La paternidad que vino del bosque

Ene 25 • destacamos, principales, Reflexiones • 4960 Views • No hay comentarios en La paternidad que vino del bosque

POR GENEY BELTRÁN FÉLIX

 

La estancia de Kenzaburo Oé en la ciudad de México, allá por los años setenta, es un episodio que apenas si marginalmente se lee en su obra literaria. Ese tiempo en que el novelista trabajó como profesor visitante en El Colegio de México se halla referido en una sección de Cartas a los años de nostalgia (Natsukashii e no tegami, 1987). Sin embargo, su visión de México, dominada por un ánimo melancólico y distante, no es la de quien halla en rumbos exóticos el pulso violento y peligroso que le exige confrontar las rigideces de su vida y su cultura merced al encuentro del caos extremo. Para nada. Y esto ocurrió porque Oé no requería buscar en otro país el infierno. Ya lo traía consigo.

 

Se entiende: no es justo reducir la amplia —y aún no enteramente traducida a las lenguas occidentales— obra de Oé a una sola franja. Pero una de ellas, la que se apoya en la narrativa autobiográfica y asedia el tema de la paternidad, ha sido de tal modo recurrente en su creación que ahí podríamos centrar, de manera emblemática, la expresión de su infierno personal.

 

Escrita antes de cumplir los 30 años, Una cuestión personal (Kojinteki na taiken, 1964) tiene como protagonista a Bird, un joven profesor cuya vida se ve dislocada cuando su mujer da a luz a un bebé con discapacidad. Es la primera novela en la que el asunto, proveniente de la misma experiencia de Oé con su hijo Hikari, se ve tratado. Una cuestión personal es una obra áspera y agónica porque exhibe sin atenuantes el alto grado de hostilidad de Bird hacia su primogénito: la naturaleza le ha impuesto la paternidad de un ser a quien, por su inesperada condición, rechaza. Luego de una serie de episodios en los que Bird intenta huir de su responsabilidad, elucubrando el asesinato del recién nacido y planeando un viaje a África, el libro cierra con la transformación positiva de su conducta. En la última escena, cuando ve a su hijo en el hospital, ya recuperado, “Bird volvió a rememorar el carguero que unos días antes había partido con destino a Zanzíbar… Se imaginó a sí mismo, después de matar al bebé… Una perspectiva del Infierno bastante tentadora… Abrió los ojos y regresó al universo en que había escogido permanecer”. Para subrayar la aceptación definitiva del destino que implica un hijo que tendrá retraso mental toda su vida, las dos últimas oraciones de la obra cierran con las palabras “esperanza” y “perseverancia”.

 

Con los años la exploración se mantiene, y esto se refleja en más de un aspecto. Por ejemplo, en la penúltima página de Una cuestión personal se refiere: “Bird miró a su hijo, acunado en brazos de su esposa. Intentó reflejar su imagen en la pupilas del bebé, pero fue tan minúscula que Bird no pudo confirmar su nuevo rostro”. Por su cuenta, en ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! (Atarashii hito yo mezameyo, 1983), el narrador, K. —en quien no se ocultan los rasgos de Kenzaburo Oé: un escritor que se ve inmerso en “un periodo de transición crítico” en su relación con un hijo ya joven que sufre de retraso—, cuenta cómo luego de su regreso de un viaje su airado primogénito le dirige una mirada que, igual a un espejo, duplica lo que fue el viejo rechazo de Bird al bebé: “Sus ojos me hicieron estremecer. Estaban inyectados en sangre, como si tuviera fiebre, ardientes, con un reflejo amarillento, como de resina, algo elemental… Por la mirada de los ojos de mi hijo, estaba siendo devorado desde dentro por una bestia presa de ese salvajismo”. Lo que se desprende de este y otros ejemplos es que Oé retrata una paternidad límite por tratarse, según se lee en más de uno de sus tomos, de “un hijo disminuido”, lo que hace emerger, en consecuencia, la figura de un “padre disminuido”: alguien que de entrada teme no estar a la altura del cuidado y comprensión de su descendiente.

 

La búsqueda y construcción de sí mismo a través del vínculo con el hijo discapacitado da páginas notables también en otros títulos: así en la novela El grito silencioso (Man’en Gannen no Futtobōru, 1967) o en los relatos extensos de Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura (Warera no kyōki wo ikinobiru michi wo oshieyo, 1969). Sin embargo, hay un libro del Oé maduro en que esa búsqueda va más lejos aún de lo que sería la inmediatez autobiográfica o el pasado reciente de Japón, y que se enlaza con las raíces de su pueblo. Se trata de M/T y la historia de las maravillas del bosque (Emutī to mori no fushigi no monogatari, 1986).

