La revolución en rojo

Nov 4 • destacamos, principales, Reflexiones • 11742 Views • No hay comentarios en La revolución en rojo

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El poder soviético tenía un interés real en México. Nuestro país acababa de experimentar una revolución social y la frontera con Estados Unidos resultaba atractiva para el proyecto leninista de revolución mundial, refiere el historiador mexicano en este texto sobre el impacto social, político y cultural de la Revolución rusa, de la cual en este 2017 se cumplen 100 años

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POR CARLOS ILLADES


Considero a la Revolución rusa un proceso unitario porque tanto Febrero (el derrocamiento del zar) y Octubre (la toma del poder por parte de los bolcheviques) derivan del mismo movimiento popular (los soviets de Petrogrado). Aquélla constituye uno de los acontecimientos cardinales del siglo xx, dado que la historia mundial habría sido radicalmente distinta sin este suceso. Un acontecimiento en sentido fuerte porque sus consecuencias desbordan con mucho a sus causas.


El socialismo se configuró como ideología política a mediados del siglo XIX, pero no fue sino con la Revolución de Octubre cuando se concretó como una tentativa consciente y explícita de trascender el horizonte histórico de la modernidad (o de postular una modernidad alternativa) inaugurado por la Revolución francesa, en el plano de la política, y por la Revolución industrial inglesa, en el campo económico. Evidentemente este fue el fracaso mayor de la Revolución de Octubre, como lo atestigua el colapso socialista de finales del siglo XX. Ahora bien, ¿qué lograron Febrero y Octubre? En primer lugar, acabaron con la monarquía senil de los Romanov, que gobernaba hacía 300 años, pero sin desmembrar territorialmente el imperio ruso, como ocurrió a los otros absolutismos del Este (el austro-húngaro y el otomano) tras la derrota en la Primera Guerra Mundial. Y, en segundo término, provocaron transformaciones sociales inéditas hasta entonces en uno de los países más atrasados y desiguales de Europa: el reparto de la propiedad terrateniente, el derecho al trabajo, la jornada laboral de 8 horas, el sufragio femenino, la tolerancia de las uniones homosexuales, la educación y la salud gratuitas, la autodeterminación de las naciones que conformaban el imperio y la separación de la Iglesia y el Estado. Esto es, una modernización en todos los renglones del entramado social.


No obstante los cuantiosos e inaceptables estragos provocados por el Terror, la colectivización forzosa de la propiedad agraria, la hambruna, el extermino de la vanguardia bolchevique en los procesos de Moscú, la supresión de múltiples libertades individuales y millones de muertos en este tortuoso camino —que estalló en los treinta, pero que germinó en la década anterior—, la Unión Soviética, formada en 1922, logró la victoria sobre el Tercer Reich alemán, el cual contaba con un ejército mucho más poderoso que el de Guillermo II, que había derrotado a Rusia en la Primera Guerra Mundial, definiéndose así el curso del siglo xx. Y esto ocurrió por la industrialización acelerada que permitió fabricar el armamento indispensable para la confrontación bélica, así como por la moral de combate provista por el imaginario revolucionario. En contrario, esta moral menguada y la precariedad tecnológica hicieron al ejército zarista fácil víctima de las huestes del último rey de Prusia. El antifascismo durante y después de la Segunda Guerra Mundial, y la descolonización del Tercer Mundo, serían otros efectos significativos de la Revolución de Octubre, sirviendo ambos para extender la influencia soviética fuera de la órbita del Este europeo.


Para Lenin la propagación de la revolución más allá de las fronteras rusas era condición sine qua non para la sobrevivencia de la Revolución de Octubre, por eso el fracaso de la Revolución alemana de 1923 lastraría el posible éxito de la bolchevique. Con base en este presupuesto, en marzo de 1919, en Petrogrado (San Petersburgo), se formó la Komintern con la participación de delegados de 35 países. Uno de sus cometidos fundamentales sería justamente aquél, por lo que puso manos a la obra para formar partidos comunistas en todo el mundo. “Ya se divisa la formación de la República Soviética Internacional”, concluyó Lenin en el discurso de clausura.


