La sangre devota: del álbum sentimental a las estampas del camino de la Pasión

Dic 17 • destacamos, principales, Reflexiones • 9662 Views • No hay comentarios en La sangre devota: del álbum sentimental a las estampas del camino de la Pasión

Fer POR JOSÉ HOMERO

Autor de La ciudad de los muertos (FCE, 2012); @josehomero

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¿Cuál es el misterio de La sangre devota, obra que a pesar de su carácter inaugural y por ello aún imbuida de una sustancia pegajosa, propia de la humedad genésica, ha sido frecuentada, asediada, escrutada desde ángulos y con instrumentos tan diversos? El lector aficionado argüirá la fruición de varios poemas. Podríamos conjeturar que tales serían “Mi prima Águeda”, “La tejedora”, “En las tinieblas húmedas”, “Nuestras vidas son péndulos…”, “Y pensar que pudimos…” Sí, pese a la disparidad temática y cualitativa del volumen hay suficientes versos memorables para ameritar tal obra descubrir, con sus contemporáneos, la semilla de la gran obra madura de Ramón López Velarde. Sin embargo, no es ésta condición lo que impele a los ensayistas y críticos a retomar, frecuentar con fiel constancia dicha vía. Acaso ese magnetismo irradie del centro cordial de la propia obra.

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El primer acercamiento fue a través de la historiografía. Tras la temprana muerte de López Velarde se comprendió que su breve obra tenía en Zozobra su cenit y en los poemas publicados de manera póstuma los frutos de una poética del porvenir que lo habrían de convertir en uno de los mayores poetas de la lengua española, aun cuando también en uno de los grandes desconocidos fuera de México. Por ello inquirir en La sangre devota, cuando la crítica elogiaba los frutos de madurez, era más bien preguntarse por los secretos de su publicación, pues aunque el volumen estaba anunciado para aparecer en 1910 sólo se dio a la estampa, en los talleres de Revista de Revistas, hasta 1916, cuando comenzó a circular desde los primeros días de enero.

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Las primeras lucubraciones sobre dicha postergación proceden de los pioneros de los estudios velardeanos. Luis Noyola Vázquez, al respecto, arguyó como causa la salida de Eduardo J. Correa, el íntimo amigo, compañero de bufete jurídico y en ocasiones mecenas de López Velarde, del diario El Regional. Emmanuel Carballo, quien retomó el misterio, ataja esa hipótesis señalando que Correa no dejó las riendas del periódico hasta 1912, tiempo suficiente para imprimir el volumen si hubiera existido interés. A cambio propone, en Ramón López Velarde en Guadalajara (1952), “que el motivo que impidió la edición de La sangre devota en Guadalajara fue la estricta autocrítica del poeta” (Carballo). A esta propuesta añade que la distancia –el libro se publica ya en México, no en provincia– “le hizo comprender y valorar la provincia de su niñez y adolescencia”. Carballo sentencia que los seis años de reposo le permitieron al poeta ser “más dueño de sí mismo y de los secretos de la poesía.” Gabriel Zaid, por su parte, en “López Velarde y el Plan de San Luis”, repara en una carta en la que López Velarde expone a Correa su indolencia para publicar su primer libro por “groseros intereses materiales”:

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… le diré con franqueza que estoy algo desanimado por su publicación y que siguiendo la voz de groseros intereses materiales he resuelto no escribir más en lo sucesivo. Usted conoce el criterio de nuestros públicos: el abogado que se dedica a la literatura no sirve para nada. Pues bien, yo por circunstancias que usted conoce, necesito sacarle a la profesión todas las platas posibles y si me sigo dedicando a publicar asuntos literarios, resentiré en el estómago las consecuencias.[1]

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Zaid encuentra en esta confidencia del 13 de marzo de 1911 el motivo por el que López Velarde prefirió guardar su libro. Huérfano reciente –su padre había muerto en noviembre de 1908, como recuerda en la elegía “A mi padre”– y convertido en el principal sostén familiar, políticamente señalado por su participación en el movimiento maderista, al final el poeta optó por la renuncia: ni se convirtió en autor ni tomó las armas. Sacrificaba sus verdaderas pasiones para atender los apremios de la vida cotidiana. Irónicamente tal decisión no lo acercó ni a la solvencia económica ni a la reputación política. Por el contrario la única redención de su infortunio vital sería su obra poética.

