La red y sus ritos instantáneos [Parábolas de las postrimerías]

Abr 4 • Conexiones, destacamos, principales • 4243 Views • No hay comentarios en La red y sus ritos instantáneos [Parábolas de las postrimerías]

 

POR JEZREEL SALAZAR

 

 

 

En Los rituales del caos existe una serie de textos titulados “Parábolas de las postrimerías” que describen con mirada futurista y retórica bíblica comportamientos y escenarios actuales. Estos alucines ficticios, de carácter socarrón e irónico, exacerban ciertas experiencias del ahora, sus valores escondidos y sus horrores subterráneos. He aquí una parodia de ese tipo de escritura monsivaíta, a la que hasta el momento se le ha puesto pobre atención. En este caso está enfocada en el mundo virtual y las redes sociales, fenómeno que Monsiváis ya no pudo cronicar.

 

I. Parábola de las mitomanías

Bienaventurados los hombres sin pudor porque de ellos será el reino de las redes. Las nuevas tecnologías construyen el santo y seña, el verdadero abismo, de la propia biografía. Y es ahí donde uno se entera de quién es, y a quién le importa. El miedo al ridículo se ha reducido a grados alarmantes y ya nadie teme exhibir la banalidad o la estupefacción de sus días. Los confesionarios ya no son lo que eran, y han sido sustituidos por los perfiles y el avatar que los acompaña. Está ahí el diario íntimo vuelto hipertexto y teatro, escenografía diseñada para el ojo forastero. Y si desde los inicios ha existido lujuria en la contemplación de lo ajeno, hoy el tránsito que vale es el de lo prohibido a lo desinhibido. No hay privacidad posible en la red porque la red es, por definición, experiencia compartida, ruptura del horizonte de lo íntimo. Y quien no lo sepa, descubrirá sus fotos en otro perfil, con su mismo nombre, pero con contraseña distinta.

 

Bienaventurados los pobres de cuerpo, porque de ellos será la realidad 2.0. ¿Qué sustituye a la corporalidad, sino las imágenes? No es que los afectos se desmantelen o pierdan relevancia o se vuelvan inauténticos. Es sólo que las fantasías que alimentan al amor y a las pasiones, son producidas por teclados y distancias. La profilaxis facial es un signo de los tiempos, y las utopías personales, al pasar a las pantallas, escamotean los defectos. En el proceso, algo se distorsiona de lo que antes llamábamos verosimilitud: la nueva censura fomenta imágenes sin llagas, manchas o “imperfecciones” de la piel, y el ojo se acostumbra a ver lo que en la realidad es absolutamente inexistente –cuerpos con curvas imposibles, ojos tecnológicamente diseñados, el reiterado abandono de la falla, el deterioro y los desperfectos. Y aunque la creencia de Lichtenberg renueva su vigencia (“Los hombres más sanos, más hermosos y mejor proporcionados son quienes están de acuerdo con todo; en cuanto se padece un defecto se tiene una opinión propia”), todos se hacen los disimulados y nadie refrenda la cita (y si alguien lo hace, nadie más lo retuitea).

 

Bienaventurados aquellos que carecen de un rostro preciso porque obtendrán una avalancha de likes, y serán, de este tiempo, el pan, el vino y el circo. El ciberespacio es el reino de la mitomanía: cada uno deja constancia no de lo que es, sino de lo que quisiera ser. He ahí el poder de las metamorfosis: quien altera la propia personalidad lo hace atendiendo la antigua finalidad de preservar (o engrandecer) el ego y, muchas veces, lidia con sus disminuciones corporales (que también se exponen engrandecidas). Los sueños de Gutenberg producen, si no monstruos, sí fisonomías enajenadas (ajenas al propio yo). Ya se sabe que la imagen de perfil siempre es una aproximación (lejana) al rostro real, y que si uno quiere, en el ciberespacio, acercarse a los cánones de belleza, siempre lo hará bajo el signo de la sospecha. La subjetividad se construye al mismo tiempo como visibilización e invisibilización, y lo único que se obtiene, en verdad, son alegorías de la identidad, modos de la hipocresía, relatos simulados de una vida, para desgracia de cada quien, estandarizada.

 

Bienaventurados quienes buscan la originalidad cibernética porque de ellos será el legado virtual de lo contraproducente. La masificación es hija de la prolijidad y también del genio no individualizado. Lo excepcional es aquí ausencia colectiva o mejor: ocurrencia singular repetida al infinito –en sentido estricto: compartida por millones. ¿Quién se distingue si todos ejercen la misma actividad: actualizar de modo significativo el estado, escribir el post originalísimo, ver fijamente una pantalla? En la Tierra sagrada del internet, desaparecen los proyectos que no se queden en territorios de la imaginación, y la posibilidad de actuar es sólo un orbe simulado –la vida como almacenamiento de datos. La batalla por el prestigio es el infierno de lo virtual y lo indistinto, y todos se vuelven sujetos predecibles que viven la orgía de los trescientos mil tuits por minuto, y renuevan, instante tras instante, la impaciente necesidad de actualizar el perfil, la compulsión de registrarlo todo a través de la cámara miniaturizada.

