Las cañitas: un proceso por lesbianismo a principios del XVII
En junio 1603, Inés Santa Cruz, una ex “monja/beata/priora”, y su compañera Catalina Ledesma fueron presas y juzgadas en la ciudad de Salamanca por “bujarronas” y porque “trataba la una con la otra carnalmente con un artificio de caña en forma de natura de hombre” e Inés “con sus manos la abría la natura a la dicha Catalina hasta que derramaba las simientes de su cuerpo en la natura de la otra por lo cual las llamaban las cañitas y esto es público y notorio entre las personas que las conocen”. De ello, “había mucho escándalo y murmuración en el barrio”. A pesar de tanto morbo y dimes y diretes por el barrio, aparentemente, nunca hubo denuncias por parte de los vecinos. Lo cierto es que Santa Cruz y Ledesma “fueron presas por los señores alcaldes.
No obstante, a efectos judiciales, no era la primera vez que Inés y Catalina estuvieron detenidas por tratar carnalmente entre sí. Según consta en el manuscrito, Santa Cruz y Ledesma ya fueron juzgadas con anterioridad en Valladolid, concretamente en 1601, porque:
“…trataban una con la otra carnalmente como hombre y mujer poniéndose la una debajo y la otra encima y tenían un instrumento de caña hecho a forma de natura de hombre con el cual se conocían la una a la otra carnalmente y por dicho delito fueron desterradas de la dicha ciudad…”.
Ambas mujeres, por tanto, tuvieron que abandonar la ciudad de Valladolid y se instalaron en Salamanca. Tampoco sería la última vez que fueron juzgadas por las audiencias reales de Castilla y León. La tercera y definitiva tuvo lugar en Valladolid, en 1606.
Un proceso único e histórico
El proceso contra Santa Cruz y Ledesma se conserva en el Archivo General de Simancas. De hecho, el manuscrito existente es una copia de los tres procesos originales.
El manuscrito de 142 folios aparece transcrito ad verbum, consta de varias partes. La primera es un resumen o breve relato de los procesos de 1603 y 1606 y de las sentencias dictadas por las reales cortes. El lector podrá apreciar las referencias al proceso de 1601 leyendo, primeramente, los contenidos del proceso de 1603, a continuación los de 1606 y, finalmente, el mencionado resumen de los procesos. El documento, relatado por varios escribanos, es sumamente repetitivo e incluye los gráficos, por no decir pornográficos, cargos de los sucesos expuestos por los magistrados de las cortes, las declaraciones de las testigas oculares (en ambos casos todas son mujeres), las confesiones de Santa Cruz y Ledesma, las largas descripciones de las torturas infligidas contra ellas, las sentencias dictadas y ejecutadas, y finalmente los recursos de las acusadas.
Esta detallada crónica sobre la relación amorosa de Inés Santa Cruz y Catalina Ledesma representa, que yo sepa, el único proceso conocido hasta la fecha, tanto en España como en Europa, que dilucida sin tapujos el tema del lesbianismo durante la época moderna. Según Brown, no existen ‘cientos sino miles’ de procesos contra la sodomía entre hombres pero ‘casi ningún caso’ sobre lesbianismo. Weiesner-Hanks, igualmente, reconoce que ‘solo hubo un puñado’ de procesos por lesbianismo ‘en toda Europa’ y ‘los casos que llegaron a juicio solían ser de mujeres que llevaban ropa de hombres, usaban un consolador u otro aparato para realizar el acto, o se casaban con otras mujeres’.
Aunque la historia de Inés y Catalina fue relatada por varios escribanos, supuestamente adscritos al poder estado-iglesia, una ‘deconstrucción’ directa de los procesos revela el intento en España de encasillar a las personas a través de la diferencia, reduciéndolas a una condición marginal. Indirectamente, nos permiten percibir en primer lugar la reacción de dos mujeres que no aceptan motu proprio esa discriminación; y en segundo término, su disposición a pelear por lo que consideraban una imposición de las estructuras represivas. Independientemente de las discusiones de la vieja y nueva escuela sobre la objetividad de la historia en casos como éste, lo cierto es que no podemos negar su utilidad para explicar la propia historia.
