La sal y la pimienta
Por cortesía de Lumen, presentamos un fragmento de Las dos amigas; un relato de la Nobel de Literatura 1993, en el que dos niñas se ven obligadas a convivir para comprender que tienen mucho en común
POR TONI MORRISON
Mi madre se pasaba la noche bailando y la de Roberta estaba enferma. Por eso nos mandaron a Saint Bonny’s. La gente, cuando se entera de que has estado en un centro de acogida, quiere darte un abrazo, pero en realidad no fue tan terrible. No dormíamos en una sala enorme y alargada con cien camas, como en el hospital de Bellevue. Éramos cuatro por habitación y, cuando llegamos Roberta y yo, había escasez de niñas tuteladas por el Estado, así que fuimos las dos únicas a las que metieron en la 406 y, si queríamos, podíamos pasar de una cama a otra. Y queríamos, vaya si queríamos. Nos cambiábamos de cama todas las noches y a lo largo de los cuatro meses que pasamos allí no llegamos a elegir una en concreto.
La historia no empezó así. Cuando entré y la Alelada de Remate nos presentó, se me revolvió el estómago. Una cosa era que me hubieran sacado de la cama de madrugada y otra muy distinta que me hubieran soltado en un sitio que no conocía de nada con una niña de una raza completamente distinta. Y Mary, o sea, mi madre, tenía razón. De vez en cuando dejaba de bailar el tiempo suficiente para decirme algo importante, y una de las cosas que me decía era que esa gente no se lavaba el pelo y olía raro. Roberta, desde luego, sí. Sí que olía raro, quiero decir. Y, así, cuando la Alelada de Remate (nadie la llamaba nunca “señora Itkin”, igual que nadie decía “Saint Bonaventure”) fue y dijo: “Twyla, esta es Roberta. Roberta, esta es Twyla. Haced lo posible por ayudaros”, le contesté:
—A mi madre no le hará gracia que me meta aquí.
—Estupendo —dijo la Alelada—. A ver si así viene a buscarte.
Eso sí que era ser mala. Si Roberta se hubiera reído, la habría matado, pero no se rio. Se fue hasta la ventana y se quedó allí, dándonos la espalda.
—Vuélvete —le dijo la Alelada—. No seas maleducada. A ver, Twyla. Roberta. Cuando oigáis un timbre muy fuerte, es que llaman para cenar. Se sirve en la planta baja. Nada de riñas si no queréis quedaros sin película. —Y entonces, para asegurarse de que sabíamos lo que nos perderíamos, añadió—: El mago de Oz.
Roberta debió de entender que lo que yo quería decir era que mi madre se enfadaría porque me habían metido en el centro de acogida, no porque compartiera habitación con ella, ya que en cuanto se fue la Alelada se me acercó y me preguntó:
—¿Tu madre también está enferma?
—No. Es que le gusta pasarse la noche bailando.
—Ah.
Asintió con la cabeza y me gustó que entendiera las cosas a la primera, así que por el momento no me importó que, allí plantadas, pareciéramos la sal y la pimienta, que fue como empezaron a llamarnos a veces las demás. Teníamos ocho años y siempre lo suspendíamos todo. Yo porque no conseguía acordarme de lo que leía o de lo que decía la maestra. Y Roberta porque sencillamente no sabía leer y ni siquiera prestaba atención en clase. No se le daba bien nada, excepto jugar a las tabas, para eso era un fenómeno: pam recoger pam recoger pam recoger.
Al principio no nos caímos demasiado bien, pero nadie más quería jugar con nosotras porque no éramos huérfanas de verdad con unos padres estupendos muertos y en el cielo. A nosotras nos habían dado la patada. Ni siquiera las puertorriqueñas de Nueva York ni las indias del norte del estado nos hacían caso. Allí dentro había niñas de todas clases, negras, blancas, incluso dos coreanas. La comida era buena, eso sí. O al menos a mí me gustaba. A Roberta le repugnaba y se dejaba pedazos enteros en el plato: fiambre de lata, filete ruso, incluso macedonia de frutas en gelatina, y le daba igual que me acabara lo que ella no quería. Para Mary, la cena consistía en palomitas de maíz y un batido de chocolate industrial. A mí, un puré de patatas caliente con dos salchichas de Frankfurt me parecía algo digno del día de Acción de Gracias.