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Un ensayo reciente de Ernesto Lumbreras suma una nueva hipótesis: una posible censura como motivo para postergar la edición del libro[2]. Siguiendo la correspondencia entre López Velarde y Correa, Lumbreras postula que el periodista percibió el peligro que entrañaba para El Regional, un periódico conservador, beneficiado por la cercanía con el entonces obispo de Guadalajara, publicar a “un poeta que confundía a menudo el alma y el cuerpo, el pecado y la virtud”. Por ello, el cauto Correa, temeroso de contrariar al acaudalado eclesiástico, José de Jesús Ortiz, prefirió disuadir al autor mediante dilaciones recurriendo incluso a la velada insinuación de que sufragara los costes editoriales, sugerencia que en la mayoría de los casos basta para ahuyentar a los poetas.

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Más allá de los ejercicios arqueológicos propongo considerar La sangre devota con una nueva perspectiva. Una somera revisión de la crítica revelaría que junto con la inquisición por los motivos de la preterición editorial, los asedios se limitan a glosar el tema provinciano o, en los mejores casos, a trazar correspondencias entre el volumen de López Velarde y el amor cortés, sendero que trazó por vez primera Octavio Paz en el ensayo fundacional El camino de la pasión.

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En otro ensayo (“Cómo detener el tiempo: Ramón López Velarde y su poética de fluidos”, Casa del Tiempo, septiembre de 2016) he propuesto leer a López Velarde fuera del ojo de la cámara estenopeica de las oposiciones binarias o del teatro íntimo de la interpretación dialéctica. La figura que nos permite aprehender el cauce secreto de esta poesía es la espiral. En uno de sus poemas más confesionales, el poeta resume su dicotomía vital y estética declarando haber “vivido profesando/la moral de la simetría” (“Gavota”). Tal confesión acaso ha agitado aún más las aguas ya de suyo procelosas de la crítica velardeana, al punto que parece irreductible superar las riberas encontradas sobre dicha obra. Quien primero recurrió a la noción del vaivén para encontrar una imagen que compendiara la obra entera fue Allen W. Phillips, alertado acaso por los emblemáticos versos ya citados:

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En perpetuo vaivén espiritual, determinado por la moral de la simetría que profesa, se siente igualmente atraído por las fuerzas del bien y del mal, de la pureza y la sensualidad, oscilando de un extremo a otro sin poder optar definitivamente por uno solo. De ahí el drama angustioso de su alma, su sed de saborearlo todo, y el motivo principal de su zozobra (Tres procedimientos imaginativos).

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Sin embargo, habría de ser José Emilio Pacheco, autor no sólo de un ensayo intitulado “López Velarde: la moral de la simetría” (1969) sino de “El caracol” cuyo subtítulo es programático: “Homenaje a Ramón López Velarde”, quien mejor atisbaría la naturaleza de las continuas asociaciones oscilatorias y resonantes. “El caracol” confronta el esplendor de la concha del caracol con la indefensión del molusco y se cita esa “moral de la simetría”. Aunque el desarrollo se urde en el contraste entre la lucidez tornasolada de la concha y el indefenso molusco, podríamos considerar que el caracol es una metáfora, por su danza núbil, del movimiento que secreta la obra de López Velarde.