 

La estructura se ve simple: el narrador, también llamado K., recuerda las leyendas y mitos que en la niñez le contaban su abuela y los patriarcas de su aldea, en la isla de Shikoku. A estas historias se unen sus especulaciones e interpretaciones, a partir de la distancia que le da el hecho de haber dejado su tierra para estudiar en Tokio. La galería de héroes arquetípicos empieza con el caudillo conocido como el “destructor”, cuyo papel es fijar la ley y suministrar los conocimientos fundamentales para la vida en común, e incluye figuras pertenecientes a “ciclos” posteriores, como la matriarca y diosa de la fertilidad Oshikome, o el héroe astuto Meisuke y su reencarnación el niño Doji, líderes de revueltas campesinas.

 

Desde su infancia, K. intuía que los ancianos depositaban en él la memoria local para hacerlo aceptar un compromiso del que, por excesivo, en algún momento pretendió huir. Ese compromiso lo asume, ya adulto, en su escritura literaria. Sin embargo, cuando su hijo cumple 20 años, K. descubre que el devenir de la aldea no termina en sus libros. Es decir: no es él el último eslabón de los contadores de leyendas. Su hijo, Hikari, aunque de limitada capacidad intelectual, tiene el don de la música, y luego de visitar la tierra de sus ancestros y escuchar los relatos fundacionales, compone una partitura que evoca “el sonido que se escucha de forma natural en el bosque”: siglos de historia humana quedan cifrados en una composición que en su serenidad abstrae la existencia del bosque primordial, y eso ahora que se ve amenazado por la deforestación.

 

A raíz de que atestigua la pervivencia milenaria del bosque en la reciente creación musical del jovencito, K. encuentra en los episodios que le contaba su abuela los antecedentes de su vida con Hikari. Por ejemplo, la cicatriz que le quedó a su hijo luego de la operación a la que fue sometido al nacer ya se encontraba referida en la leyenda del prodigioso niño Doji. Queda claro entonces por qué, como preludio a sus narraciones, la abuela decía: “Zas, esta es la historia. Verdadera o falsa, cualquiera sabe. Pero como es una vieja historia, debes escucharla creyéndola verdadera, aunque sea falsa. ¿De acuerdo?” Esta identidad de hechos y personajes “falsos” del pasado con los “verdaderos” del presente se ve dilucidada en la sección final, en la que la madre de K., ya anciana, esboza una entrañable imagen de la relación del ser humano con la naturaleza, a partir de la creencia en la trasmigración de las almas: explica que los habitantes del valle, al morir, regresan a lo profundo del bosque para purificarse, luego de lo cual vuelven a la vida encarnando en los niños recién nacidos en las casas de la aldea. Tan solo como metáfora esto es bellísimo; sobre aclarar que no es solo una metáfora, pues M/T enlaza en un mismo plano la historia familiar de K. con el sustrato mítico de su tierra, al tiempo que plasma el ansia humana por religarse al mundo natural. La duda que intranquiliza a la madre del narrador es: ¿qué pasará con esas almas ahora que el bosque está siendo talado? Esa inquietud tiene una respuesta: el infierno que significó para K. el descubrir, 20 años antes, que el primogénito nacía con una discapacidad revela su razón de ser, se ve trasmutado como un hecho necesario, pues la música de Hikari se convierte en el único vestigio humano que sobrevive, con su belleza, a la destrucción del bosque y —esto es lo importante— asume la función purificadora que éste cumplía.

 

Kenzaburo Oé —quien, por cierto, cumplirá 79 años el próximo viernes— ha confesado saberse absorbentemente concernido por nutrir sus libros con su vida, la de su familia y la de su tierra. Con cierta miopía podría ser acusado de solipsista o regionalista, e incluso de reiterativo. Por mi cuenta rescato la imagen de un escritor que, llevado por el interés de sus temas elementales, los modula y les permite —o se ve obligado a permitirles— evolucionar a como su propia existencia se desarrolla. No veo en este carácter obsesivo una limitación sino el rasgo de un proceso orgánico, la manifestación de un proceder vital: la salud y el comportamiento de Hikari han pasado por varias etapas, difíciles la mayoría, y esto ha sido un reto continuo a su idea de cómo ser padre.

