La poesía sin corbata

Jul 5 • Conexiones, destacamos, principales • 5677 Views • No hay comentarios en La poesía sin corbata

 

POR GUILHERME FREITAS

 

Enviado especial/O Globo/GDA

 

A los 99 años Nicanor Parra habla sobre literatura, música y filosofía y dice que dejó de escribir para dedicarse a anotar frases de niños

 

En una calle de tierra en Las Cruces, poblado de dos mil habitantes en el litoral chileno, hay una casa que se distingue de las otras por una palabra clavada en la puerta: “antipoesía”. En ella vive el hombre que creó ese término y con él revolucionó la literatura del siglo XX: Nicanor Parra, el antipoeta. ¿Qué es la antipoesía? “Un bofetón al rostro del Presidente de la Sociedad de Escritores”, dijo hace mucho tiempo. ¿Qué es un antipoeta? “Un sacerdote que no cree en nada”, “un bailarín al borde del abismo”, “un vagabundo que se ríe de todo, hasta de la vejez y de la muerte”.

 

En Chile ya se preparan los homenajes por el centenario de Parra, en septiembre, que incluyen una exposición en Santiago, una fotobiografía y una obra inédita de los años ochenta, recién anunciada. Él prefiere quedarse en Las Cruces, a cien kilómetros de la capital, en su casa con vista al Océano Pacífico. No participa en eventos, no le gustan las entrevistas ni ser fotografiado. Hay algunos días en que no recibe a nadie. Hay otros en que le ofrece a sus visitas muestras generosas de su memoria y su afilado sentido del humor. A los 99 años mantiene el gusto por conversar, leer y escribir en cuadernillos (dice que guarda más de 300).

 

En una tarde de mayo, Parra recibió a un visitante brasileño con una sorpresa antes de los saludos de rutina: recitó de memoria y en buen portugués versos de Fernando Pessoa (“Todas las cartas de amor son ridículas / no serían cartas de amor si no fueran ridículas”) y Carlos Drummond de Andrade (“En medio del camino había una piedra / había una pierda en medio del camino”). Siempre candidato para el Nobel, ganador del Premio Cervantes y uno de los autores más celebrados de la lengua española, pero sin libros publicados en Brasil, ¿habrá tenido Parra un interés especial por la poesía en lengua portuguesa?

 

—¡No doy entrevistas! Yo sólo quería decirle esos poemas a mis amigos brasileños y tú ya me vienes con preguntas! —le dice el antipoeta al periodista de O Globo, y amenaza con terminar el encuentro, pero rápido cambia de idea, sella la paz ofreciendo galletas y se pone a hablar.

 

Sentado en el sofá de la sala, frente a la ventana con vista a un mar nebuloso, Parra salta de un asunto a otro con su voz aguda e irónica. Encara al interlocutor con una mirada firme, enmarcada por los cabellos blancos, revueltos. Durante una hora, habla de matemáticas, que estudió y enseñó durante décadas, y de música popular chilena, pasión compartida con su hermana, la cantante y compositora Violeta Parra. Recita y comenta pasajes de Shakespeare, de quien ya tradujo El rey Lear, y de quien prepara hace años una versión de Hamlet. Y da pistas sobre el estado actual de la antipoesía.

 

—La gran cuestión de la literatura es cómo hacer una frase. Dejé de escribir cuando comprendí que ningún poema se compara con las frases de un niño. Ahora lo que hago es anotar lo que ellos dicen— cuenta Parra, citando a uno de sus nietos: “¿Por qué maullar? Si yo fuera gato, haría AU”.

 

—Ningún poeta, profesor, crítico o Nobel lo hace mejor.

 

Nicanor Segundo Parra Sandoval nació el 5 de septiembre de 1914, en el poblado chileno de San Fabián de Alico, hijo de un profesor de primaria y de una costurera. Es el mayor de los nueve hermanos de una familia que se convirtió en una dinastía de la cultura chilena, presente en la literatura, la música, las artes plásticas, la danza y el circo.

