Las memorias perdidas de Alejandro Finisterre
De inventor a poeta, de fabricante de juguetes a pirata aéreo, el también editor gallego tuvo una vida llena de aventuras, rodeada aún de numerosos misterios que están por desentrañarse
POR SILVIA ISABEL GÁMEZ
Su vida fue como una novela de aventuras. Durante décadas, Alejandro Finisterre guardó la prueba —cartas, notas de periódico, fotografías, apuntes— de sus sucesivas identidades: de inventor a poeta, de fabricante de juguetes a pirata aéreo, de editor de los autores del exilio republicano a albacea literario de León Felipe y Juan Larrea. Llegó a reunir 400 folios que documentaban también su pasado como bailarín de claqué y prófugo del franquismo en unas memorias que tituló Bajo vientos, mareas y pechelingues.
Desde hace dos años, una serie de artículos publicados por el escritor e investigador gallego Rafael Lema Mouzo en el medio digital Adiante Galicia revelaron a Finisterre —cuyo verdadero nombre era Alejandro Campos Ramírez— como el último amante de Frida Kahlo, tras el hallazgo de un legado de cartas, dibujos, diarios y poemas que la artista le habría enviado poco antes de su muerte en 1954 y que, según afirman especialistas, es falso. La respuesta a este enigma podría estar en las memorias de Finisterre, que tras su fallecimiento en 2007, a los 87 años, se anunció que publicaría RBA.
Desde Barcelona, la Agencia Literaria Carmen Balcells, que manejaba la obra de Finisterre, refiere que durante el proceso de edición “una falta de entendimiento” entre RBA y la viuda del autor puso fin al proyecto. Un desencuentro que devolvió el manuscrito a las manos de la cantante lírica María Herrero, compañera del editor durante 29 años. Después, su rastro se pierde.
El hispanista italiano Gabriele Morelli fue uno de los amigos de Finisterre que tuvo acceso a sus memorias, al igual que el músico Xurxo Souto y el escritor Manuel Rivas, ambos de origen gallego, como el propio autor. “La historia de Alejandro es la de un hombre de cultura y un pícaro, ambas cosas se mezclan, y también la de una época de guerra”, señala Morelli. De su apresurada lectura recuerda cómo Finisterre se presentó ante Picasso para solicitarle una imagen como portada de su poemario Cantos rodados (1952). “Picasso estaba en la playa, y en un guijarro le hizo un dibujo para su libro”.
Souto cuenta que, en las páginas que leyó, Finisterre se refería a su único hijo, Alejandro, quien posteriormente falleció. Recuerda que la última frase de cada capítulo servía de título al siguiente. “Creo que le gustaba mucho contar su vida, que fue muy intensa. Seguro hizo cosas que estaban al margen de la ley y de lo socialmente bien visto, pero no creo que fuera un hombre de secretos”.
Cuando se conocieron en 1994, el músico pensó que se parecía al personaje de Corto Maltés, por su aire cosmopolita, y a Valle Inclán, por su forma de hablar “absolutamente florida”. Su grupo de rock, Os Diplomáticos de Monte-Alto, acababa de componer una canción en honor de Finisterre titulada “Oda ó futbolín”, y quiso que la escuchara. “Poseía esa ecuación de cultura infinita, más inteligencia, igual a sentido del humor”.
Morelli afirma que en varias ocasiones intentó convencer a Herrero para que se retomara el proyecto de publicar las memorias. “Pero ya no era posible. Fue la cosa más dolorosa, sufría un trastorno mental, tenía miedo de que le robaran, padecía alucinaciones, y cuando le hacía alguna propuesta sólo respondía: ‘No, a Alejandro lo único que le importaba era mi carrera como cantante lírica, el resto no le interesaba’”.
Durante años, Finisterre organizó congresos y premios literarios que concluían con un recital de Herrero, precisa Morelli. Incluso rentó un espacio en el Carnegie Hall de Nueva York para cumplir la ilusión de la soprano de cantar en ese escenario, señala el investigador catalán Lluís Agustí, quien lo entrevistó en 2005 en esa ciudad para su tesis L’edició espanyola a l’exili de Mèxic: 1936-1956. Lo recuerda como un “gran conversador”, un hombre alto con una voz muy profunda que, al contar su pasado, era “como un héroe de su propia historia”.
Ni a Souto ni a Morelli ni a Agustí les habló de Kahlo.
