La pelea por el gran premio

May 2 • destacamos, Ficciones, principales • 3407 Views • No hay comentarios en La pelea por el gran premio

 

 

POR MARK TWAIN

 

 

 

LA ÚNICA RESEÑA VERDADERA Y CONFIABLE DE LA PELEA POR EL GRAN PREMIO de $ 100,000 en

SEAL ROCK POINT, EL DOMINGO PASADO, ENTRE SU EXCELENCIA EL GOBERNADOR STANFORD Y EL HONORABLE

F. LOW, GOBERNADOR ELECTO DE CALIFORNIA.

 

 

En el último mes el mundo del deporte ha vivido en un estado de excitación febril a causa de la pelea por el gran premio programada para el domingo pasado entre los dos ciudadanos más distinguidos de California por una bolsa de cien mil dólares. La elevada posición social de los competidores, su relevancia en el ámbito de la política y la jugosa cantidad en juego en la pelea contribuyeron a que el enfrentamiento sea de extraordinaria importancia, y para darle un brillo nunca antes visto. El noble carácter de los asistentes elegidos por los dos campeones dio lustre adicional a la pelea: el juez Field (por parte del gobernador Low), magistrado asociado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, y el Honorable Wm. M. Stewart, (comúnmente llamado “Bill Stewart”, o “Bullyragging Bill Stewart”,) de la ciudad de Virginia, el más popular y distinguido abogado en Nevada, miembro de la Convención Constituyente y futuro senador por el Estado de Washoe -espero y creo- por parte del gobernador Stanford. Juntos representan un derroche de talento inusitado en un combate.

 

Stewart y Field tuvieron a sus hombres en constante entrenamiento en la Misión en las seis semanas previas al combate, y el evento generó tal interés que miles visitaron ese sagrado lugar a diario para recabar información sobre la mejoría física y científica de los acróbatas gobernadores. La ansiedad expresada por la población fue intensa.

 

Cuando se supo que Stanford destrozó un barril de harina con un solo golpe de su puño, la voz del pueblo estuvo de su lado. Pero cuando surgió la noticia de que Low abolló un calentador tubular con un solo golpe la marea de la opinión cambió de nuevo. Estos cambios fueron frecuentes y mantuvieron las mentes del público en un estado de vibración continua que temo que se convierta en hábito.

 

La pelea estaba programada para el domingo pasado a las diez de la mañana. Para las nueve de la mañana todos los carros y animales capaces de llevar carga estaban en servicio activo, y las vías que conducen a Seal Rock fueron tomadas por poderosas e incalculables procesiones.

 

Me propuse llegar temprano. Aunque me molestó ser arrebatado de mis agradables sueños por un repentino ataque a mi puerta, y un imperativo “¡Levántate!”, por lo que le pedí a uno de los porteros inteligentes de Lick House llamar a mis aposentos palaciegos y murmurar suavemente a través del ojo de la cerradura el mágico monosílabo “¡Hash!”, que funcionó muy bien.

 

El portero de librea me proporcionó un espécimen solemne de cuerpo corto y patas largas llamado “Morgan”. Me explicó quién engendró al caballo “Morgan” y se disponía a decirme quién lo había domado pero le di a entender que yo era lo suficientemente competente para montarlo y que probablemente debería hacerlo muy eficazmente antes de llegar a la pelea.

 

También le comenté que como no me disponía a asistir a un funeral, no era necesario proporcionarme un animal dotado de tanta solemnidad opresiva como su “Morgan”, a lo que respondió que Morgan sólo se mostraba pensativo cuando estaba en el establo, pero que en el camino sería uno de los caballos más animados del mundo.

 

Y dijo la verdad.

 

El animal me llevó desde el principio de la calle Montgomery al Hotel Occidental. Tomó por aplausos las risas que provocó en las multitudes de ciudadanos apostados en las aceras y honestamente no escatimó en esfuerzos para merecerlo, sin importar las consecuencias.

