La novela avasallada

Jul 28 • Lecturas, Miradas • 3079 Views • No hay comentarios en La novela avasallada

POR MARINA PORCELLI

 

Ya el título, Las poseídas, de la última novela de Betina González (Buenos Aires, 1972), implica una desmesura: las connotaciones religiosas de la palabra no se condicen con la falta de espesor del relato sobre unas adolescentes que estudian en un colegio católico de las afueras de Buenos Aires. Desde la óptica de una alumna, María de la Cruz López, Las poseídas se centra en el personaje de Felisa Wilmer —una chica rara que vivió mucho tiempo en Europa, que habla muy bien inglés, que fuma en el baño y monologa sobre su pasado—. Exceptuando el comienzo, parece no haber situaciones dramáticas en la novela: las cosas están solamente dichas. Y preciso, para que no se malentienda mi frase (y acá sirve el ejemplo del título mentado): no basta con calificar a un personaje de, pongamos por caso, poseída, para que este personaje muestre una condición demoníaca, digamos. Si únicamente se designa, si únicamente se adjudica un mote, no se construye nada, no se da cuenta de la profundidad. En este sentido riguroso considero que justamente ahí reside una de las fallas de la obra: las cosas se enuncian, se opina sobre ellas, se dice que suceden: y sin embargo, pocas veces las vemos suceder.

 

La falla, pues, se halla en cómo opera la voz narrativa. La narradora desdoblada entre la primera y tercera persona da a la novela una valiosa flexibilidad: le permite deslizarse entre un acorde íntimo y reflexivo a un tono más rígido. Sin embargo, también esto tiene su entrampe, cuando la voz se distancia y cae en la vaguedad. Página 29: “Toda clase de historias de perversiones circulaban a nuestro alrededor […] no dejaba de tener cierto atractivo ser parte de las mitologías. Había algunas que aprenderíamos a usarlas a nuestro favor”. Pero nunca se especifica de qué historias se trata o cómo son para que incidan en el personaje, ni quiénes son estas chicas —“algunas”— que aprenderían a usar qué cosa a su favor. O, en el mismo capítulo, y refiriéndose a la propia López: “No interrumpía ni interpelaba. A lo sumo, profería uno o dos chistes ajustados a sus medianas inteligencias. Porque López podía ser divertida”. No encontré los chistes de López, y tampoco resulta claro por qué las otras tienen “medianas inteligencias”; da la impresión, en suma, de que estas generalizaciones de la voz operan vaciándola de su capacidad de narrar. La vuelven, para decirlo de una vez, superficial. Aunque se cite a Mark Twain diciendo que “el pecado se transforma en verdadero placer sólo cuando hay alguna posibilidad de que te descubran”, lo cierto es que López se acostó con un muchacho —“un milico”, dice—, y punto. O que López rompió objetos con Felisa, las castigaron un poco, y punto. No hay fisura ni densidad en el accionar; curioso, pero los hechos parecen no pesar sobre lo que se narra.

 

Y acá dos cosas: “la cogida de López con el milico” y el tratamiento de la historia de Felisa Wilmer. Las significaciones que podría tener la escena de sexo en cuestión también se diluyen. Relatada como está de una manera muy precisa, capta enseguida la atención del lector: el problema, de nuevo, surge cuando nos preguntamos cómo se articula esto con la trama. Cierto que se ha dicho antes en el libro que no ser virgen “permite acceder al círculo de iniciadas”, pero salvo el nombrarlo en los primeros párrafos, el círculo no vuelve a aparecer. El panorama no mejora con la recurrencia al monólogo. Una novela en la que los pocos conflictos se resuelven por medio de la parrafada da la impresión de chatura. Esto sucede con la forma de articular la locura de Felisa Wilmer, el supuesto “cambio” de López al final, con las palabras de Marisol en el baño que zanjan las correrías de un exhibicionista que ronda el colegio. Todavía la primera aparición de Felisa tiene algo de atrapante, pero su parrafada se ubica al comienzo del libro, se ubica ahí y la presenta. Luego, el mecanismo repetido la torna una muchacha plana, que no hace mucho más que hablar. Por eso, nunca entendemos por qué López siente fascinación por Felisa y, en consecuencia, por qué López cambia al final; “pero para mí”, llega a decir, “conocer y desconocer a Felisa fue el comienzo de la vida verdadera”. Y uno se pregunta cuál. “Vi lo absurdo de cualquier resistencia, de la rebelión tan esperada. Vi mi vulgaridad, la trama que me excedía”. Pero en una historia que se fue diluyendo a lo largo de las páginas, ¿de qué rebelión hablamos?, ¿la de arrojar objetos en un jardín?

 

Recapitulemos: vaguedad, personajes maniqueos, ausencia de situaciones dramáticas, y los pocos conflictos resueltos por medio del monólogo y la parrafada. Por eso, quizá, la mayoría de las críticas ha dicho que la novela se vuelve monocorde, aburrida, luego de las primeras páginas. Y coincido. Pero quiero cerrar con la escena inicial. Con ese momento intenso en que Felisa anuncia que va a matarse: un arranque que capta, porque ocurre el diálogo entre las chicas, porque Felisa dice “ya vas a ver” y así, entonces, algo sucede. Luego, sin embargo, el suspense sin mucha tensión, los personajes llanos, y la lentitud de la pausa digresiva del narrar de López acaban por asfixiar el relato. Por avasallarlo.

 

Betina González, Las poseídas, Tusquets, México, 2013, 176 pp.

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