Las penitencias del pecado
El proceso contra Santa Cruz y Ledesma, celebrado en Salamanca en 1603, se sustenta en las declaraciones de 7 testigas con edades comprendidas entre los 17 y 60 años. Ninguna de las testigas firmó sus declaraciones “por no saber” escribir. Las “confesiones” y declaraciones de Santa Cruz y Ledesma, además de las sentencias dictadas por los jueces, complementan este proceso. No está claro en el manuscrito cómo los alcaldes mayores llegaron al caso, pero aún así se procedió contra las dos mujeres. Una vez notificado de los hechos el Alcalde mayor, fue a la casa de Santa Cruz y
“…halló en los aposentos y cama de las susodichas en una faltriquera de una saya de Inés…una caña pequeña algo huequecilla y en ella unos pocos alfileres tapada con un paño blanco y luego abrió un arca que Inés dijo que era suya y en ella halló una camisa delgada y luego miró debajo de la cama y en una cesta halló otra caña algo gruesa puntiaguda por la una parte e luego miró en una sobre escalera y en ella halló un pedazo de caña grueso quebrada a los cuales dichos cuatros pedazos de caña mandó a mí el presente escribano los guarde y tenga de manifiesto…”.
Todas las testigas coinciden que entre las personas que conocían a Inés y Catalina era bien sabido:
“…que se trataba la una con la otra carnalmente y que usando de un instrumento de caña de forma de natura de hombre por lo cual las llamaban por mal nombre las cañitas…poniéndose la una debajo e la otra encima besándose y retocándose como un hombre y una mujer… se decían palabras amorosas y que por esto estuvieron presas en Valladolid y las habían desterrado y las susodichas reñían muchas veces y luego se hacían amigas…”.
Según Ana Martín, criada del padre de Catalina, asegura que:
“…ha visto estando en casa de su amo una noche…que las susodichas dormían juntas en una cama [y] después de muertas las luces oyó ruido en la cama donde dormían…y oyó que estaban la una a la otra besando y abrazando diciendo mi alma y mis ojos y otras muchas palabras que provocaban a lujuria y esta imaginó q[ue] se estaban conociendo la una a la otra carnalmente y así se puso a escuchar con mucha atención lo que hacían y oyó y entendió realmente que estaba la una encima de la otra que a lo que parecía la dicha Catalina estaba debajo e Inés encima de ella y oyó que estaban jadeando y acezando[1] haciendo con el aliento ah ah ah como que estaban cansadas y en aquel acto de conocerse carnalmente…y le pareció muy mal por ser una cosa tan fea y abominable”.
Los vecinos también declaran que Inés de Santa Cruz “andaba en hábito de beata”, que vestía “un monjil negro y una toca limpia”, y que aseguraba haber sido “monja en Toledo”. Al parecer, Santa Cruz recogía “mujeres perdidas en su casa para ponerlas en estado” o casarlas y proporcionarles modo de vivir. Pero la verdad es que nadie daba por hecho que Santa Cruz trabajara en estos menesteres, y daban por cierto que se trataba de “embelecos y enredos”, y que con este propósito pedía “limosna para esta obra y trae engañadas a las gentes.
Es decir, que Santa Cruz era una de tantas beatas que abundaban en la sociedad española de los siglos de Oro. En el XVII, una beata –es decir feliz, dichosa, gloriosa, perfecta– era una mujer que vestía hábito religioso fuera de la comunidad, que solía vivir en su casa particular con recogimiento, y que practicaba las virtudes y obras de caridad. Y éste, concretamente, fue el caso de Santa Cruz, que vestía hábito religioso, hacía los recados en nombre de la comunidad a la que estaba agregada, pedía limosna en nombre de su convento y se dedicaba al ejercicio de obras benéficas.
No son muchas las noticias biográficas sobre las encausadas, pero sí decisivas. En Salamanca, Santa Cruz era considerada como “una mujer embelecadora y revoltosa por de ordinario anda revolviendo los vecinos de barrio y diciendo mal de las unas y de las otras”. Por la misma Santa Cruz sabemos que, amén de beata, dice haber sido “priora en el emparedamiento de la Antigua” en Valladolid, alrededor de 1601.