 

Como era juguetón y tomaba mucho espacio para ejecutar las creaciones de su fantasía, era más seguro verlo desde lejos. En un segundo pasó de trotar junto a un coche a regresar a Barry y Patten y se sentó en la mesa de almuerzo gratis.

 

Así de largas eran las patas del tal Morgan.

 

Entre el Occidental y Lick House, totalmente interesado en su trabajo, planeó y llevó a cabo una serie de maniobras extraordinarias nunca antes sugeridas por el cerebro de un caballo. Arqueó su cuello y fue dando trompicones delicados por las calles laterales, levantándose sobre sus patas traseras ocasionalmente de una manera muy desagradable para asomarse por las ventanas del segundo piso. Finalmente llegó a la heladería frente a Lick House y —     El recuerdo de aquel peligroso recorrido me hizo desviarme del tema de este escrito, que es la gran pelea entre los Gobernadores Low y Stanford, así que retomo.

 

Después de una infinidad de aventuras terribles, historias que podrían llenar muchas columnas de este periódico, por fin llegué a Seal Rock Point al cuarto para las diez, a dos horas y media de San Francisco, no menos satisfecho que sorprendido de haber llegado a mi destino, y até a mi noble Morgan a una roca en la ladera de la colina.

 

Tuve que cubrir su cabeza con mantas porque, cuando le di la espalda por un momento, explayó otro rasgo atroz de su notable carácter: intentó comerse a Augustus Maltravers Jackson, el “humilde” pero interesante retoño del honorable J. Belvidere Jackson, un peluquero rico de San José. Hubiera sido un consuelo dejar al chico a su suerte, pero no me sentí capaz de pagar por él.

 

Cuando llegué al ring, los campeones que ya estaban preparados para el encuentro. Ambos estaban en espléndidas condiciones, y mostraban su pecho y brazos musculosos para deleite de los conocedores del deporte. Eran dos rivales adecuados. Adeptos dijeron que el “peso” y estatura de Stanford eran compensados ​​por la esbeltez y actividad de Low. Con los colores de la Unión alrededor de sus cinturas, sus trajes se asemejaban a los de los esclavos griegos; y de allí hacia abajo estaban vestidos con medias de color carne y botas de granaderos.

 

El ring fue colocado en la hermosa arena de la playa sobre Cliff House, a veinte pasos de las olas de nieve del Océano Pacífico amplio, mientras monstruosos lobos marinos se acercaron a la costa atraídos por la curiosidad de ver a las multitudes reunidas en la zona.

 

A las diez y cinco, el general de brigada Wright, el réferi, solicitó la presencia de los participantes en el encuentro. Llegaron al cuadrilátero animados por los gritos de la gente que sonaban más fuerte que el rugido del mar.

 

PRIMER ROUND.- Los pugilistas avanzaron al centro del ring, estrecharon las manos, se fueron a sus respectivas esquinas, y al llamado del cronómetro, iban y venían. Low salió con su espléndida izquierda y dio un golpe al ojo a Standford y al mismo tiempo su adversario le destrozó el oído. [Estas singulares frases son totalmente correctas, Sr. Editor, las encontré en una copa de “La Vida de Bell en Londres” que tengo justo frente a mí]. Después de un hermoso sparring, ambos bajaron -es decir, bajaron con los asistentes. Con Steward y Field y bebieron un trago.

 

 

SEGUNDO ROUND.- Stanford lanzó un puñetazo muy bien intencionado, pero Low lo esquivó admirablemente y al instante le rompió la nariz. Después de una animada actuación (a la cual ambos están acostumbrados en la vida política) los combatientes se tiraron a pastar. [Ver “La Vida de Bell”].

 

 

TERCER ROUND.- Ambos regresaron jadeando. Low soltó un magnífico puñetazo lateral, pero Stanford lo detuvo fácilmente y contestó con una sacudida en la panza de Low. Hubo más actuación – ambos bajaron.