Saint Bonny’s no estaba tan mal, la verdad. Las mayores del primer piso nos mangoneaban un poco. Pero nada más. Llevaban pintalabios y lápiz de cejas, y meneaban las rodillas mientras veían la tele. Quince años, dieciséis incluso, tenían algunas. Eran chicas repudiadas, la mayoría se habían escapado de casa muy asustadas. Unas pobres niñas que habían tenido que quitarse de encima a algún tío suyo, pero que a nosotras nos parecían duras de pelar y también malas. Dios mío, qué malas parecían. El personal trataba de mantenerlas apartadas de las pequeñas, pero a veces nos pillaban mirándolas en el huerto, donde ponían la radio y bailaban unas con otras. Nos perseguían y nos tiraban del pelo o nos retorcían un brazo. Nos daban miedo, a Roberta y a mí, pero ninguna de las dos quería que la otra se enterase, así que nos buscamos una buena lista de insultos que gritarles mientras huíamos de ellas por el huerto. Yo soñaba mucho y casi siempre salía el huerto. Una hectárea, quizá una y media, de manzanos pequeñitos. Centenares de manzanos. Pelados y retorcidos como mendigas cuando llegué a Saint Bonny’s, pero cargadísimos de flores cuando me marché. No sé por qué soñaba tanto con aquel huerto. La verdad es que allí no pasaba nada. Nada demasiado importante, quiero decir. Las mayores bailaban y ponían la radio y ya está. Roberta y yo mirábamos. Una vez, Maggie se cayó en el huerto. La señora de la cocina, que tenía las piernas como unos paréntesis. Y las mayores se rieron de ella. Deberíamos haberla ayudado a levantarse, ya lo sé, pero aquellas chicas con pintalabios y lápiz de cejas nos daban miedo. Maggie no hablaba. Las niñas decían que le habían cortado la lengua, pero yo supongo que era cosa de nacimiento: sería muda. Era mayor, tenía la piel morena y trabajaba en la cocina. No sé si era simpática o no. Lo único que recuerdo son aquellas piernas como paréntesis y que se balanceaba al andar. Trabajaba desde primera hora de la mañana hasta las dos, y si se retrasaba, si tenía mucho que fregar y no salía hasta las dos y cuarto o así, acortaba por el huerto para no perder el autobús y tener que esperar otra hora. Llevaba un gorrito de lo más idiota (un gorro infantil con orejeras) y no era mucho más alta que nosotras. Un gorrito horroroso. Por mucho que fuera muda, lo suyo era ridículo: iba vestida como una niña y nunca decía nada de nada.
—Pero ¿y si alguien intenta matarla? —Yo me preguntaba esas cosas—. ¿O si quiere llorar? ¿Puede llorar?
—Claro —me dijo Roberta—, pero solo le salen lágrimas. No hace ningún ruido.
—¿Puede gritar?
—Qué va. Para nada.
—¿Y oye?
—Supongo.
—Vamos a llamarla —propuse.
Y la llamamos:
—¡Eh, muda! ¡Eh, muda!
Nunca volvía la cabeza.
—¡La de las piernas arqueadas! ¡La de las piernas arqueadas!
Nada. Seguía andando, contoneándose, mientras las cuerdecitas laterales del gorro de niño se balanceaban de un lado a otro. Creo que nos equivocábamos. Creo que oía perfectamente, pero disimulaba. Y todavía hoy me da vergüenza pensar que en realidad allí dentro había alguien que no era insignificante y que nos oía insultarla de aquella forma y no podía delatarnos.
Roberta y yo nos llevábamos bastante bien. Nos cambiábamos de cama todas las noches, suspendíamos Educación Cívica, Comunicación y Gimnasia. La Alelada decía que la decepcionábamos. De las ciento treinta niñas tuteladas por el Estado, noventa teníamos menos de doce años. Casi todas eran huérfanas de verdad con unos padres estupendos muertos y en el cielo. Nosotras éramos las únicas a las que les habían dado la patada y las únicas que suspendían tres asignaturas, incluida Gimnasia. Así que nos llevábamos bien, por eso y porque ella se dejaba trozos enteros de comida en el plato y además tenía el detalle de no preguntar nada.
Creo que el día antes de que se cayera Maggie fue cuando nos enteramos de que nuestras madres iban a ir a vernos aquel mismo domingo. Llevábamos veintiocho días en el centro de acogida (Roberta veintiocho y medio) y era su primera visita. Iban a llegar a las diez, a tiempo para ir a la capilla, y luego comerían con nosotras en la sala de profesores. Me pareció que a mi madre la bailarina le vendría bien conocer a su madre la enferma. Y a Roberta le pareció que su madre la enferma se lo pasaría de fábula con una madre bailarina. Nos entusiasmamos y nos pusimos a rizarnos el pelo la una a la otra. Después de desayunar nos sentamos en la cama a mirar la carretera por la ventana. Roberta aún tenía los calcetines húmedos. Los había lavado la noche antes y los había dejado encima del radiador para que se secaran. No había funcionado, pero se los había puesto igual porque llevaban un remate precioso festoneado de rosa. Las dos teníamos una cesta de cartulina violeta que habíamos hecho en clase de Manualidades. En la mía había un conejo dibujado con ceras amarillas. En la de Roberta, unos huevos con líneas onduladas de colores. En la hierba de dentro, hecha de celofán, solo quedaban las gominolas, porque yo me había comido los dos huevos de Pascua de malvavisco que nos habían dado. La Alelada de Remate fue a buscarnos en persona. Nos dijo con una gran sonrisa que estábamos muy guapas y que bajáramos. Aquella sonrisa, que no le había visto nunca, nos sorprendió tanto que ninguna de las dos nos movimos.
—¿No os apetece ver a vuestras mamás?
Yo me levanté primero y tiré todas las gominolas por el suelo. La sonrisa de la Alelada desapareció y nos agachamos a recoger las golosinas para volver a ponerlas en la hierba.
Nos acompañó a la planta baja, donde las demás niñas estaban haciendo cola para entrar en fila india en la capilla. A un lado había un montón de gente mayor. Casi todos habían ido a mirar. Las viejas urracas que buscaban criadas y los maricones que buscaban compañía e iban a ver a quién adoptar. De vez en cuando alguna abuela. Casi nunca nadie joven, nadie que no tuviera una cara que diera miedo de noche. Porque, si alguna de las huérfanas de verdad hubiera tenido parientes jóvenes, no habrían sido huérfanas de verdad.
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