 

“Mi tarea como novelista”, leyó Oé en su discurso de recepción del Nobel, “es ayudar a los lectores a recuperarse de sus sufrimientos, y curar las heridas del alma”. Ahí mismo, hablando del efecto terapéutico que, en efecto, se le ha encontrado a las composiciones de su hijo, reivindica su fe en “el bellísimo poder curativo del arte”. En nuestra época de apatía, descreimiento y cinismo, una profesión así puede dar pie a cejas levantadas, si no es que a la burla.

 

Hace poco más de diez años, pasaba yo por un periodo de ordalía luego de separarme de quien era mi esposa. Extrañaba a mi hija pequeña, y me sentía dominado por el remordimiento al creer que, con mi ausencia, la estaba desprotegiendo. Llegó a mis manos por ese entonces un tomito rojo titulado Una cuestión personal. Descubrí en esas páginas a un autor deslumbrante. Sobre todo, me cimbró, como solamente lo hacen las obras intensamente vivas, por un aspecto con el que no puedo negar mi afinidad: el desgarramiento dostoievskiano de una voz que no se negaba a mostrar las vísceras, que escarbaba sin complacencias en un actuar humano extremo, y esto además con un dominio ejemplar de las armas de la narración. Por supuesto, con esa novela Oé cuestionó mis derivas, temores y contradicciones al ejercer mi paternidad. Sin embargo, el final positivo —la decisión de Bird de hacerse responsable de su hijo— me pareció la única falla de Una cuestión personal. Pensé, como buen pesimista, que el desenlace traicionaba el aliento desesperado del resto de la novela. Me dije: No se animó Oé por cobardía a llevar la ficción de Bird hasta sus últimas consecuencias.

 

Luego de haber recorrido, con los años, otros libros suyos asequibles en español e inglés, he entendido por qué esa obra no podría haber tenido un final atroz; en el sistema de creencias e intuiciones de Oé, producto de una educación ancestral por entero identificada con la naturaleza, el sufrimiento es un desafío que el ser humano, venciendo la tentación de la vileza y la mezquindad, está en condiciones de trascender —en su caso, a través del arte—, así como las almas de los habitantes de la vieja aldea de Shikoku, al desprenderse del cuerpo, regresan a lo más hondo del bosque a purificarse de los lastres y dolores propios de su humanidad. ¿Es de veras esta una idea ingenua? ¿Puede realmente el arte ir más allá del cometido de plantear las preguntas incómodas, inesperadas y urgentes de la época, y señalar un camino de la trascendencia? ¿No es cerrar la obra y limitar su alcance si se le trata de encauzar hacia la “sanación” de sus lectores?

 

En el caso de Oé, no hay edulcorados o lastimeros mensajes de autosuperación. Con todo y el riesgo de caer en la falacia biografista a la hora de leer sus libros, es posible afirmar que la atormentada búsqueda de sí a través del hijo desde el nacimiento de Hikari propició en su escritura el despliegue de un proceso de introspección y cuestionamiento que, pasando pero no deteniéndose en las escalas de la cobardía, el rencor y el miedo, ha tenido como objetivo, no sé si como consecuencia, su sanación o, más exactamente —he aquí un sustantivo complicado que el autor usa sin remilgos—: la “purificación”. No me niego la debilidad de transcribir las palabras que, al final de M/T, la madre del narrador, ya cercana a la muerte, confía: “estoy a la espera de recibir de las ‘maravillas del bosque’, sumergidas en un débil halo, la señal de la música que resuena… y que me contará, sin duda con la voz de una matriarca, la última leyenda, que será la más preciosa para purificar mi alma”.

 

No es raro que el desafío de la paternidad conflictiva, que bajo la lectura de M/T no habría venido del azar o el absurdo sino de la decisión tomada por un alma procedente del bosque profundo, haya llevado a Oé a aceptar la existencia humana como se acepta la existencia de los elementos del mundo natural. No como un hecho injusto ni una maldición sin sentido sino como una prueba. Para ser más preciso: una prueba moral a partir de la que cada uno de sus lectores tiene la posibilidad de trascender lo humano para regresar a la naturaleza.

 

 

 

*Fotografía: Desde su novela “Una cuestión personal” (1964), Kenzaburo Oé (aquí en una foto de marzo de 2004) ha explorado el tema de la paternidad/ ARCHIVO EL UNIVERSAL

 

 

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