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Alejandro Campos Ramírez nació en 1919 en la localidad gallega de Finisterre, donde vivió hasta los cinco años, cuando la familia se trasladó a La Coruña. Junto a la Plaza de la Constitución de este pueblo pesquero existe desde 1981 una calle que lleva su nombre, y se mantiene el proyecto de convertir en museo su casa natal, ubicada en la Rúa Real y actualmente en ruinas, una vez que la propietaria, explica el concejal de cultura Xan Carlos Sar Oliveira, acepte los 120 mil euros en que fue tasada la construcción y renuncie a la pretensión de cobrar el triple de su valor.
Su primer exilio, decía Finisterre, tuvo lugar a los 15 años, cuando fue enviado a estudiar a Madrid. En esa misma época, junio de 1934, su padre, don Manuel, lo denunció ante la Policía por el robo de una pulsera con diamantes. El editor atribuía a la quiebra del negocio familiar de calzado que su padre lo hubiera abandonado en la capital, en la que sobrevivió trabajando como albañil y aprendiz en la Imprenta Murillo, al tiempo que vendía sus poemas.
Con su amigo Rafael Sánchez Ortega fundó la Asociación de Idealistas Prácticos (Adeip), que abogaba por un anarquismo “pacifista”, y creó la revista Paso a la Juventud. En un fragmento de sus memorias inéditas, publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, narra su encuentro con quien sería su gran amigo, el poeta zamorano León Felipe.
En plena guerra civil, Finisterre y Sánchez Ortega se presentaron vestidos con un traje negro y unas chalinas rojas ante León Felipe en el Hotel Florida, donde departía con su anfitrión Pablo Neruda, para invitarlo a ofrecer un recital en el Teatro de la Zarzuela. El poeta aceptó y desde entonces lo visitaron a menudo. “Cuando un adolescente que se cree poeta le echa mano a un consagrado ya no lo suelta”, explicaba el editor.
Durante un bombardeo en Madrid, Finisterre quedó sepultado bajo los escombros y, “cojo y con problemas respiratorios”, fue internado en el Hotel Colonia Puig, en la provincia de Barcelona, que habían convertido en hospital de guerra. Con 17 años, al ver la tristeza de los niños mutilados, tuvo la idea de crear un equivalente del ping-pong: el futbol de mesa. Hizo el diseño y un carpintero, Francisco Javier Altuna, fabricó el mueble y torneó las figuras. Así surgió el futbolín o futbolito, el invento que le dio fama internacional. Lo patentó en enero de 1937, junto con un pasahojas de partituras accionado con un pedal. Tras la derrota republicana, en 1939, huyó a Francia y, según contaba, la lluvia incesante destruyó los documentos de las patentes, que cargaba en un macuto.
El dibujante italiano Alessio Spataro investigó durante dos años y medio la vida de Finisterre para crear el cómic Futbolín (Debolsillo, 2016). En su propuesta narrativa, renunció a convertirlo en “un héroe sin sombras”. “He recopilado documentos y testimonios suficientes para describirlo como un sincero antifascista, pero algunas partes misteriosas de su vida me han obligado a retratarlo como alguien capaz de ocultar ciertos lazos políticos divisorios e indescifrables”, señala. Una de esas partes turbias, que le relató el periodista Ramón Chao (fallecido en 2018), es que habría contado en México con la “protección especial” del presidente Luis Echeverría. Otra lo relacionaba amorosamente con un empresario, el marqués de Cuevas, cuya compañía, el Gran Ballet de Montecarlo, escenificó en 1950 una pieza basada en su obra Del amor y de la muerte.
De su buena relación con el mandatario quedó constancia en el homenaje que Finisterre organizó el 11 de abril de 1974 en el Bosque de Chapultepec para celebrar el 90 aniversario del natalicio de León Felipe, que incluyó la develación de una estatua del poeta en el jardín de la Casa del Lago, y al que asistieron autores como Camilo José Cela, Carlos Pellicer, José Hierro y el propio Chao. Uno de los anfitriones fue Echeverría, amigo de León Felipe, de quien conservaba varios manuscritos que le habían llegado “por diversos conductos” y que se proponía, dijo, entregar a la Academia Mexicana de la Lengua.
Spataro no halló en su investigación indicios de una relación de Finisterre con Kahlo.
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Después de cruzar a Francia en 1939, el editor volvió a Galicia, donde fue detenido y enviado a las guarniciones de la Legión Española en Ceuta y Marruecos, hasta que logró fugarse en 1943. Es entonces, asegura Spataro, cuando se convierte en Alejandro Finisterre. “En España intenta arreglárselas con trabajos improvisados y una nueva identidad clandestina que le permita pasar desapercibido”.
Tras escapar de África, Finisterre recorrió el país impartiendo recitales poéticos y conferencias sobre danza y folclore español y árabe. Una de estas disertaciones, ya con su nuevo nombre, es anunciada en el Diario de Sabadell, en noviembre de 1943. En esa época se dice que desarrolló su habilidad para escaparse de los hoteles sin pagar.
