La redención postsoviética

May 20 • destacamos, Ficciones, principales • 1343 Views • No hay comentarios en La redención postsoviética

 

Por cortesía de Libros del Asteroide compartimos un fragmento del prólogo de Piedra, papel, tijera del escritor Maxim Ósipov, quien con un aire chejoviano ilustra la vida de personajes tras la caída de la URSS

 

POR MAXIM ÓSIPOV

En recuerdo de mis padres

Vnúkovo es el aeropuerto más pequeño de Moscú, un aeródromo de bolsillo, y cuando aterrizas en la terminal, sobre todo si es sábado y son las once de la noche, no esperas encontrarte con una multitud.

 

Los sellos en el pasaporte, la maleta… Todo ocurre deprisa.

 

—¿De dónde viene?

 

—De Vilnius.

 

—¿Qué lleva?

 

Nada especial: libros, queso. Nada contrario a las normas. Puedes pasar.

 

Pero justamente aquí, a la salida, te espera la sorpresa: una aglomeración de varones formando un grupo compacto. ¿Cuánta gente puede esperar un avión que viene de Tbilisi? Pero, no, no parecen georgianos. Tampoco nadie te aborda. Nada de agobiantes “taxi, taxi a la ciudad, barato…” Todo está en silencio, a pesar de la muchedumbre. ¡Qué raro!

 

Te abres paso entre la multitud, pero el gentío no mengua, no se reduce, aunque tampoco es que te impida pasar: simplemente se queda quieto. Lo forman tipos fornidos de mediana edad, sin barba, con abrigos y chaquetas oscuras, que parecen no verte. Si les pasas por encima con tu maleta de ruedas ni te imprecan ni se inmutan. Se diría que se los podría pellizcar o pinchar y tampoco se moverían. Notas una incomprensible y oscura fuerza extraída de un sueño. ¿Quiénes son? ¿Adónde se dirigen? ¿Es una peregrinación? ¿A La Meca? Ahora vamos a aclararlo: ¿dónde está la policía, los guardias de seguridad?

 

Tras abrirte paso hasta la puerta de cristal, compruebas que está cerrada; allí, en la calle, también se reúne una muchedumbre, pero de otro género: más multicolor y de ambos sexos. Un policía apostado en la puerta lleva en la mano un recipiente… ¡Cuánto tardas en comprender las cosas! Es un candil: son las vísperas del Sábado Santo. Tensa espera, pronto aterrizará el Fuego Sagrado.(1)

 

—Llega un vuelo especial de Tel Aviv. Están esperándolo.

 

Rak ze kházer lánu”: lo único que me faltaba. Ese es todo el hebreo que sabes.

 

El avión aterrizará dentro de una hora o dos; las autoridades, atentas a las cámaras de televisión, repartirán el fuego entre los santos varones reunidos y estos lo llevarán en sus candiles por todo Moscú, sus alrededores y las regiones vecinas. Y solo después dejarán entrar al resto de los que esperan.

 

Es fácil encontrar información al respecto: la gente acude a Vnúkovo de todas partes. “Ya es el sexto año que venimos.” “Creemos en nuestro pueblo, en el país.” No pasa nada; que no cunda el pánico.

 

—La tercera puerta de salida sí funciona —te indica el policía.

 

De nuevo hay que abrirse paso entre el gentío, con la maleta a rastras. Así acaba el viaje a Lituania.

 

—¿Qué emociones le provoca este lugar? —pregunta en inglés una joven corresponsal del periódico de Zarasai. Ella es la única de los presentes en el encuentro contigo y Tomas (el traductor y editor del libro) que no entiende el ruso.

 

—Para mí, Zarasai, más que un lugar, es una época. Por decirlo de otra manera: es el paradise lost, el paraíso perdido. La muchacha se mosquea: ¿el camarada añora la URSS? ¡Oh, no! Solo los tiempos en los que vivían mis padres.

 

—¿O sea que es la primera vez que visita la Lituania libre?

 

La libre es la primera vez. Es bueno no sentirse un invasor. Recorriste Vilnius y te gustó todo, pero te atraía la idea de venir aquí. Miras a los lados y ves una nueva biblioteca junto al lago (toda la ciudad está a la orilla del agua), un café de principios de los setenta, con columnas, cerrado (allí daban comidas de menú), una iglesia católica. El monumento a la muchacha en armas (Marija Melnikaité)(2) es como si nunca hubiera existido. Y la naturaleza, como ocurre en ciudades como esta, resulta más atractiva que las creaciones humanas.

 

—¿Por qué no ha venido antes?