 

 

CUARTO ROUND.- Los hombres subieron y pelearon cautelosamente por un momento, cuando Standford se descuidó por un instante y Low lo atacó por el hombro y le rompió la boca.

 

 

QUINTO ROUND.- Stanford se acercó con un aspecto perverso, y lanzó un duro golpe con su aleta de babor, la cual colapsó a un lado de la cabeza de su adversario. Desde ese momento hasta el final del conflicto, no había nada normal en el acontecimiento Los dos campeones se pusieron furiosos, y se agotaron uno al otro.

 

 

Low no tardó mucho en darse cuenta que un lado de su cabeza estaba aplastado como una abolladura en un sombrero, así que “fue detrás” de Stanford de la manera más desesperada. Con un puñetazo aplastó su nariz tan fuerte contra su cara que le dejó una cavidad del tamaño y la forma de un ordinario tazón de sopa. Es necesario mencionar brevemente que al hacer espacio para una nariz tan grande, los ojos del gobernador Stanford se apretaron tanto que parecía tenerlos “saltones” como los de los saltamontes. Su cara estaba tan deformada que no parecía él mismo.

 

Nunca vi esa expresión asesina como la que Stanford había asumido; se veía concentrado – tenía pocos rasgos para andarlos repartiendo por todos lados. Soltó uno de sus arietes y colapsó contra el otro lado de la cabeza de Low. ¡Ay de mí! lo último fue un espectáculo horrible de contemplar -uno de los espectadores dijo que “parecía una remolacha que alguien había pisado”.

 

Sin embargo, Low tenía “agallas”. Él salió con su derecha y alcanzó el mentón de Stanford lanzándolo limpiamente hacia atrás, hasta sus orejas. ¡Oh, qué espectáculo horrible era, jadeando y tratando de sacarse el tabaco que tenía entre sus dientes inferiores.

 

Stanford fue inconstante por un tiempo, pero pronto se recuperó, y viendo su oportunidad, apuntó un tremendo golpe en su lugar favorito, aplastando la parte trasera de la cabeza del gobernador Low, de tal manera que la coronilla proyectó sobre su columna vertebral como un cobertizo.

 

Sin embargo, dio la talla como un hombre y envió uno de sus pesados puños a estrellarse hacia las costillas de su oponente y en medio de sus órganos vitales, e instantes después arrancó el débil pulmón izquierdo de Stanford y lo golpeó en la cara con él.

 

Si alguna vez vi a un hombre enfurecido en mi vida, ese fue Leland Stanford. Por poco se vuelve loco. Retomó antigua especialidad, la cabeza del gobernador Low; se la arrancó del cuerpo y lo derribó con ella. (La multitud quedó extasiada).

 

Estupefacto por su extraordinario esfuerzo, el gobernador Stanford se tambaleó, y antes de que pudiera recuperarse, el descabezado pero indomable Low saltó hacia adelante, arrancó una de sus piernas de la raíz, y le asestó un golpe en el ojo con ella. El siempre vigilante Bill Stewart salió a la ayuda de su peleador lisiado con un par de muletas, y la batalla se encendió de nuevo tan ferozmente como siempre.

 

En esta etapa del juego, el campo de batalla estaba cubierto con suficientes restos humanos como para suministrar material para la construcción de tres o cuatro hombres de tamaño ordinario, y de sesos suficientes para abastecer a todo un país como del que yo provengo, del noble y viejo Estado de Missouri. Y así los combatientes estaban tan teñidos en su propia sangre que parecía que usaban una camisa roja y estaban mutilados y deformes.

 

Cuando la oportunidad se presentó, Low agarró a Stanford por el pelo de la cabeza, lo giró tres veces una y otra vez en el aire como un lazo, y luego lo golpeó en el suelo con tanta fuerza que estremeció todo su cuerpo, y se retorció dolorosamente, como un gusano; y ahí se contemplaba su cuerpo y las extremidades que le habían quedado, asumiendo en breve un aspecto hinchado semejante al de una muñeca de trapo rellena de aserrín.

