“Las comisiones de la verdad se han vuelto una oficina más”: José Carlos Agüero
El historiador aborda la violencia política en Perú desde la década de los 80, en la llamada Época del terrorismo; reflexiona cómo la desaparición forzada se convirtió en una ruta para construir ciudadanía
POR SILVIA ISABEL GÁMEZ
En la memoria conserva el último recuerdo de su madre. “La vi darse la vuelta, con su falda de flores, su cabello amarrado en trenzas”, escribe el historiador peruano José Carlos Agüero en Persona. ¿Es tu mamá?, le preguntarían después, mostrándole la imagen de una mujer tendida en la playa de Chorrillos con tres balazos en el cuerpo y encima un cartel: “Así mueren los traidores”. Silvia Solórzano Mendívil fue asesinada en 1992 por agentes del Ejército que pretendieron atribuir su crimen a la organización terrorista en la que militaba: el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL).
Seis años antes, en 1986, el padre del historiador, José Manuel Agüero Aguirre, fue torturado y fusilado en la isla penal de El Frontón tras un motín de los presos del PCP-SL. Elementos de la Marina ejecutaron a más de un centenar de sobrevivientes cuando ya se habían rendido. Después detonaron explosivos para cubrir de escombros sus restos. Luego los desenterraron, los sepultaron de manera clandestina en distintos cementerios de Lima, los volvieron a exhumar. La mayoría siguen sin ser identificados. El cuerpo de José Manuel continúa desaparecido.
La madre de Agüero lo entrenó para resistir la tortura, aguantar la respiración bajo el agua, controlar las emociones, afirma en Los rendidos. No educó a sus tres hijos —José Carlos, nacido en 1975, es el segundo— para que se sintieran víctimas. El asesinato extrajudicial de sus padres, cuenta el historiador en entrevista telefónica, tuvo otros efectos: lo obligó a madurar, le restó ingenuidad.
“Sabes que en el mundo hay crueldad; la violencia es un elemento que actúa y no es excepcional, moldea nuestras vidas, nuestros cuerpos, nuestras relaciones, y eso ya no te lo tiene que enseñar nadie, sino que lo sabes; engendra posiblemente (también) una actitud de sospecha respecto de la discursividad que otros sostienen. Creo que, en principio, eso que no es deseado (la muerte de sus padres) y que en el fondo es un sufrir, también otorga una mirada crítica”.
El PCP-SL declaró la guerra al Estado peruano en 1980, un conflicto armado interno que se extendió durante dos décadas y que, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), provocó cerca de 70 mil víctimas mortales, la mayoría (el 46%) atribuidas a esta organización. Durante los años en que la CVR investigó (2001-2003), Agüero, que trabajaba en una ONG de derechos humanos, tomó testimonios para el informe en la región de Ayacucho.
Ese papel de “escuchador” ha sido fundamental en la elaboración de su obra, afirma. Agüero actúa como un oidor de desgracias que, dotadas de contexto, adquieren significación. En Persona reflexiona sobre la destrucción de los cuerpos, la incertidumbre de su permanencia; un sujeto que es abatido por la maquinaria del poder antes de vivir el “tiempo mínimo para fundar una historia o una experiencia que pueda ser transmitida o compartida”. En una granja en el desierto de Ica, un hombre cuenta entre tragos de cubalibre que en el patio tiene enterrados a varios terroristas. Ahí, bajo los geranios y claveles. “Los ‘terrucos’”, dice, “debían ser buena mierda, porque el jardín no para de crecer”.
“Soy casi un mediador de muchas cosas que están ahí murmurándose en el país y que no se están diciendo; entonces, por qué no decirlas, entiendo un poco mi rol de esa manera”, dice el investigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), padre cuidador de una niña de cuatro años que ha alterado su rutina de dos décadas, un método que consistía en vivir experiencias, y reflexionar y escribir sobre ellas durante mucho tiempo; ya no puede ausentarse semanas, ni esbozar apuntes cada madrugada. “Tengo que cuidar de mi hija, amanecer con ella, darle su desayuno; soy en ese sentido una madre, y me parece bien, pero obliga a una serie de adaptaciones. Se trata de acomodar toda la vida, escribir por piezas del día: cuando se duerme, cuando descansa”.