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La espiral ha sido uno de los símbolos recurrentes y más antiguos de la cultura; cifra el movimiento, la expansión, la regeneración agrícola o cósmica. Su forma se encuentra en los torbellinos, la galaxia, el crecimiento de las plantas, las conchas, el fluir oceánico e incluso en nuestra cadena biológica, la doble hélice del ADN. El poeta y erudito en simbologías, Juan Eduardo Cirlot, determina que la espiral se encuentra en tres formas principales: creciente (nebulosa), decreciente (remolino) y petrificada (la concha del caracol). El botánico Patrick Geddes, discípulo de Charles Darwin y Thomas Huxley, una de las mentes más brillantes y hoy desconocidas, propuso, tras una misteriosa ceguera que lo afectó durante su estancia en México, la espiral como un símbolo de la vida. Curiosamente, o deberíamos decir, significativamente para nuestro estudio, concibió tal imagen a partir de la cruz celta. Asumiendo que los ejes no están inmóviles sino por el contrario en movimiento, la estructura dinámica habría inspirado su alegoría. Su trabajo a través de cuadrantes se resume en la idea de la espiral de la vida, emblema conjetural del significado de la vida, cuya repercusión en el campo de la biología pero también de las ciencias sociales ha sido a tal punto decisiva que se le continúa estudiando.

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La espiral nos permite abordar el estudio de la poética de Ramón López Velarde. Siguiendo el desarrollo y trazo de tal línea se comprende y superan las lecturas estáticas pero no extáticas de López Velarde; siguiendo ese cauce se encuentra una salida al laberinto de las oposiciones binarias irresolubles (cuerpo/espíritu; lujuria/castidad; calma/dolor; virtud/pecado; ciudad/provincia) tanto como la novela de la imbricación dialéctica. Por el contrario con dicho trazo se comprende que si bien hay una circunvolución temporal a ésta la rige una simetría. Y en ese desarrollo en vez de la elección de una posición –digamos un punto A o un punto B– lo que se encuentra es una suerte de movimiento en el que se ejerce una serie de fuerzas sin que los desarrollos paralelos coincidan o confluyan. Por ello aunque en una forma abstracta el sustrato profundo es esa imagen matriz de la espiral. Más que de un avance o un retroceso se trata de un programa hacia el otro que se emprende desde dos direcciones opuestas. La construcción se efectúa partiendo de dos puntos –extremos, como en la configuración de los cuerpos como péndulos distantes: “Nuestras vidas son péndulos” –; merced a un ritmo –de sístole o de diástole, pendular, de danza, en este caso de contradanza o de gavota, como astutamente intitula López Velarde el poema donde declara su moral simétrica–, los elementos se acercan aunque sin tocarse. En el flujo inverso, después de esa ralentización que suscita una ilusión de encuentro, comienza un nuevo alejamiento. Señalo, por su importancia, que una encarnación de esta dinámica sería la clepsidra, el reloj de arena, símbolo de la inversión y de la relación entre los contrarios, como en el mito primordial del andrógino. Preciso, con todo, que esta postulación es una imagen abstracta; en cada poema –y no en todos– se encuentra una actualización de esa potencia, el cual traza una figura distinta aunque apegada al despliegue de la espiral. Juzgo pertinente aclarar que la variedad de espiral que propongo es justamente la implícita en la clepsidra o en el huevo cósmico aludidos: la espiral doble en la que los principios opuestos se integran para de nuevo separarse. Es significativo que el símbolo chino del Yuang Yin sea propuesto en los diccionarios y obras especializadas como ejemplo de esta actualización de la línea sigmoidea. Cirlot, a quien sigo, describe así tal movimiento:

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Dos espirales dobles cruzadas forman la esvástica de ramas curvas, motivo que aparece con cierta frecuencia aunque no tanta como la ordenación en ritmo continuo de series de espirales dobles.

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La sangre devota rendiría testimonio de esa lucha agonística entre posiciones irresolubles. Por ello los opuestos y contradicciones parecen conjuntarse antes de buscar una resolución más clara en el sol de este corpus: Zozobra. Buscando detener ese vaivén que percibía en su vida pero también en su poética, López Velarde concebiría su primera entrega como una obra unitaria y concéntrica en torno al centro solar de la amada trasmutada en deidad. Esa circulación sólo se detiene frente a dos objetos litúrgicos: uno que consagra la unión del creyente con el creador, el altar, otra que deviene depositaria de los restos de la carne mortal, la urna. En ambos casos se trata de límites: el altar expresa el enlace con la espiritualidad, con aquello allende el cuerpo, la urna con el término de ese cuerpo, esa materia reducida. Por ello acaso la mención recurrente de la muerte, de las bodas. Si el amor no concluye en una unión terrena en ese recinto sagrado del altar habrá de realizarse –sin consumación– en la muerte.