El poder soviético tenía un interés real en México. Nuestro país acababa de experimentar una revolución social y la frontera con los Estados Unidos resultaba atractiva para el proyecto leninista de revolución mundial. Y, poco después, la Ciudad de México se convertiría en la capital del exilio latinoamericano. En ese contexto desembarcó en 1924 el primer embajador de la Unión Soviética en México, Stanislav Pestkovskiy. Más volcado al activismo político que a la diplomacia, Pestkovskiy irritó al gobierno callista que promovió su remoción. Alexandra Kolontái ocupó su lugar en 1926. La notable comunista perteneciente al círculo de Lenin, militante del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia desde 1899, es decir, a un año de su fundación, había impulsado como nadie la agenda femenina durante la Revolución de Octubre. A ella se deben derechos laborales básicos (igualdad salarial, trabajo digno para las mujeres, guarderías, salario de maternidad), derechos políticos (sufragio femenino) y derechos individuales (libertad de relaciones sexuales, divorcio, aborto). En un escaso año de gestión diplomática, truncada por los problemas cardiacos agravados por la altura de la capital mexicana, Kolontái interactuó con Diego Rivera, Frida Kalho, Tina Modotti y Manuel Padilla, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.


México fue receptivo al mensaje de la Komintern de marzo de 1919, tal vez porque ya poseía una tradición socialista propia que se remontaba al siglo xix. De hecho, el nuevo partido brotó del seno del Partido Socialista Mexicano que, dos meses después del Primer Congreso Nacional Socialista realizado en la Ciudad de México del 25 de agosto al 4 de septiembre de 1919, adoptó el nombre de Partido Comunista Mexicano (PCM), si bien fue formado por un emigrado bengalí (Manabendra Nath Roy), un enviado de la Komintern (Mijaíl Borodin) y un mexicano de ascendencia estadounidense (José Allen). Aunque pequeño, el PCM participó activamente en las organizaciones y movimientos sociales de los veinte. En 1921 una convención anarcosindicalista alumbró la creación de la Confederación General de Trabajadores (CGT). El cónclave obrero verificado en la Ciudad de México reunió a tranviarios, textileros, telefonistas, tabacaleros, canteros y trabajadores de las artes gráficas de distintas procedencias geográficas. Antiguos militantes de la Casa del Obrero Mundial —Jacinto Huitrón y Rafael Quintero—, libertarios, como el líder del movimiento inquilinario de Veracruz Herón Proal, y comunistas, como José Allen, Manuel Díaz Ramírez y Frank Seaman, participaron en la nueva central que buscaba ganar espacio a la dócil Confederación Regional de Obreros de México (CROM). Sin embargo, el matrimonio de anarquistas con comunistas duró contados 9 meses, concluyendo con la escisión de los últimos. Posteriormente, el PCM trató de conservar su presencia en el medio proletario, pero sin formar organizaciones propias, por lo que prefirió intervenir en la CROM y la CGT.


El PCM tuvo encarnizadas disputas con los agraristas por hacerse de la dirección de las ligas campesinas. Para los agraristas de la Liga Nacional Campesina (LNC), encabezados por Úrsulo Galván, era esencial conseguir el reparto agrario lo cual los forzaba a pactar con los caudillos sonorenses entonces en el poder. El PCM, por su parte, obedecía la línea política de la Tercera Internacional conocida como frente único proletario, recusando toda alianza con las burguesías nacionales y con el régimen de la Revolución mexicana, al grado de reclamar en 1927 el reparto de los latifundios entre los campesinos pobres sin pagar indemnización alguna a los propietarios. El sectarismo de los comunistas, aunado a la violencia de los terratenientes ejercida por las guardias blancas, socavó la alianza con los agraristas llevando al PCM a formar en 1928 la Confederación Sindical Unificada de México (CSUM), la cual reunía a obreros y campesinos. A pesar de las diferencias, en las elecciones presidenciales de 1929, la LNC y el PCM formaron el Bloque Obrero y Campesino Nacional (BOCN). Su candidato presidencial, el general Pedro Rodríguez Triana, logró una votación exigua de poco más de 20 mil votos.


