La trinidad de Raymond Radiguet; una radiografía a su obra

May 20 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 2071 Views • No hay comentarios en La trinidad de Raymond Radiguet; una radiografía a su obra

 

A un siglo de El diablo en el cuerpo, el autor indaga en esta historia de amor que fue un rito de iniciación a la seducción y el cinismo en la literatura francesa

 

POR JOSÉ HOMERO
“Raymond Radiguet comparte con Arthur Rimbaud el terrible privilegio de ser un fenómeno de la literatura francesa”. Esta sentencia de Jean Cocteau en el prefacio a la edición de los textos inéditos de su antiguo protegido y amante sella una asociación que desde su intempestiva y borrascosa irrupción suscitó Radiguet.

 

Nacido el 18 de junio de 1903 en las riberas del Marne, en Parc-Saint-Maur, abandonó los estudios a los catorce años para dedicarse a vagabundear y leer los clásicos franceses. Hijo de un caricaturista, siendo quinceañero viajaba a París para entregar las caricaturas y bocetos de su padre Maurice al L’Intransigeant, periódico en el que muy pronto él también colaboraría. Ahí conoció a André Salmon, cuya influencia sería decisiva para el futuro escritor, al introducirlo al círculo de la bohemia y la vanguardia parisina.

 

Pese a su reputación de talento precoz —por entonces decantado en una poesía que sugería tanto la impronta cubista como la dadaísta—, la leyenda de Radiguet sólo comenzaría con Jean Cocteau, a quien conoció el 8 de junio de 1919, durante una matiné poética en honor a Apollinaire en la galería L’Effort Moderne. Seducido por el adolescente de facciones sensuales, enmarcadas por la negrura de su mirada, cejas y cabellera, Cocteau decidió protegerle y colocar las primeras brasas del fuego votivo del culto: convenció a un coleccionista de autógrafos de que adquiriera la firma de ese autor inédito, asegurándole que sería el nuevo Rimbaud.

 

Todo en Radiguet es juventud porque, a diferencia de Rimbaud, quien terminó siendo un traficante de armas y esclavos bajo el ardiente sol africano, murió joven y envuelto en un clima trágico: a causa de una tifoidea mal tratada. Su mismo funeral fue simbólico, con el ataúd, la carroza y los caballos de color blanco, como si se enterrara a un niño y no a un adulto.

 

Raymond Radiguet y Jean Cocteau en la playa, en Piquey, Francia.

 

Si Cocteau colocó las brasas en el pebetero, Bernard Grasset instituyó el culto. Por los derechos de El diablo en el cuerpo, le ofreció a Radiguet un estipendio mensual de mil 500 francos y planeó una insólita campaña publicitaria. Recreó, como corto publicitario, la firma del contrato destacando el generoso adelanto, para proyectarse en los principales noticiarios cinematográficos; pegó carteles anunciando la publicación; y adelantándose a las rutinarias técnicas de mercadeo contemporáneas, exhibió los volúmenes en enormes pilas acompañadas de la fotografía del autor realizada por Man Ray; una escenografía semejante a la que montó Barnes & Nobles en sus librerías en el lanzamiento de Spare, del príncipe Harry. El corolario fue la solapa: “El novelista más joven de Francia”. Y también, “la obra maestra de un novelista de diecisiete años” —aunque en rigor la escribiera casi a sus veinte—. Gracias a ello, el novelista más joven se convertiría también en el más leído, con más de 100 mil ejemplares vendidos a las pocas semanas de que apareciera la novela el 23 de marzo de 1923.

 

A despecho de cómo su juventud y precocidad creativa se explotaron para configurarlo —y en gran medida instituirlo— en la trinidad Rimbaud-Monsieur Bébé-joven novelista, Radiguet paradójicamente abjuraría del credo juvenil. De todas las encarnaciones simbólicas que la posteridad le atribuye, quizá la más trascendente sea la que refiere su primera visita a Cocteau a los pocos días de conocerlo.

 

Cuenta la tradición que un monstruo resguardaba el ingreso a Tebas. Los viajeros que desearan entrar debían dilucidar una adivinanza planteada por esa criatura con cuerpo de león y pecho, brazos y cabeza de mujer. El desventurado Edipo encaró a la Esfinge y la venció mediante la astucia. La adivinanza, cuya resolución hasta entonces había sido un quebradero de cabeza —literalmente— para los forasteros, era: “¿Cuál es el ser dotado de una sola voz que se apoya sucesivamente en cuatro, dos y tres patas?”. La respuesta, como bien sabe el culto lector, es el hombre, quien siendo bebé gatea apoyado en sus cuatro extremidades, de adulto anda erguido sobre sus dos pies, y senecto se ayuda con un bastón, la tercera pata. ¿No es simbólico que la primera impresión que tendría quien sería la presencia más importante en la vida de ese individuo miope, tímido e imprevisible fuera la de un niño con un bastón? Cierto que no estaba impostando a un anciano, sino alardeando de dandismo, pero el anuncio del mayordomo resuena enigmáticamente: “Viene a verlo un niño con un bastón”. Casi una respuesta oracular. Más alegórico resulta que ese joven de bastón pronto fuera visto como un Señor Bebé, Monsieur Bébé, como los íntimos del polímata lo nombraron. Así, Radiguet devino una proteica criatura que fue bebé, fue joven y también una criatura con bastón. ¿No hay acaso en todas estas encarnaciones-configuraciones una suerte de emblema para comprender su escritura?