 

Sin embargo, se recuperó de nuevo y los dos forajidos se tomaron del cuello y no se soltaron hasta que se desmenuzaron uno al otro terminando en tan insignificantes retazos que ninguno era capaz de distinguir sus propios restos de los de su antagonista. Fue horrible.

 

Bill Stewart y el Juez Field salieron desde sus respectivas esquinas y contemplaron las reminiscencias sanguinarias en silencio durante varios minutos. Al final, después de no poder descubrir cuál de los campeones había dado la mejor pelea, tiraron sus esponjas de forma simultánea, y el general Wright proclamó en voz alta que la batalla fue “un empate”. Que mis oídos nunca más vuelvan a desgarrarse por la explosión producida por la multitud al escuchar tal anuncio. Amén.

 

Por orden del general Wright, se adquirieron cestas, y Bill Stewart y el Juez Field procedieron a recoger los fragmentos de sus difuntos peleadores, mientras que yo recogí mis notas y fui tras mi infernal caballo, que se le habían caído las mantas y andaba forrajeando entre los niños vecinos. YO – * * * * * * *

 

 

PD – Sres. Editores, he sido víctima de un infame engaño. Impuesta por el   siniestro malhechor, el Sr. Frank Lawler, de Lick House. Dejé mi habitación hace un momento, y al primer hombre que encontré en las escaleras fue el gobernador Stanford, vivo y sano, sin ninguna mutilación como usted o como yo. Me quedé sin palabras.

 

Anteriormente salí a la calle y también me topé al gobernador Low, con su cabeza sobre sus hombros, sus extremidades intactas, su mecanismo interno en el lugar correcto, y sus mejillas floreciendo con bella robustidad. Estaba impresionado.

 

Pero me bastó una simple palabra proveniente de él para darme cuenta que había sido engañado por el Sr. Lawler con una detallada pelea que nunca ocurrió, y que probablemente nunca iba a ocurrir; le había creído tan implícitamente que me senté y comencé a escribir (como otros reporteros lo han hecho antes que yo) en un lenguaje calculado para engañar al público y convencerlos de que yo mismo estuve presente, y a embellecerlo con una serie de falsedades destinadas a recitar ese engaño de una manera tan creíble como fuera posible.

 

Reflexioné sobre mi singular posición por varios minutos, no llegué a ninguna conclusión; es decir, no hay ninguna conclusión satisfactoria, excepto que Lawler fue un completo bribón y yo un consumado tonto. Sin embargo, ya había sospechado antes, y estaba familiarizado con el último hecho desde hacía casi un cuarto de siglo.

 

En conclusión, permítanme disculparme de la manera más humilde con el actual gobernador de California, el Honorable Sr. Low, el gobernador electo, con el Juez Field y con el Honorable. Wm. M. Stewart, por el gran mal que mi imbecilidad innata ha causado al escribir y publicar tal sanguinaria ridiculez.

 

Si se tratara de hacerlo otra vez, no sabría si lo haría. No es posible para mí explicar cómo me las ingenié para creer que hombres tan educados y refinados como éstos podrían rebajarse a participar en el repugnante y degradante pasatiempo de pelear por un premio. Fue sólo el trabajo de Lawler, ustedes entiendan, ¡la burda, e hinchada imagen de un hombre que lleva nueve días de ahogado!

 

Pero me vengaré de él por esto. La única excusa que me dio fue que él consiguió la historia de John B. Winters, y pensé, por supuesto, eso es – ¡como si un futuro congresista del Estado de Washoe pudiera decir la verdad! ¿Sabe usted que si alguno de estos miserables canallas se cruzara en mi camino mientras estoy de mal humor les cortaría el cuero cabelludo en un minuto? Ese soy yo. Ese es mi estilo.

 

Traducción: Alicia Cruz / Giselle Rodríguez

 

 

*Ilustración: Leticia Barradas

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