 

Bienaventurados los que poseen identidades alternativas porque su felicidad será virtual o no será. Identidad alternativa no refiere aquí a la posibilidad de entrar en contacto con comportamientos marginales (que se dan), sino sobre todo con la posibilidad de la dramatización social y del cúmulo de metáforas rituales sobre las que ya Víctor Turner alguna vez teorizó. Si las máscaras sociales siempre han existido, ahora aparecen multiplicadas y exacerbadas. El anonimato es la máquina que produce personalidades y prestigios, temores y temblores, estilos de vida. Florece un nuevo decadentismo que Wilde hubiera abrazado con pasión crítica y pose política, pero no, aquí la mímica personal tiende a lo superfluo o a lo banal, aunque las pretensiones del momento afirmen lo contrario: se acude a una estética fracturada y espontánea, y cada quien se piensa como el Cartier Bresson de todos los instantes, el Góngora iluminado del verso hiper-libre, el Proust de la brevedad. Véanse, azarosamente, instagrams, blogs, time-lines, para comprobarlo. O sáquese del bolsillo el propio celular y acéptese la culpa y el castigo. La culpa de convertir la propia vida en espectáculo masivo, el castigo de nunca tener suficientes espectadores.

 

Gozaos y alegraos, porque vuestro mundo de equívocos, es también (ya lo dijo Deleuze) una fábrica de tristezas y frustraciones, no de manera definitiva, pero sí en la mayoría de los casos. Gozaos y alegraos, porque vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo, y es grande vuestro galardón en el cielo. Bienaventurados los sobrevivientes del juicio final porque sus correos electrónicos jamás serán hackeados.

 

II. Parábola de las lubricidades virtuales

Y Hi5 engendró a MySpace, y MySpace engendró a Facebook, quien al conocer a Twitter, decidió abandonar a YouTube, y pasar el resto de sus días subiendo fotos de su concupiscencia feroz con Flirck, Tumblr e Instagram.

 

Permíteme, oh, Señor, relatarte las virtudes del lance introspectivo, la bravata textual y el invisible coqueteo; hablarte de la provocación lúbrica que genera lascivia y falta de contención. Como siempre, las amigas (y las amigas de las amigas) pueblan el imaginario sexual de propios y ajenos, pero ahora están sus imágenes de perfil para volver más concreta (y menos creativa) la fantasía volitiva o voluble, ya no sé. Lo que sí es que están, tan sólo al alcance de un click, los rostros que son resultados del autorretrato, esa moda benigna o maligna (cada quien le confiere a las imágenes ajenas modos distintos del discernimiento), esa moda que, al menos hoy, parecería no tener fin (pero sí función o destino).

 

Dame las fuerzas, oh, Señor, para hablarte de esas efigies que son auto-emulación reiterada (y por ello, iconografía social): sostienen la cámara a cierta distancia, bajan la mirada para acentuarla, elevan los labios como síntoma impúdico de los besos guardados y las oralidades contenidas… es la pose repetida como signo de identidad. ¿Por qué me tocó a mí la desgracia de atestiguar esta época?, ¿hay todavía lugar para la redención? Lo virtual no es necesariamente lo virtuoso, ya se sabe, y las redes propician o multiplican las lujurias de la mirada, algo que tuvo su antecedente en revistas licenciosas y renta de videos pornográficos, pero que vive su edén hoy, en las webcams de sexo en vivo, o en el auge de las videograbaciones “caseras” que intentan (fallidamente) proyectarle autenticidad a un mundo que opera bajo el signo de la sospecha. No sé yo nada, Señor, del porqué de estas prácticas sacrílegas, pero me pregunto ¿qué logran preservar del deseo tangible y de los apetitos del manoseo verdadero? Enseguida me respondo que en las pantallas donde cuerpos y manos celebran festines del tacto pueden comprobarse:

 

a) la ausencia de originalidad en la euforia del gesto fingido,
b) la capacidad para hacer del éxtasis auditivo, aburrimiento insomne,
c) la liberación de las restricciones morales como reduccionismo de los sentidos,
d) la exhibición, que se quiere edificante, de la extravagancia o la inhumanidad,
e) todas las anteriores.