 

Con Violeta, investigó la música folclórica, sobre todo la cueca, género de los rincones más pobres del país. Fue el gran impulsor de la hermana más joven, que en la década del cincuenta y sesenta exaltó las culturas tradicionales de América Latina y compuso canciones celebradas en todo el continente, como “Gracias a la vida” y “Volver a los 17”. Después de su suicidio, en 1967, el hermano escribe uno de sus poemas más largos y conmovedores, “Defensa de Violeta Parra”: “Porque tú no te vistes de payaso / porque no te compras ni te vendes / porque hablas la lengua de la tierra / […] Eres un manantial inagotable/ de vida humana”.

 

Un poeta licenciado en Matemáticas

 

Nicanor fue el primero de los Parra en llegar a la facultad. Estudió matemáticas y física en la Universidad de Chile, en Santiago, mientras colaboraba en revistas literarias de la capital. En 1937, dos años después de que Neruda se consagrara con Residencia en la tierra, y cuatro antes de que Gabriela Mistral llegara a ser la primera chilena en ganar el Nobel, publicó su primer libro, Cancionero sin nombre, del que después renegaría. La poesía de Parra comenzó a transformarse en el periodo en que vivió en Inglaterra, donde desembarcó en 1949 para especializarse en cosmología.

 

En el viaje del navío a Oxford, Parra hizo su única visita a Brasil, una escala en el puerto de Santos. Conocido por su memoria prodigiosa, narra con detalles una escena ocurrida hace 65 años, que parece salida de uno de sus poemas cómicos: la pelea entre un grupo de borrachos marineros norteamericanos y dos brasileños de facciones indígenas, mucho más bajos que los adversarios (“y los indios ganaron”, dice divertido).

 

En Oxford profundizó en el modernismo y en la vanguardia, pero también en la poesía medieval declamada en la plaza pública y llegó a la intuición esencial de la antipoesía. Contra lo que llama “poesía de traje y corbata”, creó una obra anclada en el habla popular, en el humor y el rechazo a los temas clásicos y a la pompa literaria. En “Advertencia al lector”, escrito en esa época, se lee: “Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse: / La palabra arco iris no aparece en ninguna parte, / Menos aún la palabra dolor / […] / Sillas y mesas sí que figuran a granel, / ¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!/ Lo que me llena de orgullo / Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos”.

 

En 1954, de vuelta en Chile, lanzó Poemas y antipoemas, que presentó la expresión que definía su obra y algunos de sus versos más conocidos hasta hoy. En “Autorretrato”, se describe como un profesor ogro y agotado por el exceso de trabajo. “Soliloquio del individuo”, en forma de un largo monólogo, acompaña la evolución humana desde la prehistoria al presente, concluyendo con un verso seco: “Pero no: la vida no tiene sentido”.

 

La contradicción aparente de una poesía que “niega” la poesía, lejos de ser incoherente, es la base del trabajo de Parra. En un momento dado de la conversación pide que traigan de su biblioteca un ejemplar de Fundamentos de física, de los estadounidenses Robert Bruce Lindsay y Henry Margenau, publicado en Chile en 1969. Abre en la primera página y muestra con orgullo el crédito: “Traducción de Nicanor Parra”. Después comenta un pasaje sobre el “principio de la indecisión”. Entusiasmado, manda traer un libro del matemático austriaco Kurt Gödel, Sobre proposiciones formalmente indecidibles.

 

—Esas son cosas avanzadas —bromea, mostrando páginas de gráficas y ecuaciones—. Lo importante es que este señor probó que algunos enunciados pueden ser verdaderos y falsos al mismo tiempo.

 

Cuando le sugieren que la antipoesía es una suerte de filosofía, Parra corrige:

 

—Antifilosofía.

 

El aprecio de Parra por la contradicción era un cuerpo extraño en las polarizadas décadas de los sesenta y setenta. Mientras Neruda, ganador del Nobel y afiliado al Partido Comunista, era la estrella de la intelligentsia chilena, el antipoeta era visto con desconfianza por su rechazo a alinearse a partidos, aunque siempre se haya dicho de izquierda. Aun así, a la consagración de Poemas y antipoemas siguió el éxito de libros como Versos de salón (1962) y Canciones rusas (1967) y el Premio Nacional de Literatura en 1969. Parra viajó por el mundo, participó en eventos en Cuba, Rusia y Estados Unidos (recuerda con alegría un desayuno con João Guimarães Rosa en un congreso del PEN Club en Nueva York, en 1966). Fue bien acogido por los beatniks y algunos de sus poemas fueron traducidos por Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y William Carlos Williams. Se le publicó en varios idiomas y pasó a ser señalado como candidato al Nobel.

