titulado Ese puerto… vuelve a la figuración para representar una barca que ha encallado sobre un arrecife (un accidente simulado sobre la superficie de la pieza) que también podría interpretarse como un estallido de rojo sobre un mar embravecido de pinceladas nerviosas, precisas y muy táctiles (como si el artista hubiera empleado el pulgar para embarrar la pasta), de blanco, azul turquesa y negro. Al fondo, en el espacio tridimensional que simula la perspectiva, se avizora el muelle donde tendría que atracar la embarcación. Pero todo es sugerencia en este cuadro: el muelle, la barca, el arrecife y el cielo, apenas separado del mar que lo acompaña y lo confunde en una sola superficie.
El manuscrito renueva, en cierto sentido, el pacto del pintor con la palabra y la escritura, donde, de nuevo, las figuras son glifos que se van intercalando, horizontalmente, en dos planos distintos: un primer plano y un segundo plano, donde las figuras de hombres y animales equivalen a los fantasmas de una ensoñación pesadillesca. Tal vez por eso, el blanco de las figuras se superpone al fondo azul y negro de esta pintura cuya ejecución en papel recuerda esa vieja relación entre palabra e imagen que Guillermo Arreola ha cultivado a lo largo de su vida creativa.
Más allá de sus connotaciones negativas, “purgatorio”, en el caso de esta serie de cuadros de Guillermo Arreola, sería más bien un transitar a un estado superior, donde la belleza en su relación con el artista se revela como una variante de esa compulsión de la belleza que gira sobre sí misma y, a cada giro, revela una capa más profunda de su condición esencial, que muy probablemente estribe en las llanuras de un acerado y fugitivo cabalgar de pensamiento —como
un grano gris de acero madurando sobre el polvo,
un elemento previo a las columnas del presagio…
*Nota: En esta serie de Guillermo Arreola, las palabras testimonio, tránsito y herida (trauma en griego) se aproximan entre sí en la medida en que cada una de ellas vierte su fuerza y su rigor en el interior del artista, para revelarlo a los ojos de un espectador que necesariamente el artista no conoce, pero que comparte con él una misma sensación de decibelio, en su acepción de gradación cromática y hondura.
FOTO: El manuscrito, óleo sobre tela que Guillermo Arreola pintó después de abandonar la Ciudad de México. Crédito de imagen: Especial
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