Agüero no pretende ser un intérprete de los demás, aclara, pero puesto que la intermediación en una entrevista o conversación es inevitable, busca cómo lograr que no sea tan “expropiadora de la experiencia ajena”. En Persona (FCE, 2017), obra ganadora del Premio Nacional de Literatura, propone, al igual que en Los rendidos (IEP, 2015), lo que algunos críticos llaman una “poética de la duda”. Preguntas sin resolver, otras con atisbos de respuesta, en torno a la violencia, la culpa, el cuerpo, la memoria, como una forma de trasladar esas interrogantes al lector.
“Hay varios pactos que me propongo (al escribir)”, agrega. “Me importa decir la verdad, porque creo que, aunque siempre será imperfecta e inacabada, es el sustrato de la convivencia. Intento no errar: ensayo, pregunto, corroboro, porque a partir de algo que puede parecer una estampa, una viñeta, va a rodar una cadena de interpretaciones, entonces, para que eso no sea entendido de cualquier manera, me interesa escribir lo mejor posible. Es un asunto un poco fastidioso porque tengo que estar, cada cierto tiempo, pensando en cómo interrumpo la apropiación sencilla de quien va a leer, eso lo hago a conciencia. Escribo de manera fragmentaria, alegórica, simbólica, mezclo géneros, y utilizo mucho el lenguaje poético porque eso va a hacer que no todo pueda ser convertido inmediatamente en mercancía de la palabra. Eso es lo que más me preocupa, porque son vidas y cuerpos, no solo historias”.
En México vivimos una violencia brutal, en la que se ha normalizado la información sobre crímenes y masacres, ¿cómo narrar esto desde el periodismo para que importe?
La crónica es una buena herramienta, no tanto el sistema informativo convencional, sino detenerse un poco en la reconstrucción de las experiencias previas, no solamente en el instante aciago, sino en el significado. A mí eso es lo que más me importa, más que la anécdota, el significado de lo que está ocurriendo, por eso me puedo tomar licencias de escritura al momento de narrar, poner un testimonio; no importa la fidelidad porque es inalcanzable, importa transmitir sentido, creo que eso es lo importante, porque si no estaríamos posiblemente produciendo un efecto de repetición de la violencia, o un eco que acaba por confundir a todos en su sordina.
La violencia modela los cuerpos de todos, “aunque no nos demos cuenta”, asegura. Perturba pensarlo.
Somos lo que nos hace la violencia en gran parte, sólo que nuestra mentalidad liberal se ha esforzado por construir la violencia como algo que debe ser imaginado como excepción; no estoy de acuerdo, pero es difícil salir de esa certidumbre, casi de un sentido común, casi de un instinto. El sistema penal, por ejemplo, está pensado para responder al crimen entendido como algo que pasa de vez en cuando; hay demasiadas evidencias en el mundo durante los siglos XX y XXI que pulverizan esa fe, pero no son suficiente; es interesante pensar en por qué ese axioma no se puede cuestionar.
Cuando se afirma desde el poder que quienes sufren la violencia son solo delincuentes o personas vinculadas con grupos violentos, ¿la excepción se vuelve utilitaria?
Sí, tiene una parte que es honda, casi mental, y otra que no, que es ideológica, directamente discursiva. Creer que la violencia es excepcional se convierte en una justificación o una herramienta para ejercerla de una manera legítima. El poder construye la excepción a propósito.
Ser víctima, ha dicho, se ha convertido en “un paso triste para ser un poco más ciudadanos”. Lo vemos en nuestros países: la organización de las familias de personas desaparecidas y asesinadas genera avances legales.