 

Qué decir; te limitas a encogerte de hombros. Desde este lugar, hará ya casi cuarenta años, tu padre escribió: “Aquí reina la calma, no hay conflictos ni en casa ni en la ciudad, donde ahora hay poca gente. Seguramente por eso son amables conmigo incluso en la oficina de correos. A veces puedes llegar a no sentirte como un podrido moscovita con la conciencia sobrecargada y a ver el mundo de otro modo: a percibir su intensidad”.

 

También están tus propias palabras en tu diario de hace quince años: “Quisiera volver a Zarasai. Allí pasé tanto tiempo: todos los veranos, durante años. Y, no obstante, voy de aquí para allá, a los lugares donde hay que viajar y que sería una vergüenza no visitar, pero no a Zarasai. Eso es justamente lo que significa no vivir tu propia vida”.

 

Aquí hace viento y todo está limpio. La tierra es arenosa, y los habitantes del lugar no lo ensucian. Es un lugar desierto.

 

—Espacioso —sonríe la joven corresponsal. Así es. Nos despedimos.

 

—Venga en verano, con sus amigos.

 

No estaría mal. Pero, de los que venían contigo a Zarasai, uno está en San Francisco; otro en Ámsterdam; con alguno tuviste que dejar de hablarte, y otros, incluyendo a tus padres y a tu hermana, han muerto.

 

Y te diriges a la península; se encuentra a dos kilómetros de la parte meridional del lago. Recuerdas el camino: no necesitas ni acompañantes ni navegador.

 

“Aquí se levantaba una casa…”(3) Tenía dos pisos y era de piedra. No ha quedado ni rastro, la han demolido. Tras la muerte de los dueños (de la que te habías enterado), los hijos se repartieron la herencia y vendieron la casa. A los compradores no les gustó la casa y la destruyeron, con todos sus anexos. No dejaron piedra sobre piedra. Quisieron construir algo de su gusto, pero, al parecer, se acabó el dinero. Así te lo cuentan unos vecinos, que incluso se acuerdan un poco de tus familiares.

 

Te parece extraño; la casa era sólida. Con un balcón enorme: a veces sacaban allí la mesa del comedor.

 

—O sea que ya veis con quién nos las tenemos que ver… —recuerdas que decía mamá sin expresión alguna.

 

Uno de los vecinos, con un aire a Serguéi Rajmáninov, moscovita también, te informa durante el té de que él era el responsable del partido en su instituto.

 

Mamá era callada, comparada sobre todo con papá, pero a veces podía pronunciar, como en un aparte, algo incómodo. Venía aquí solo los meses de julio y agosto; en cambio, papá pasaba temporadas durante todo el año. En verano vivía arriba y en invierno más o menos aquí, donde estás tú ahora. “Y ahora volando sale un pajarillo / por el vacío que ha dejado la ventana”, como decía Yelaguin.

 

Versos al margen, la desaparición de una casa desconcierta. Como se puede comprobar, tampoco las piedras son eternas. Es triste, pero hay cosas peores, y además no eres Nabókov, ni Proust. Date un paseo entre los pinos, sobre el blando musgo, y acércate al agua. Ni los altos y viejos pinos, ni los arbolillos enclenques junto al agua, tampoco la maraña de juncos se ha ido a ninguna parte: allí están, como siempre.

 

Un recuerdo: corre el año 1978, es agosto; pronto cumplirás los quince. Con tu amigo de toda la vida y compañero de clase, Jaritosha, bajáis al agua el Delfín, un yate hecho en Alemania Oriental con el casco remendado mil veces (entonces era costumbre reparar las cosas) y dos orzas a los costados que obstaculizan la navegación, pero que dan estabilidad a la derrota. Os lanzáis a la aventura por el lago de Zarasai, tú en el foque, Jaritosha en la mayor y al timón. Una buena ceñida, ¡prepárate al cambio de borda!

 

Mamita, hasta pronto; amiga, hasta siempre: del Báltico marino soy.(4)

 

Pero se os ha desprendido una orza y no hay modo de sacar el yate de la ensenada. Las olas os devuelven a la orilla. Sin casi ánimos y por turnos probáis a remar. Tu padre os observa desde el pantalán: ya se ha metido varias veces en el agua fría para sacaros de entre los juncos. Un momento. Mi amigo tiene una idea: “¿Y si conseguimos resina epoxi y enganchamos la maldita orza! ¡Quien tuviera epoxi!” Con el agua hasta la cintura, mi padre pronuncia un largo discurso. “Mocosos” es la expresión más cariñosa que nos dedica.

 

“Epoxi” se convierte en la palabra con la que designar cualquier idea fuera de lugar. Y solo volverás a ver tu barco en un negativo que descubres al ordenar papeles. Principios de los sesenta: el Delfín, con un motor y sin mástil; mi padre en cubierta y mi madre haciendo esquí acuático sobre las aguas del río Oká. Después de la muerte de tu padre te volviste impulsivo, enérgico, y viste que había llegado el momento de hacerte cargo también de otras obligaciones: de enmarcar fotos, de poner en orden el archivo.