Basándonos en otras declaraciones de Inés Santa Cruz y Catalina de Ledesma trascienden otros detalles. Sabemos que Ledesma fue vecina y natural de Ciudad Rodrigo, que no tenía oficio, que estaba casada, que tenía la edad de treinta años y que no sabía escribir. Asegura conocer a Inés desde hace “cinco años y que han estado en Valladolid parte del tiempo y parte de él en Salamanca y en otro lugares como son Segovia y Arévalo”. Ledesma confirma
“…que esta e Inés han tratado carnalmente…como hombre y mujer poniéndose esta debajo de la dicha Inés y desaguando la dicha Inés la simiente en la natura de esta y estándose besando y abrazando y diciéndose palabras amorosas como hombre y mujer [y] que la traía la mano la dicha Inés a esta por encima de su natura y cuando quería descargar con las manos se la abría para que cayese dentro la simiente…”.
Con mimbres tan escasos la historia adquiere complejidad y dramatismo a través de los distintos procesos. Así, en el juicio de Salamanca, Inés de Santa Cruz nos relata que:
“…es vecina de la ciudad de Valladolid y que es beata y de edad de treinta y cinco años [y que] habrá cerca de cuatro años que teniendo esta confesante en la ciudad de Valladolid un emparedamiento a su cargo de mujeres llevaron allí a la dicha Catalina de Ledesma la cual por no tener cama la acostó esta en la suya y de allí a algunos días esta se acostó con la susodicha en la cama y la una con la otra empezaron a retozar y a besar y a decirse palabras amorosas para encontrase a lujuria diciéndole la dicha Catalina a esta mi alma mi vida quieres joder y con esto esta se subía encima de Catalina como hombre abriendo a la susodicha su natura y vergüenzas y esta la subía y pegando la una con la otra hasta que descargaba esta confesante la simiente dentro de la natura de la dicha Catalina y a este tiempo esta con sus manos la abría la natura a la dicha Catalina [y] niega haber hecho ni cometido el dicho pecado con instrumento alguno…”.
Con semejante declaración contradictoria, el Alcalde mayor no queda satisfecho con la confesión de Santa Cruz y
“…la mandó poner a cuestión de tormento y que se le den en los brazos las vueltas de la mancuerda…con apercibimiento y protestación que hace que si por no decir la verdad algún brazo se le quebrase u ojo se le saltase y muriere en el tormento sea por su cuenta y cargo…”.
Finalmente, después de ser torturada en la mancuerda[2], Santa Cruz admite que en efecto:
“…los primeros días que conoció carnalmente en Valladolid a Catalina hicieron una invención de cuero blanco embutida en lana a manera de natura de hombre con la cual esta tuvo acceso y cópula carnal con la dicha Catalina subiéndosele la Catalina encima y metiéndosela en la natura de esta…y otras veces lo hacían al otro lado poniéndosele debajo la Catalina y esta confesante encima… hasta que venían a hacer polución y esto con la dicha forma de natura de hombre y lo dejaron porque les dolía a ambas y lastimaba y después no lo a hecho con otro ningún instrumento más de con sola su natura…”.
Ledesma también fue torturada, y en junio de 1603 ambas fueron sentenciadas:
“…a que de la cárcel pública donde están presas sean sacadas caballeras en dos bestias menores de albarda atados pies y manos y con soga de esparto a la garganta y con pública voz de pregonero que manifieste sus delitos sean llevadas por las calles públicas acostumbradas de esta ciudad hasta llegar al teso que está fuera de ella sitio y lugar acostumbrado para semejantes delitos donde mandamos se pongan dos palos grandes y en ellos puestas las dichas Inés de Santa Cruz y Catalina de Ledesma donde se les dé garrote hasta que naturalmente mueran y luego mandamos que les sea hecha una hoguera a donde a las susodichas sean quemadas en llamas de fuego conforme a la ley del Reino =y más las condenamos en las costas del proceso”.
Pero Santa Cruz y Ledesma apelaron la sentencia con éxito. Ledesma confirma que en
“…Salamanca se procedió contra Inés de la Cruz y esta por decir que se trataban deshonestamente y que Inés con un instrumento ha hecho de baldrés o de trapos trataba…y sobre ello la dicha justicia habiéndolas puesto presas la dio tormento…y por miedo de él confesó ser verdad el maltrato que usaba con la dicha Inés…y por esta causa fueron condenadas por la dicha justicia en pena de muerte y que fuesen quemadas…y después habiendo visto el pleito en grado de apelación en esta real chancillería salieron condenadas por sentencia de revista la dicha Inés en cuatro cientos azotes y destierro del Reino perpetuamente y otras penas y esta confesante fue condenada en doscientos azotes…habiéndose ejecutado en ellas las dichas sentencias…y la mandaron que hiciese vida con su marido y la dicha justicia de Salamanca la mandaron que lo fuese a buscar a León y habiendo ido no lo halló…”.