Algunos colegas están hartos de lo que se llamaría la performatividad de la víctima, lo que consideran una forma casi teatral de presentarse ante el mundo de quien ha sufrido un agravio moral grave; lo entiendo, pero tampoco estoy de acuerdo. Creo que se pasa muy rápido por alto que el ser víctima esencialmente está fundado en el sufrimiento, y en el sufrimiento no buscado. Una parte de la crítica actual de los estudios de memoria no se detiene a valorar lo que el sufrimiento otorga. Puede sonar grotesco, pero el sufrimiento puede generar formas de politización de la gente, el sufrimiento quita, pero también da, y en sociedades como las nuestras, donde la ciudadanía siempre será una promesa, el sufrimiento pareciera gotear posibilidades para gente que no tiene ningún rango; personas poco vinculadas al espacio público empiezan a apropiárselo, a utilizarlo de una manera efectiva, a partir de un evento trágico. Nadie pensó que la desaparición forzada iba a ser la ruta para construir ciudadanía, pero sucede.
En México existen comisiones de la verdad creadas por el presidente Andrés Manuel López Obrador para el caso Ayotzinapa, para el periodo de la “guerra sucia”, pero no parecen esclarecer nada. ¿Cree que este mecanismo aún es efectivo?
Las comisiones fueron un evento político y ético de una enorme importancia hace 20 años, cuando catalizaron algunos de los procesos de democratización en Perú, en Argentina, en Chile; se convirtieron en hitos éticos. Pero ahora se han vuelto un mecanismo estándar, parte de la tecnocracia transicional y, en ese sentido, perdieron la mayor parte de su atractivo como sustancial vínculo con las reformas políticas; hoy es como una oficina más, parte de una receta. El nombre no hace a la institución, una comisión de la verdad como la entendíamos antes es impensable sin autonomía y sin atribuciones que le permitan investigar a fondo.
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El 21 de marzo falleció Rosalino Florez Valverde, de Cusco, la víctima número 67 de las protestas contra el gobierno de la presidenta Dina Boluarte. Una radiografía que mostraba los 36 perdigones de plomo que atravesaron el cuerpo de este joven de 22 años se hizo viral. Tras el intento golpista de Pedro Castillo en diciembre de 2022, que culminó con su encarcelamiento y la subida al poder de Boluarte, el historiador, activista de derechos humanos, se sumó a las manifestaciones que defendían el voto electoral y ha mantenido una postura crítica contra el actual gobierno.
“En el Perú hay todo un proceso de apropiación del término de víctima por parte de los agentes del Estado; se dicen los sacrificados por intentar sostener la paz del país, y con esta victimización justifican lo que en la práctica es un gobierno autoritario. Ser víctima te legitima. El Estado ahora es víctima de los ciudadanos que están protestando, ese es el tipo de reconversión que se hace para producir un discurso que legitime a este gobierno violador de derechos humanos”.
En Cómo votan los muertos (La Siniestra, 2021) escribe que en cinco años se sucedieron cinco presidentes en Perú, cada cual peor que el anterior. ¿Ahora son seis, con Boluarte peor que Pedro Castillo?
En el Perú nadie está dispuesto a aceptar que hay un colapso social, entonces así es difícil conversar, porque hay que explicar una crisis tras otra. Lo que yo sugiero es que todo son síntomas de un colapso mayor: no hay partidos políticos, las instituciones perdieron su sentido, su funcionalidad, sobre todo las de justicia, son corruptas, y el tejido social se deshilvanó en gran parte. Una sociedad con esas falencias no va a funcionar, tendríamos que hacer el esfuerzo de reconocer ese diagnóstico, porque, si no lo hacemos, vamos a seguir contando presidentes y contando muertos.
El Congreso peruano rechaza adelantar elecciones, y Boluarte se niega a abandonar el cargo, pese a las protestas. ¿Cuál es su expectativa?
No creo que haya elecciones. El Congreso y el Ejecutivo no son poderes enfrentados. Es una sola alianza, muy conservadora, muy autoritaria, que incluye también al Ministerio Público, como mínimo a la fiscalía, y a los medios de comunicación corporativos. Es una alianza difícil de derrotar, y no se va a suicidar, no va a convocar a elecciones a menos que sea obligada. Lo que hemos intentado estos meses los ciudadanos que hemos salido a protestar es eso, intentar obligarlos, pero cuando un gobierno asume que puede ser abiertamente criminal, es muy difícil sacarlo.
Una vez que las protestas han disminuido, ¿cree que será difícil alcanzar el nivel de las manifestaciones de las primeras semanas?