 

Tras descubrir lo que le ha pasado a la casa, la desaparición de la sauna —una vieja construcción de madera— no te sorprende demasiado. Nos bañábamos los sábados, de modo que los viernes acarreábamos agua del lago y preparábamos la leña.

 

—¡Qué buen trabajo! —le decías a tus diez años a Iozas, el dueño, un hombre alto y delgado, con unas manos muy fuertes y enormes, negras de tanto trabajar, con el que querías congraciarte.

 

—Eso es: te dejan cagarla —respondía él con aire so ñador. Iozas fumaba cigarrillos sin filtro y olía a cerillas quemadas.

 

Si quisieras, podrías recordar también las aventuras en la sauna; pero mejor en otra ocasión: esto no es Amarcord, sino la crónica de un viaje.

 

Así pues, no hay ni casa ni sauna; hasta el pantalán lo han cambiado por una estructura imponente y de mal gusto. Pero no te quedes atascado aquí en la península, llévate contigo a Tomas a Sventa. Aunque, antes, ve al bosque.

 

La bibliotecaria nos ha dibujado el mapa: tomen la carretera hacia Diaguchai, giren hacia Dusetos y luego, después de la segunda parada de autobús, busquen la señal.

 

“En este lugar, el 26 de agosto de 1941, murieron exterminados ocho mil judíos a manos de los nazis alemanes.” La palabra “judíos” sobre el obelisco te parece un acto de una audacia imposible: durante tu juventud el término solo se empleaba en casos excepcionales. Pero, claro, no era cuestión de llamarlos “ciudadanos soviéticos”, como se hacía entonces. A izquierda y derecha hay una zanja cubierta de hierba: doscientos mil judíos lituanos yacen en zanjas como estas.

 

La desovietización ha llegado hasta el monumento: se ha borrado la inscripción en ruso. ¿Es lo correcto? No te corresponde a ti decidirlo. Tú la hubieras dejado. Ahora hay dos inscripciones: en yiddish y en lituano.

 

El texto en yiddish dice: “En este lugar, los asesinos nazis y sus colaboradores mataron a ocho mil judíos: niños, mujeres y hombres. Gloria eterna a las víctimas inocentes”. En el texto lituano se precisa que los colaboradores eran “locales”.

 

Hubo gente que intentó salvarlos. Y gente que primero los fusiló y luego intentó salvarlos, e incluso al revés. Esto último cuesta más de creer, pero también hubo casos.
El orden es modélico: una empalizada, un bordillo cuidadosamente colocado. Sobre el obelisco, una estrella de David; sobre el pedestal, velas, banderas de Israel y piedras. Alguien ha traído una cruz artesanal. Antes esto no estaba así.

 

—Sufrir, llorar a estos muertos es un deber de los lituanos —dice Tomas.

 

No hay nadie aquí que no conozca ese chiste que dice que todo el mundo debería tener como última esposa a una mujer lituana, porque así habrá quien cuide de su tumba. No porque sean, como en la poesía de Mandelshtam, “mujeres de la tierra húmeda hermanas”, sino porque hay que buscar una salida a cualquier circunstancia de la vida, hasta a la más terrible.

 

Por el camino al hotel te viene a la memoria el recuerdo de un anciano, un viejo pequeño y tenebroso de unos sesenta años, uno de los “locales”, con la cara ennegrecida por la bebida, mecánico o electricista, que se movía con una moto con sidecar y pasó unos cuantos años en la cárcel.

 

—A los polacos, al paredón. A los rusos, al paredón. A los judíos… —levantaba la vista hacia tu padre y concluía—. A los judíos, a uno de cada dos.

 

Ahora esto no se le habría dejado pasar, pero entonces, aunque no con buenos ojos, los soviéticos se lo toleraban: como eran los invasores…

 

En lituano, solo existe una palabra, žydai, para designar a los judíos.(5) El anciano aquel también se tenía por una víctima, desde todos los puntos de vista. Hasta mediados de los sesenta, la emisora Europa Libre les mandaba a estos partisanos, los llamados “hermanos del bosque”, mensajes de ánimo y consuelo: aguantad un poco más, falta poco para que empiece una nueva guerra mundial.