Al no hallar Ledesma a su marido, retorna a Valladolid donde se vuelve a juntar con Santa Cruz y donde en 1606 fueron juzgadas por tercera y última vez. Si el proceso de 1603 destaca por su constante repetición en referencia al acto sexual entre las dos mujeres, el proceso de 1606 nos cuenta una historia más compleja y mucho más elaborada con nuevas amantes y cómplices. En este proceso se acentúan los celos, la violencia física, malos tratos, intrigas, amenazas y relaciones sexuales entre una red de mujeres. Serán trece las mujeres, con edades comprendidas entre los veinte y sesenta años –la mayoría de la clase menos acomodada, pues únicamente 3 saben escribir–, las que testifican en este tercer proceso contra Santa Cruz y Ledesma. El escenario donde las protagonistas desarrollan gran parte de esta historia tuvo lugar en Valladolid en el Monasterio de Sancti Spíritus, sus huertas, callejones e iglesias. El monasterio de Sancti Spíritus, según refiere la actual Priora, fue abandonado en 1947, instalándose las madres Agustinas en el actual barrio de la Farola de Valladolid. El histórico edificio, finalmente, fue derribado en 1963. Inés de Santa Cruz y Catalina Ledesma formaron parte, en otro sentido muy distinto, de la rica historia del convento de Sancti Spíritus.
El juicio se desarrolla en noviembre del mismo año. Esta vez fue la propia Ledesma quien denunció a Santa Cruz por los continuos malos tratos que de ésta había recibido en varias ocasiones y en diferentes sitios. Santa Cruz tildaba a Catalina “de puta y ladrona en las casas donde estaba sirviendo” y:
“…allí la metía en algún aposento y allí la beata la messaba[3] de los cabellos y golpeaba y la daba puñadas y araños y la hacía otros malos tratamientos haciéndola señales y desollándosela…y otra vez la descalabró dándole heridas…y le hizo muchos araños y le rasgó una oreja…y que se alborotó todo el barrio y la vecindad y llegaron las vecinas a ponerse por medio y a quitarla a esta confesante de las manos de la dicha Inés…y otra vez le dio en una pared y la dejaba arañada y andaba siempre acardenalada de los malos tratamientos que le hacía…”.
Otra testiga afirmó haber “estado con mucha pena de ver que no podía remediar un daño tan grande y escándalo” porque “Inés ha procedido tan libre y disolutamente” contra Catalina ejercitando el “oficio de rufián con ella haciéndola muchos malos tratamientos descalabrándola y messándola y dándola muchos golpes”. Una vez vio esta testiga a Catalina “con un brazo medio quebrado y la dijo que lo había hecho la Inés”.
Después de los muchos “golpes y araños” que solía Santa Cruz proporcionarle a Catalina, justo “acabándola de castigar y mal tratar”, luego “la halagaba abrazándola y besándola y haciéndola otras muchas caricias”. Incluso una vez Inés “se llegó a la dicha Catalina y la trajo la mano por la cara y debajo de la barba como haciéndola regalos y amores y también otras dos o tres veces trajo pasteles y empanadas y juntas y solas se iban a comerlas a las huertas”.
Una noche, después de una de estas palizas, Catalina de Ledesma, en compañía de una vecina, salió de su casa y decidió denunciar el trato dirigiéndose
“…al patio de la real chancillería y dio cuenta de lo que había pasado al licenciado diciendo que se quería entrar a quejar ante los señores alcaldes de los malos tratamientos que le hacía la dicha Inés y de cómo no la quería dejar y el dicho licenciado le respondió que se sosegase y asentase a servir en alguna casa honrada…”.