 

En uno de los borradores de El diablo en el cuerpo anotó: “El amor convierte a un cincuentón de nuevo en un joven de dieciocho años; una decepción, en cambio, cuadruplica la edad del joven. Es el relato autobiográfico del amor adúltero entre el estudiante de secundaria François y Marthe, cuyo prometido languidece en las trincheras” (Œuvres complètes, 2012). Calificada por varios reseñistas como “desalmada”, “cínica” e “inmoral”, una parte de la crítica y del público únicamente repararon en la anécdota, sin atender el estilo, la penetración sicológica ni la tradición, tan francesa, de la que provenía. Al reducir esta novela engañosamente sencilla a una confesión autobiográfica —acusación que previó su autor, acotando “Esta novelita de amor no es una confesión”—, esa crítica convencional recurría al golpe bajo del chismorreo para evitar el juicio intelectual de apreciar una obra en sus propios términos.
En sus propios términos, es una obra inmoral. No por el adulterio ni porque el seductor sea un jovencito y su víctima engañe a un valeroso y patriótico soldado que arriesga su vida en las trincheras. Si atendemos los sucesos biográficos, el trasunto verídico fue más inmoral: en el romance que inspiró la trama ficticia, Alice Saunier era casi diez años mayor que Raymond, lo que explica la insistencia del padre ficticio por acusar a Marthe de “corrupción de menores”, una falta que en el tiempo narrativo parece una exageración —ella tiene 19, el anónimo narrador, reconocido como François, 15—. Empero, la inmoralidad tampoco reside en ello. El diablo en el cuerpo es una novela de iniciación, pero en la acepción que le dio la literatura francesa, clásica y romántica: iniciación a la seducción, a la decepción, al cinismo. El crítico perezoso apunta como modelo La princesa de Clèves, acaso porque lo sería de la segunda novela del escritor, publicada póstumamente, El baile del conde de Orgel. Por el contrario, hay más correspondencias con dos relatos clásicos, cuyos narradores protagonistas son jóvenes iniciados al gran teatro del mundo: Sin retorno de Vivant Denon y Adolphe de Benjamin Constant —el parecido con esta lo advirtió muy bien Cocteau, según refiere su biógrafo Arnaud—. Como en estos, al narrador le importa más la reflexión que los sucesos —escasos y, para nuestra sensibilidad agostada por los excesos, nada lascivos—. A través de la recapitulación en primera persona y una perspectiva tan racional como cínica, la historia del joven desocupado y la esposa infiel se convierte en un escrutinio sobre las fases del amor y el proceso de conquista, lo que provoca azoramiento, ya que el narrador es un adolescente, no un amante avezado, aunque, eso sí, muy conocedor de Stendhal y de Madame de Staël. Mientras las narraciones de Constant —cuya inspiración fue, por cierto, la relación entre él y la señora de Staël— y Denon configuran el tópico del seductor maduro que observa su pasado con filosofía y talante moral, las dos novelas de Radiguet son el escrutinio de un joven que contempla el pasado inmediato con una amargura y frialdad extrañas a su edad; cualidad que contribuiría a confirmar la madurez de su autor y a acrecentar los lamentos por su temprana pérdida.

 

Raymond Radiguet dibujado por Jean Cocteau en 1922.

 

El protagonista despliega desde el principio una estrategia de asedio, como un general que ha planeado someter a su enemigo rodeando sus flancos, en vez de enfrentarlo directamente. En el primer encuentro, el todavía estudiante de liceo se mofa de los gustos del esposo de Marthe, quien, como buen burgués, le ha recomendado no leer a Baudelaire. En la primera cita, cuando la acompaña a elegir los muebles y vestiduras de la recámara conyugal, rechaza las preferencias de ambos y recomienda muebles y colores caprichosamente. “Había logrado transformar, mueble a mueble, aquel matrimonio por amor, o mejor dicho por capricho, en un matrimonio de conveniencia” (36)1. Son también significativas la advocación del adolescente por los poetas malditos —lee a Baudelaire y le lleva a su futura amante un tomo de Rimbaud—, y el desdén por los estilos decorativos que gustan a Gastón y Marthe, Luis XIV y japonista, respectivamente: es el rechazo de la novel generación por el gusto anquilosado tanto el del Antiguo Régimen como el de los burgueses —no olvidemos que fueron los Goncourt quienes introdujeron en Francia la veleidad orientalista.