 

Me santiguo y te pregunto, oh, Señor, ¿qué fue de los espacios reales del faje, de la ciudad en donde el coito era hazaña furtiva contra los padres o los policías?, ¿por qué en la actualidad la mesa frente al computador es lo que ha sustituido (y determina) la secuencia de nuestros aprendizajes eróticos? Cada día, cada hora, cada minuto, ahora mismo, se abre la pantalla y se acude a la mano fácil, húmeda y casi siempre presurosa, pero ¿qué se puede hacer, oh, Señor, ante la pérdida de experiencias, ante la disminución de la intensidad que ahora todo lo gobierna?

 

Porque no quiero caer en la falacia del que sólo conoce a través del prejuicio, he dedicado horas y horas a la contemplación, sin prisa pero apesadumbrada, de los chats de sexo y las páginas en donde se compila el resultado de esas prácticas infames que son el sexting y la autopromoción de fotos íntimas. Y también me he entrenado en las fórmulas eficaces que perseveran en los chats para el ligue candoroso y las apps de sexo instantáneo. Por eso te pido, oh, Señor, que enmiendes tú las perversiones del ahora, que impongas sanciones a los indecentes, y reduzcas la confusión de quienes destilan con sus cuerpos el magma blanquecino de los impíos y el sudor hirviente que surge de frotes enajenados, de roces producidos contra uno mismo. Castígalos, oh, Señor, para que sepan que ningún pecador puede alcanzar la paz celeste, luego de vivir los imaginarios de la avidez sólo como eso, como ejercicios solitarios que no llevan a las verdaderas lubricidades, aquellas que ejerce la carne sobre la carne, que produce el aroma de los efluvios convulsivos, y que no inhibe, a través de la depilación, el vello púbico, esa realidad fantástica, arborescente, tan perfectamente plena.

 

III. Parábola de la indefensión en la red

Y vi que en la manos tenía un teclado aquel que se hallaba sentado en el trono. Y observé a un ángel imperioso que pregonaba, entre estertores, a su lado: “¿quién es digno de lanzar en el ciberespacio, y sin nombre, todos sus prejuicios?, ¿puede aquel creer que no será llamado a cuentas?” Y supuse entonces que en el mundo virtual de las postrimerías ya no operarían las certidumbres fáciles, y que los imperativos se actualizarían por falta de fe: Porque ando en valle de sombra de muerte / temeré a todos los males o a ninguno; / porque no estarás conmigo / nadie frente al teclado me infundirá aliento. Y miré, y vi que el trono lo ocupaba un sujeto sin rostro y con muchos ojos y brazos, y que esa era la forma en que el castigo de Dios se expresaría hacia el final. Y comprendí que el mundo de mañana sería presidido por resquemores y desconfianzas, un orbe donde la apariencia siempre resultaría más expresiva (no necesariamente más eficaz) que la esencia. Y el ángel imploró mi cercanía y me llamó ‘Cordero’. Y no tuve de otra que acercarme a la pantalla. Entonces escuché la voz de los muchos llamándome a la inmolación, y comencé a tuitear, endemoniado. Y a todo lo creado que está en el mar, y en el cielo, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: “Al que está sentado en el trono, y a ti, que estás a su lado, caiga sobre sus cabezas la intolerancia y el horror; y no halla compasión para sus hijos y los hijos de sus hijos”. Y enseguida la pantalla se llenó de bots y troles cibernéticos, y en mi ofuscación comprendí que la violencia era la demasiada gente incorpórea y su anonimato. Y vislumbré que la impunidad seguiría siendo hija de la masificación, y me dije que siempre sería más fácil aventar la piedra y esconder la mano cuando se estaba en medio de un baile de antifaces, sobre todo si se contaban por millones quienes asistían a la fiesta. Y comencé a leer imprecaciones mordaces, difamación repetida por cientos de millares. Y recordé que Pellicer había dicho ya, con un lenguaje menos arcaico y más efectivo, la misma idea: mudos espiamos a otros, mientras delatores voraces nos vigilan y observan. Y entonces el ángel levantó su mano al cielo y sentenció: “la violencia será el castigo para los que busquen la libertad sin fueros”. Y eso era, en aquel momento, la pantalla: violencia verbal –hija de la ausencia de responsabilidad y normas, pero también producida por algoritmos y recopilaciones estadísticas. Y la intimidación recibida, una y mil veces, y la voluntad de ofrecer mis palabras, mis gestos y mis señas, me convertía en mi propio verdugo, consumidor voraz y siempre insatisfecho; porque eso sí, yo no dejaba de tuitear, a pesar de la vulnerabilidad excesiva de ese aleph borgiano, que para mi sentido común se había vuelto trampa intemporal, porque nadie puede verlo todo al mismo tiempo y mantener la inocencia intacta, y porque un espacio dominado por la ausencia de cuidado y contacto físicos, puede ser el signo del Apocalipsis por venir, la columna de fuego que nos espera en el último de los días.

 

 

*Bienaventurados los pobres de cuerpo, porque de ellos será la realidad 2.0 / Foto: Especial

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