Según las testigas, una mujer que siempre vestía “en hábito de monja o de beata que decían se llamaba Inés de Santa Cruz fingiendo ser su tía” perseguía muy a menudo a Catalina, “una mujer de buena gracia” la cual:
“…lo resistía diciendo que no quería ir con ella y sobre ésto se trataron a palabras riñendo muy mal diciéndose muy feas palabras…se llamaban entre otras palabras sodomíticas bujarronas y que la dicha Inés decía a la dicha Catalina que era una puta traidora sin ley de Dios y que mientras ella viviese no había de consentir que ofendiese a Dios…y que era una puta bellaca y para qué se amancebaba con un hombre casado que le quitaba el sustento a su mujer e hijos que mejor era estar con ella pues que la tenía en su casa como mujer honrada y la vestía y calzaba y daba de comer y todo lo que había menester y…Ledesma respondía que más quería estar amancebada con ciento y veinte que no estar con la beata porque la trataba mal y…Ledesma decía a la beata que era una somética y que la tenía perdida muchos años había que no hacía vida con su marido por amor de ella y que la había comido su hacienda y que por amor de ella la habían azotado…”.
Parece más que evidente que Ledesma, “siempre andaba huyendo” de Santa Cruz “procurando defenderse” y “no queriendo tener su amistad y aunque” se
“…asentaba a servir en algunas casas acudía luego de ellas la dicha Inés y decía que no la tuviesen allí porque era una puta y estaba amancebada y trataba con hombres y si algunos hablaban a esta confesante se iba a ellos y les rogaba y persuadía que no tratasen con esta y otras veces los reñía como si fuera hombre como ellos y les hacía fieros y amenazas diciendo que los había de hacer castigar por justicia…”.
El escándalo se hizo público un día en el que estaba Ledesma rezando en la iglesia del Monasterio de Nuestra Señora del Carmen, y
“…llegó un hombre a hablarla y sin pensar que estaba allí la dicha Inés se llegó a esta por un lado y sacó un cuchillo que llevaba diciendo puta bellaca este cuchillo traigo para cruzaros la cara y os la tengo de cruzar aquí y hubo muy grande escándalo y alboroto entre la gente que estaba en la dicha iglesia por ver el atrevimiento que había tenido Inés beata y Catalina salió de la dicha iglesia huyendo de ella…temiendo a la dicha Inés la cual echó a correr tras de esta confesante con el dicho cuchillo en la mano diciendo puta probada lleváis rufianes a las huertas para que os hagan tal cosa diciéndolo por palabras sucias y deshonestas y Catalina se fue huyendo y se escondió entre unos vallados y estuvo allí hasta otro día por la mañana por temor de no encontrarse a Inés de quién ha sido muy perseguida y mal tratada…”.
Coito lésbico, las leyes divinas, y otras monjas perdidas
Muchos de los textos relacionados con la sodomía, escritos durante la época moderna, se refieren en exclusiva al hombre, como si la sodomía representara un dominio exclusivo de éste. Pero si estas pragmáticas y demás textos jurídicos de la edad moderna habían atribuido las nociones de sodomía en exclusiva a los hombres, los teólogos, desde la época bíblica, ya habían comentado sobre la posibilidad de la sodomía entre las mujeres.
Una de las descripciones más tempranas que habla de la sodomía –en el Antiguo Testamento ya se condena este pecado en Deuteronomio 23, 17 y Primer Libro de los Reyes 15,12–, como acción contra natura, aparece en el Nuevo Testamento en una de las carta de San Pablo a los Romanos, en la que se refería tanto a la sodomía entre los hombres como a la de las mujeres. Según San Pablo, tanto hombres como mujeres habían abandonado el ‘uso natural’ del orden prescrito cuando los hombres se juntaban con hombres y las mujeres con mujeres, holgados en el vergonzoso acto ‘contra naturaleza’.
En el siglo XIII, Gregorio López, en su comentario titulado Omes en la Setena Partida, escribió que aunque la ley se aplicaba a los ‘hombres, también incluía a las mujeres’, en especial cuando una mujer cometía con otra ‘coito contra la naturaleza’. Así pues, reconocía López, ‘la sodomía femenina era posible y debía ser castigada’. A pesar de la posibilidad de la sodomía femenina, razonada por López, ni la ley divina ni la secular castigaba el coito entre dos mujeres. Aunque consideraba la “sodomía femenina como un pecado grave, no se podía comparar con el atroz vicio sodomítico cometido entre hombres, porque a diferencia de la sodomía entre mujeres, la sodomía entre hombres perturbaba el orden natural de las cosas en mucho mayor grado”.