 

En 1970, un hecho cambió para siempre su relación con el medio intelectual chileno. Al año siguiente de la elección de Salvador Allende, a quien no apoyó abiertamente, fue captado tomando el té con la mujer del entonces presidente Richard Nixon en la Casa Blanca. Parra estaba en Estados Unidos como jurado de un concurso literario, y la foto, armada por asesores del gobierno, fue tomada durante una recepción protocolaria. Pero, en medio de la guerra de Vietnam y de las amenazas estadounidenses contra Allende, se armó un escándalo en su país natal. Si antes Parra había sido llamado por los conservadores “tonto útil de izquierda”, comenzó a ser acusado por la izquierda de ser “payaso de la burguesía”. De poco sirvió recordar que también era jurado del premio Casa de las Américas del gobierno cubano, que le retiró la invitación cuando se enteró de la foto.

 

Ecología en tiempos de represión

 

En el fuego cruzado de la Guerra Fría, Parra vivió un cambio creativo. Comenzó a componer obras con frases cortas y explosivas, acompañadas por dibujos o montajes fotográficos, que bautizó como “artefactos”. La polarización política era uno de sus blanco preferidos. Parodió un eslogan castrista en el artefacto “Cuba sí, yankees también”. Ridiculizó el sueño americano con los versos “USA / donde la libertad / es una estatua”. Dibujó a una multitud cargando la pancarta “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”.

 

La sala de la casa de Las Cruces está repleta de artefactos. Como si Parra viviera instalado en su obra. Una foto con los colegas de la escuela en Santiago se ganó el pie de “Todas íbamos a ser reinas”, título de un poema de Gabriela Mistral. Recargada en una esquina, casi cubierta por una pila de libros y revistas, hay una señal de tránsito con tres grandes flechas —Pasado, Presente y Futuro— apuntando en direcciones diferentes. Cerca de esta hay una foto de Parra dando clases en la Universidad de Chile, donde trabajó durante 50 años: él aparece frente al pizarrón que, repleto de inscripciones y de señales, recuerda un artefacto en progreso.

 

—Para mí, el pizarrón era como un poema— recuerda sobre la foto.

 

Después del golpe militar encabezado por Pinochet, y del suicidio de Salvador Allende, en 1973, Parra, al contrario de muchos artistas e intelectuales, no se exilió. Continuó dando clase en la Universidad de Chile, en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ciencias y Matemáticas, que se volvió una isla de libre pensamiento durante la dictadura, que atraía disidentes de diversos matices ideológicos. En 1977, creó al personaje Cristo de Elqui inspirado en el caso real de un “profeta” barbón e histriónico que predicaba por Chile. En una serie de poemas protagonizados por él, lanzaba diatribas contra el régimen: “Aquí no se respeta ni la ley de la selva”, se lee en uno de ellos.

 

Los alumnos fueron testigos de un nuevo cambio de rumbo en la obra de Parra. En los años setenta encontró en la ecología y en los derechos humanos la plataforma desde la cual podía disparar contra los dos lados de la Guerra Fría. “Ni socialista ni capitalista sino todo lo contrario: ecologista”, resumió. En las clases, comenzó a hablar de literatura ecológica. En vísperas de la visita de Juan Pablo II a Chile, en 1987, definió como objetivos del curso: “1) averiguar si es lícito esperar que el Papa sirva de mediador entre Capitalismo y Socialismo Real con miras a la recuperación del planeta. 2) Colapso y Holocausto, ¿son evitables? ¿Cómo sobrevivir?”. Después de ver al Pontífice saludando a la multitud al lado de Pinochet, escribió el poema “La sonrisa del papa nos preocupa”.