Ha sido enorme el desgaste y en los próximos meses, al menos un par, la gente tiene que recuperarse, reorientar el esfuerzo de la protesta, encontrar objetivos más concretos; recomponerse económica y físicamente. A la larga la ciudadanía va a ganar, pero espero que eso no signifique muchos años ni más costos humanos.
En su libro, escrito antes de la segunda vuelta de las elecciones de 2021, se refería a Castillo como alguien que se asumía como “intérprete del pueblo”, un tipo de identidad que “puede llevar al dogmatismo, al abuso de poder”. ¿Intuyó lo que se venía?
A mi pesar he de reconocer que tenía una imagen clara de lo que podía pasar. Lo que tenemos ahora son consecuencias de un colapso social que ya se había producido y las respuestas a eso no podían ser más que pésimas, ¿por qué tendrían que ser buenas? Por un lado (con Keiko Fujimori), una fuerza profundamente antidemocrática y antipolítica como el fujimorismo, que es la que ahora está gobernando, y la otra (con Castillo) representaba una respuesta inconexa al colapso y al fujimorismo, con enormes deficiencias porque estaba fundada en el relativismo moral, el cinismo, y la movilización afectiva e identitaria de la población mas maltratada del sur andino.
¿Resultan más trágicas las acciones de Castillo por el hecho de que fueron los sectores marginados los que le llevaron al poder, haciendo valer su voto?
Ha sido interesante el proceso de la crisis actual. Lo que moviliza a la gente no es una defensa del presidente Castillo, muy pronto lo que sale a reclamar, y entre esa gente me incluyo, es un rechazo a las fuerzas antidemocráticas que se apoderan del poder; todo lo que habíamos evitado por casi 20 años, que el fujimorismo llegara al gobierno, Castillo lo facilita al generar un vacío de poder. El fujimorismo regresa a través de esta alianza autoritaria, es una de las razones por las cuales protestamos, y la otra es por un principio básico de la democracia, lo que estamos defendiendo es la voluntad popular, no es una abstracción. En otros países esto no se entiende, pero se ha producido una inversión de la voluntad popular; formalmente, la presidenta es la sucesión constitucional, pero en el fondo es la representante de la alianza que perdió, una vez tras otra. El Perú evitó durante tres elecciones, a punta de votos, que el fujimorismo regresara. No siempre se gana, en esta coyuntura hemos sido derrotados, pero estamos luchando.
¿Piensa que mandatarios que han apoyado a Castillo, como López Obrador, un presidente que polariza, lo defienden porque se identifican?
Hay una parte de imaginación progresista en López Obrador que lo lleva a fantasear respecto de un presidente, un Perú y una izquierda que no existen. En ese sentido, no está diciendo verdades; tal vez lo esté haciendo porque le conviene decirlo, para sus intereses como líder del progresismo latinoamericano, algo así. No nos hace ningún bien, eso sí, no nos ayuda. Primero, porque la defensa de Castillo acá es inexistente, entonces más confunde, y porque muy pocas personas plantean la crisis en términos de izquierda y derecha, más sentido tiene hacerlo entre democracia y autoritarismo.
Y el apoyo de Vargas Llosa a Boluarte, ¿también lo veía venir?
Sí, claro, Vargas Llosa está muy prístino desde hace bastantes años, lamentablemente. Ha devenido en las posiciones más extremas del miedo a la democracia; para explicarme: tiene una manera de entender la democracia que es ilustre, está basada en la idea de una élite que debe gobernar a gente que no está capacitada para hacerlo, y eso yo lo considero la expresión del miedo —parte del mundo capitalista— a la democracia auténtica. Con la democracia, la gente que no había sido considerada igual puede votar, gobernar, protestar, y hacerlo legítimamente, sin intermediarios, sin patrones, sin tutelaje. Es el miedo a la democracia lo que explica a Vargas Llosa y a muchísimos como él en el mundo, que ven peligro cada vez que el pueblo, entre comillas, intenta influir en el poder y hacer política. Un indio que hace política les desarregla el mundo, hasta ahí llega su democracia.
FOTO: José Carlos Agüero ganó el Premio Nacional de Literatura 2018, en Perú, por su libro Persona. Ojoentinta /Cortesía José Carlos Agüero
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