La sodomía entre mujeres no alteraba la economía de la creación puesto que no había posibilidad de coito que comportara el desperdicio de semen; y a diferencia entre los hombres, la sodomía entre mujeres no ofendía directamente la imagen de Dios. Por tanto, el coito de mujer con mujer no se encuentra castigado por ley divina ni humana. Aunque éste es un pecado grave no es tan determinante como el ‘vicio sodomítico de varón con varón’ porque, según López, ‘mayor es la perturbación del orden natural en el pecado sodomítico entre varones que entre mujeres’. En consecuencia, según López, las mujeres no tenían que sufrir el calor de las llamas, sino una pena menos severa que la muerte, excepto cuando hubieran empleado entre ellas ‘aliquo instrumento virginitas violetur’.
La visión polisémica de los moralistas de la sodomía y su multiplicidad de significantes daba por hecho que tanto el hombre como la mujer podían cometer sodomía. Aún así, ‘aunque un crimen’, muchos moralistas consideraron la sodomía entre mujeres más bien un falso delito, y una acción ‘no auténtica, imperfecta, desprovista de semen desperdiciado o dispersado’. En consecuencia, los tribunales a menudo delegaron estos casos y sus sentencias a los obispos locales.
HISTORIOGRAFÍA LÉSBICA EN LA ÉPOCA MODERNA
‘Quizás’, escribe Bernabéu Albert, la ‘palabra que mejor defina la actitud de la historiografía en castellano hacia la homosexualidad, tanto masculina como femenina, sea la incomodidad’. Efectivamente, la historiografía del lesbianismo en la España moderna podría decirse que tanto ‘las editoriales tradicionales’ como ‘las revistas de prestigio apenas cuentan con unas cuantas referencias’, por no decir ninguna ‘rehuyendo de manera deliberada o mostrando poca sensibilidad por estos temas’. Bonnet, en su ensayo sobre el lesbianismo durante los siglos XVI-XX, nos recuerda que:
‘!Es un hecho! Aunque las lesbianas también han sufrido el ardor del fuego y la estigmatización del azufre, son pocos los historiadores [o las historiadoras] que han tenido el coraje de incluirlas en la historia’.
A pesar de esta ‘resistencia, tanto editorial como por parte de los autores’, empiezan a publicarse textos relacionados con el tema lésbico español en siglos pasados como es el caso de Elisa y Marsela casadas por la iglesia en A Coruña a principios del siglo XX. De hecho, más de 2.000 mujeres lesbianas se han casado en España gracias a la ley de Rodríguez Zapatero a partir de 2005.
En la Europa moderna se puede hablar de algunos libros importantes: Marie-Jo Bonnet, Les Vies Amoureux des Femmes, XVIe-XXe Siècle; Judith C. Brown, Immodest Acts: The Life of a Lesbian Nun in Renaissance Italy, y Valerie Traub, The Renaissance of Lesbianism in Early Modern England. Bonnet escribe un ensayo ejemplar sobre la historia del lesbianismo europeo entre los siglos XVI y XX. Brown utiliza fuentes archivísticas e infiere sobre el supuesto lesbianismo de su monja protagonista. Traub, por su parte, analiza representaciones amorosas, deseos y erotismo como discursos lésbicos en la poesía, drama, arte, pornografía y en la medicina de la Inglaterra moderna.
Sin embargo, ninguno de estos libros relata explícitamente los actos sexuales atribuidos a mujeres tal y como aparecen gráficamente escritos y detallados por los escribanos en Las cañitas. Estos relatos representan una de las aportaciones más destacadas del manuscrito. Y lo son, precisamente, porque las tendencias lésbicas de Inés de Santa Cruz y Catalina de Ledesma han sido anotadas por hombres que eran la manus longa de una política española represiva estado-iglesia.
En efecto, como nos recuerda la filósofa Preciado, ‘la sexualidad es como las lenguas, todos podemos aprender varias’.
[1] DdA, Tomo I, pág. 48: Acezar. Respirar con dificultad como hacen los perros cuando estan fatigados del calor o de correr.; Tomo IV, pág. 316: Jadear. Arrojar, con vehemencia y congoja el aliento o respiración.
[2] www.wordreference.com: Mancuerda. Tormento que consistía en atar al reo con ligaduras que se iban apretando por vueltas de una rueda hasta incluso su muerte si previamente no le había sido extraída su confesión.
[3] DdA, Tomo IV, pág. 555: Messar. Arrancar los pelos con las manos.
*FOTOGRAFÍA: Legajos del Archivo General de Simancas/Especial.
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