 

En 1994, Parra dejó la universidad y se instaló en Las Cruces, donde se dedicó a un proyecto antiguo: traducir a Shakespeare. En 2004, publicó su versión de El rey Lear, intitulada Lear, rey y mendigo. Parra dice haber encontrado en El rey Lear una oposición entre “el lenguaje popular del bufón” y “el arte del bien decir del rey”, por eso defiende que el método de Shakespeare es antipoesía. Su versión fue elogiada por transponer el tono coloquial del autor inglés en el español. Trabaja hace décadas en una esperada traducción de Hamlet. Al preguntarle sobre esta, se limita a declamar su pasaje favorito, un diálogo en el que el protagonista sorprende a Ofelia al pedirle que le permita recostarse en su regazo: “¿Qué puede un hombre sino alegrarse?” —recita, repitiendo la pregunta de Hamlet—. ¡Esa es la clave!

 

Pasión por la música de los bajos fondos

 

En su retiro en Las Cruces, una de las alegrías de Parra son los nietos y los niños de los vecinos que alimentan su colección de frases. Además de la del nieto sobre el sonido de los gatos, enumera otras que bien podrían estar en sus artefactos, como la ocasión en que una de sus nietas interrumpió una fiesta de familia con la orden: “¡Yo canto! Ustedes aplauden”.

 

—Yo me apropio de todo, de Shakespeare a Homero. Pero de las frases de las personas, no. Siempre les doy el crédito —dice Parra, mostrando un poema reciente publicado en una revista chilena, compuesto a partir de una conversación con su empleada doméstica, Rosita, sobre las razones que la llevaron a abandonar la escuela—. Hoy sólo me interesa el discurso infantil y el discurso limítrofe: el de los borrachos, locos y marginales.

 

Parra pide que le traigan un disco de cueca. La música que sale del aparato es acelerada con guitarras y percusiones que marcan un ritmo rápido, hombres y mujeres alternándose las voces. Él escucha en silencio durante varios minutos hasta que dice en tono bromista:

 

—No son artistas los que están cantando. Es la música de los bajos fondos de Valparaíso. ¡Prostitutas y ladrones! Si vas solo, no sales de ahí entero. Escucha cómo hablan. ¡Eso es lo mejor!

 

Comienza a seguir el ritmo golpeando los dedos en la mesa de madera, siguiendo con precisión el ritmo de la cueca. Invita al periodista a que lo siga también y, cuando se da por satisfecho con el acompañamiento, comienza a hacer sonar la cucharita de metal en la taza de té.

 

—Eso es más difícil, usar las cosas como instrumento —dice subiendo la voz para hacerse oír en medio de la música—. ¡Tenemos que transformar todo en instrumento musical!

 

Más tarde, ya de salida, el periodista le pregunta sobre un cartel que cuelga en la pared, al lado de la ventana que da hacia el Pacífico. Es el anuncio de la edición de este año de la feria literaria de Las Cruces, en homenaje al centenario de “nuestro vecino Nicanor Parra”. Él hace un gesto insolente y guiña un ojo con complicidad:

 

—¡Yo no voy a nada de eso! —dice, y se despide con un abrazo.

 

A pesar de estar apartado de la vida literaria, el antipoeta es cada vez más festejado. En 2006, el Palacio de la Moneda, sede del gobierno chileno, acogió una exposición con sus artefactos. Señal de los tiempos: un lector insistió en registrar en una carta al periódico El Mercurio que todo eso le pareció “una gran falta de respeto que le hace mucho bien a nuestra democracia”. En 2011, salió en España el segundo volumen de sus Obras completas y algo más, con recepción que lo consagra (en el prefacio, el crítico Harold Bloom lo llama “poeta esencial”). El mismo año, ganó el premio Cervantes, máximo honor en la literatura en lengua española.

 

En su representación en la ceremonia en Madrid, mandó a su nieto Cristóbal y la vieja máquina de escribir que usó para componer los primeros antipoemas. En uno de ellos, hace más de 50 años, dijo: “así pasa la gloria del mundo / sin pena / sin gloria / sin mundo/ sin un miserable sándwich de mortadela”. En el discurso leído por su nieto, Parra concluyó con un diálogo imaginario:

 

—Usted se considera merecedor del Premio Cervantes?

 

—Sí.

 

—¿Por qué?

 

—Por un libro que estoy por escribir.

 

*Traducción: Alma Miranda

*Fotografía: Parra en su casa de Las Cruces en mayo de este año./ EL MERCURIO/GDA.

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