 

Dos aspectos más convierten a esta “historia de amor” en un relato cruel. Pese a su juventud, para el narrador el amor carece del aura romántica y antes que una emoción subliminal lo percibe como egoísmo. “El amor, que es el egoísmo multiplicado por dos, sacrifica todo a sí mismo y vive a base de mentiras” (58). Estrechamente ligado a esta convicción se encuentra el afán de dominio. El amor inicial se transformará en resentimiento porque el adolescente detesta que no fuera virgen, lo que le provocará celos retrospectivos, y odio hacia Jacques, a quien le desea la muerte: “Me aseguraba a mí mismo que Marthe nunca castigaría lo bastante a Jacques por el crimen de habérmela arrebatado virgen” (68).

 

Allende esos conflictos anímicos, el motivo que emerge con mayor nitidez de esta pequeña obra para trío de recámara es el de la edad. He aquí que en el pasillo nos hemos topado con el niño con bastón que ha venido a interrogar o a seducir a Cocteau —y a nosotros con él.

 

Rasgo de madurez es el desdoblamiento del narrador con respecto a los hechos, un distanciamiento evidente en el relato que oscila entre el recuento de los hechos y la reflexión, lo que implica un vaivén entre el presente narrativo y el presente de la enunciación. Él será el primero en reparar en el cariz adolescente de su sensibilidad, entendiendo la adolescencia como un periodo crítico, de transición, donde no se es más infante pero tampoco un adulto. Sabe que su aventura le ha sucedido a un niño y que su reacción ha sido acorde a sus años, pero nos advierte que en un trance semejante “incluso un hombre se hubiera sentido incómodo” (13). Y sin embargo, esa criatura convertida en hombre por las circunstancias no duda en reconocerse como un niño por sus reacciones ni por sus anhelos, como obligar a que Marthe realice actos absurdos tan sólo para convencerse de que lo ama; unas pruebas que no atraviesan por la entrega física sino por el sometimiento sentimental. El verdadero drama reside en que el enamorado trágico pretende que su amada le entregue su imaginario, no únicamente su cuerpo.

 

Historia cruel que revela un temperamento cruel —¿o sólo cínico, sólo tempranamente desencantado?—, e indica que Raymond nunca fue propiamente un niño. Acaso, como indica el íncipit de la novela, las causas de esta conducta fuera el periodo extraordinario que vivió: los cuatro años de guerra (1914-1918) que para él y su generación fueron un auténtico periodo de vacaciones.

 

Raymond Radiguet dibujado por Jean Cocteau en 1922.

 

Desacralizando el culto de la edad como mérito literario, Radiguet asentó su postura en varios escritos. Así, en el prólogo a El baile, editada póstumamente en 1924, recusó, incluso, la asociación con Rimbaud señalando: “Me importa la obra de Rimbaud, no la edad en la que escribió…”. Y para enfatizar su disidencia, este joven que había surgido como dadaísta en 1918, comenzó a cultivar una escritura deliberadamente anacrónica, clásica en su inspiración. Como desafío a la juvenilia imperante, en un número de Littérature, la antigua revista dadaísta, sentenció: “La senilidad es lo que está de moda”. Su estilo narrativo desdeña la singularidad estilística en aras de la retórica y cultiva el distanciamiento y la irónica transparencia, adelantándose a los estilos —o su ausencia— de Albert Camus, Marguerite Duras y el Michael Houellebecq de Ampliación del campo de batalla.

 

A un siglo de El diablo en el cuerpo y a punto de cumplirse también el centenario de la muerte de Radiguet (el 12 de diciembre de este 2023), la obra de aquel Monsieur Bébé que fue Rimbaud que fue un niño con bastón, demuestra que su literatura no fue una tentativa, sino el maduro legado de un hombre que compendió su existencia brevemente, como esa criatura de una voz que durante un día tiene cuatro patas, dos y tres. Radiguet murió siendo amargamente sabio, adusto y adulto, pese a la sonrisa de infante terrible con que fue enterrado en su ataúd de manto blanco cubierto por un ramo de rosas rojas.

 

 

Nota 1. Refiero las citas con el número de página entre paréntesis. La edición es El diablo en el cuerpo, Madrid: Mestas Ediciones, 2002.

FOTO: Raymond Radiguet y Jean Cocteau, en 1922. Crédito de imagen: The Paris Review.

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