 

En otro tiempo, ibais a Sventa a pasar el día entero: con mantas y comida, con libros, con tazones para recoger bayas, con cestas para las setas… No faltaba la pelota de voleibol, y el automóvil era de aquellos en que, por los agujeros del suelo, se veía el asfalto y la caja de cambios era, claro está, manual. Cómo hiciste reír a tu madre cuando, años más tarde, al llegar la libertad, la informaste, al regresar de Norteamérica, de que allí a los coches les faltaba el pedal del embrague. ¡No podía ser! Al fin cedió: “Vosotros lo sabréis mejor”. Cómo te gustaría compartir con tu padre la alegría, tan simple, de la perfección que han alcanzado los coches, incluso los de alquiler. No hay que preguntar la ruta: el navegador te la indica. Te propone que vayas al Sventes ezers, el lago Sventa, justo lo que buscas. Algo parecido a lo que ocurre en la cubierta lituana de tu libro, donde apareces como “Maksimas”.

 

¿Y esto qué es, la frontera? ¿Es que Sventa está en Letonia? Pues claro, ¿o es que no ibais a Daugavpils cuando, por alguna razón, necesitabais algo de la ciudad? Allí estaba Lenin, junto a la estación, con su gorra de orejeras —hiciera o no calor— y una gran cárcel. La República Socialista Soviética de Lituania o la República Socialista Soviética de Letonia: no es que las fronteras importaran demasiado.

 

Ahora ves una carretera conocida, de grava: aquí aprendiste a conducir. Y el bosque, enfermo y descuidado. Todo te resulta familiar: el camino y el bosque.

 

No hay muchos turistas, al parecer, y no hay ninguna señal que prohíba acercarse al agua. Tampoco antes había mucha gente en Sventa —una de las razones de que te gustara—, aunque entonces esto era un parque natural cerrado: nada de coches ni de hogueras. Pero, por lo demás, es como en los viejos tiempos: allí está la arena, una barca con su fondo plano, de un negro brillante por la brea, y las pasarelas, podridas, que tanta falta te hacían. Pruebas a andar por ellas y el agua te llega a los tobillos. Te secas los pies y miras a tu alrededor
“¿Por qué no paras de soplar por la trompeta, joven? / Mejor te tumbas, joven, en el ataúd.”(6)

 

¿No era desde aquí, escondido tras aquellos árboles, que atronabas el espacio con tu rugido de trompeta, con los solos de “El poema del éxtasis”, de Skriabin, y “El ocaso de los dioses” de Wagner? Aquellos rugidos tú los tenías por música. “Sin ritmo y en cambio desafinado.” Tu amigo pianista, el que ahora vive en Ámsterdam, quería convencerte de que dejaras la trompeta y te pasaras a la flauta, un instrumento tranquilo y sensible, pero no conseguiste que te gustara. De todos modos, sigues asociando la sensación de felicidad a la trompeta.

 

Sobre los misterios de la felicidad. La última carta escrita por tu padre termina con estas palabras: “Nos reunimos: charlamos o callamos, y ya no importa si la vida ha sido provechosa o no. A veces pienso: ¿puede ser que hayamos sido felices?” Intentas hablarle a Tomas de tus padres, pero ¿cómo transmitir el misterio de la persona? Es aún más difícil que traducir poesía.

 

“Pueden esperarnos todo género de conmociones. Pueden ocurrirle a cualquiera, y aún más a nosotros. Pero hay que actuar de modo que las temamos lo menos posible.” Tu padre, por ejemplo, recordaba bien que, en cierto momento (por la época del llamado complot de los médicos), no conseguía que le dieran ni el trabajo más humilde y esperaba casi con alivio que lo deportaran al Lejano Oriente: lo que fuera con tal de que estuvierais juntos, con tal de estar con los suyos. Sus cartas tenían un carácter más bien aleccionador, tenía prisa por decirnos algo importante, pero para mi madre eran una manera de prolongar el silencio. “Me he pasado el día como en un tren: me despertaba, me dormía y no hacía nada… Y charlo porque sí, porque es imposible callar por carta”.

 

Pasar un rato más junto al agua, fumarte un cigarrillo, acordarte de algo fuera de lo común, comerte una mandarina. Esto está muerto, silencioso: reina un silencio sepulcral.

 

 

1. Se refiere a la llama que, según la tradición cristiana ortodoxa, ilumina cada año de forma milagrosa la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén durante el Sábado Santo, y luego viaja en avión a varios países.
2. Marija Melnikaité (1923-1943) fue la única mujer lituana que recibió la condecoración de Héroe de la Unión Soviética.
3. Verso de un poema de Iván
Yelaguin.
4. Verso tradicional soviético.
5. Žydai o zhid son términos de uso coloquial que, a diferencia de su equivalente en español —”judío”—, tienen una connotación peyorativa.
6. Versos de un poema satírico de Ósip Mandelshtam.

FOTO: Los relatos de Maxim Ósipov han sido transmitidos en Rusia por la radio. Crédito de imagen: Libros del Asteroide

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