La intervención de la Komintern en los asuntos agrarios, además de un enrarecido ambiente anticomunista, precipitó la cancelación de las relaciones diplomáticas de México con la Unión Soviética en 1930, el retiro de los embajadores Alexandr Makar y Fernando Matty Sauvinet, además de la ilegalización del PCM, mientras el gobierno de Pascual Ortiz Rubio inició una feroz cacería de los militantes rojos. Justo en ese momento crítico de las relaciones mexicano-soviéticas es cuando llegó a México Serguei Mijailovich Eisenstein, tras abortar el proyecto de filmar en Hollywood. Eisenstein conoció en Moscú a Diego Rivera en 1927, quien acaso alimentó el interés del afamado cineasta en adentrarse en México, además de proveerlo de los contactos indispensables con la intelectualidad de izquierda. Ello facilitó a Eisenstein filmar ¡Qué viva México! (1930-1932), cinta inconclusa por el retiro del productor Upton Sinclair, molesto con el excesivo gasto del genio soviético. Con el general Cárdenas en el poder, y la estrategia del frente popular adoptada por el vii Congreso de la Internacional Comunista en 1935, las aguas mexicano-soviéticas regresaron a su nivel, si bien el pcm no adoptó esa línea política sino tres años después. La directriz de la Komintern esbozó la alianza de los comunistas con los partidos y burguesías nacionales a fin de enfrentar al fascismo y preservar a la patria socialista, prioridad de la política estalinista del periodo de entreguerras. En 1942 la Unión Soviética y México reanudaron la relación bilateral acreditando al año siguiente y hasta el fin de la guerra a los embajadores Konstantín Umanskiy y Luis Quintanilla del Valle.


Como acabamos de señalar, el campo cultural también fue terreno de la izquierda comunista, donde cabe decir que ésta jugó un papel relevante en la formación del canon del siglo xx. La Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) se constituyó en 1934, yendo al encuentro de las masas populares con un arte que ambicionaba producir conciencia social. La LEAR no dependía del PCM, antes bien era un punto de reunión, debate, creación y militancia política y sindical de artistas bastante solventes técnicamente. La Liga editó la revista Frente a Frente, llamada así en alusión a la lucha de clases. Un segmento de la lear, el dedicado a las artes visuales, pondría en marcha el Taller de la Gráfica Popular (TGP) en 1937, retomando los objetivos antifascistas y anti-imperialistas de aquélla. En ese mismo año el pcm fundó Editorial Popular. Además de los comunistas mexicanos y textos de interés general, la editorial daría a conocer obras de Karl Marx, Friedrich Engels, Iosif Stalin, Georgi Dimítrov, Eugen Varga, Dolores Ibarruri, Maurice Thorez y Blas Roca.


Con el exilio de Trotsky se dieron los primeros brotes de antiestalinismo en México, pero el modelo de la Revolución de Octubre continuó vigente todavía en la nueva izquierda que animó el movimiento estudiantil de 1968. Un vergonzoso mea culpa había permitido a Diego Rivera reincorporarse a las filas del comunismo oficial en 1952, después de probar por un par de años la herejía trotskista. “Yo reconozco haberme deslizado sobre ese plano inclinado cayendo por él hasta el encenegamiento contrarrevolucionario trotskista”, escribió el pintor en La Voz de México. Y José Revueltas, el escritor militante que experimentó personalmente todas las metamorfosis comunistas posibles —del estalinismo juvenil a la autogestión— mostraría en Los errores (1964), alejado ya del PCM después de su segunda expulsión, el gran dilema histórico que creía inminente y le atormentaba hasta la médula: el siglo XX “sería designado como el siglo de los procesos de Moscú o como el siglo de la Revolución de Octubre”. Su generación planteó el problema pero no pudo adelantar la contestación. Quizá ahora, con 100 años de distancia, podríamos responder con alguna certidumbre que el siglo XX será recordado por ambas cosas.

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FOTO: Retrato de León Trotsky a su llegada a México como exiliado./Archivo EL UNIVERSAL

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