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Propongo como motivo para diferir la publicación de La sangre devota (1916) un fundamento crítico. Ya no ancilar a la destreza técnica o artesanal, como sostenía Carballo, sino relacionada con el concepto de obra y también de camino de perfección. Los primeros poemas, rescatados por José Luis Martínez en la Obra poética, son circunstanciales, bitácora de impulsos, sentimientos y emociones, mientras que los incluidos en La sangre devota –varios de ellos poemas reelaborados, cuando no retomados en versiones casi por completo diferentes a las que revelaría la compilación de las “Primeras poesías”– responden a un programa. El libro abortado habría sido una suerte de álbum que coleccionaría las huellas de un enamoramiento, el decurso sentimental del primer amor, junto a poemas de ocasión y cuadros de orgullo nativo; así lo sugiere el subtítulo de efluvios modernistas con que se pretendía denominarlo: “Salmos viejos en lírica nueva”. Lo que sucede entre 1910 y 1916 es, además de la depuración poética, un cambio en la concepción del objeto libro. Y también en la significación de la poesía. Los poemas dejan de ser acuarelas sentimentales para convertirse en relicarios de una religión personal. Cada poema es una etapa en el camino de la Pasión.

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Leer La sangre devota como una secuencia narrativa revela no sólo la posible razón para el diferimiento editorial sino que incluso se comprenden las transformaciones que sufren ciertos poemas entre su versión primera y la aparición en libro. Además de la astucia literaria que obtiene Ramón con los años en la capital y el conocimiento de nuevas herramientas poéticas podría encontrarse, al modo de Pierre Renard, en esos nuevos poemas una transformación donde lo que se advierte, en contraluz, son distintas circunstancias.

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Entre el manuscrito de 1910 y la publicación de La sangre devota como libro ocurrieron no sólo sucesos decisivos que habrían de transformar la vida de Ramón López Velarde –la derrota del maderismo, su fracaso como político, su poco éxito profesional, su emigración a la Ciudad de México, el descubrimiento del deseo carnal y la concupiscencia, la pasión por una nueva mujer tan distinta a la entronizada en su adolescencia– sino también una más secreta metamorfosis: López Velarde comprendió que la poesía se nutre de los residuos vitales, de los humores de la persona que escribe, de modo propicio al de las empresas del caracol o de la araña, cuya concha o telaraña son resultado de su aliento vital –concha o telaraña en la que se avizora también la espiral– pero que la biografía, las circunstancias, los detalles cotidianos y verosímiles –esos que perseguimos para desentrañar el secreto siempre elusivo que guarda, alberga, destila esta poesía– no bastan para explicar ni para urdir un libro. En el lapso López Velarde aprendió a convertir los sucesos únicos en materia de ejemplos míticos. Y así el amor juvenil de un aprendiz de seminarista por una mujer mayor y prohibida por las costumbres de la época devendría una alegoría sobre la transformación del amor en un mito mariano, en una herejía, y en una religión personal. Del mismo modo en que la provincia de los primeros versos habría de originar un nuevo topoi convirtiendo a esa provincia en símbolo asimismo del Paraíso. La sangre devota es el recorrido, el camino de la pasión, de un poeta que asumiéndose demasiado humano terminaría convertido en una suerte de santo laico, crucificado, como todos los hombres, entre el anhelo y la unción erótica.

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[1]        Gabriel Zaid, Tres poetas católicos, Océano, México, p. 127.

[2]        Ernesto Lumbreras, Del centenario de La sangre devota (1916), Luvina, núm. 81, invierno 2015, pp. 308-310.

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FOTO: Como escribió Octavio Paz en su artículo “Fuensanta: imán y escapulario” (Vuelta, 30 de abril 1987), el cuadro Ángeles y Fuensanta, de Julio Romero de Torres es “la pintura ideal y carnal de un símbolo erótico, el mismo que fascinó y desveló al poeta mexicano”. /  Museo Julio Romero de Torres/Especial

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