En junio de 1944, un juzgado civil de La Coruña pide la requisitoria del “procesado” Alejandro Campos Ramírez por el delito de estafa, orden que es anulada cinco años después. Para esa fecha, el editor se encuentra desaparecido de su país. En el Boletín Oficial del Estado del 3 de enero de 1955 se informa de un expediente de declaración de ausencia promovido por su esposa Emilia de Roa Riaza, quien tiene el beneficio de “pobreza legal”. Consigna que se casaron en 1945 y, un año después, Finisterre se ausentó de España, “sin que a partir de esta fecha se hayan tenido noticias de su paradero”.
El editor había huido a Francia, donde fue secretario de redacción de la revista L’Espagne Républicaine, que se imprimía en Toulouse y estaba dirigida al exilio republicano. En París descubrió que sus inventos del futbolín y el pasahojas se habían estado fabricando y, con la asesoría de la International Refugee Organization, consiguió una indemnización que le permitió viajar a Ecuador en 1948, donde fundó la revista de poesía Ecuador 0°0’0”.
Al año siguiente, se trasladó a Guatemala para establecer, con sus hermanos, la empresa de juguetes y futbolines Campos Ramírez y Compañía. Una etapa que concluyó con el golpe de Estado de Carlos Castillo Armas, en junio de 1954. Según el editor, el hecho de haber trasladado una valija diplomática a México por encargo del embajador de la República Española en Guatemala, Antonio de Zugadi, lo puso en la mira del nuevo gobierno, que reconoció al régimen franquista.
Al diplomático Luis Mariñas Otero se atribuye la organización de su secuestro, en una fecha sin especificar de 1956. Finisterre contaba que agentes franquistas lo subieron a un avión con destino a Madrid, pero amenazó con detonar una “bomba” que había fabricado con una pastilla de jabón envuelta en papel de aluminio y así logró que aterrizaran en Panamá, convirtiéndose en “secuestrador aéreo”. Una investigación de Arturo Taracena Arriola en el Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala precisa que el editor fue detenido el 7 de diciembre de 1954, y el 25 de febrero de 1955 comenzó el trámite para su expulsión del país. En noviembre de ese año se ordenó el arraigo de sus bienes y, un mes después, fue acusado de estafa, agresión y amenazas. El 25 de octubre de 1956 se informó que residía en Costa Rica.
Ese mismo año, 1956, se instaló en México, un país que se había convertido, dice Morelli, en “la patria de los exiliados republicanos”. Aquí fundó los sellos Ediciones Gaita y Menhir, Ecuador 0°0’0’’ y Alejandro Finisterre Editor, que en 1968 sumaban en su catálogo 201 títulos. Editó a los escritores del exilio español, como Pedro Garfias, Ernestina de Champourcín, Max Aub y María Teresa León. Publicó a autores nacionales como Octavio Paz y Rodolfo Usigli, y dedicó una colección a la obra de León Felipe, con quien se reencuentra en México. Pero su único best seller fue Su Excelencia (1969), una novela de Mario Moreno “Cantinflas”, de la que vendió más de 200 mil ejemplares.
“Es un editor preciosista, no comercial”, considera Agustí. “Un empresario que tiene sus negocios y que se prodiga en el mundo editorial con un punto de agitador cultural o de mecenazgo”.
Morelli cuenta que, para financiarse, Finisterre vendía instrumentos musicales y viajaba a España para comercializar los libros que editaba. “No iba a perder, porque era un hombre muy capaz”.
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El “lujoso editor”, como lo llamaba Salvador Novo, regresó a España en 1975. Se instaló en El Escorial, cerca de Madrid, con el archivo de León Felipe, de quien era albacea literario. El acervo, que había adquirido a lo largo de los años, contenía más de 2 mil 500 páginas manuscritas o mecanografiadas con correcciones del poeta, cartas, fotografías y pinturas.
En 2002, el Ayuntamiento de Zamora lo adquirió por 920 mil euros y una pensión vitalicia de 3 mil euros mensuales para Finisterre. Dos años después, tras denunciar la deficiente conservación del archivo, el editor amenazó al Ayuntamiento con reclamarlo judicialmente. Una serie de acusaciones cruzadas causó que le suspendieran el pago de su asignación mensual y una última entrega de 300 mil euros, un tercio de lo pactado, según declaró a La Opinión de Zamora. “Eso le amargó sus últimos años de vida”, afirma Morelli.
La vicepresidenta de la Fundación León Felipe, María Eugenia Cabezas Carreras, asegura desconocer cuánto se pagó finalmente a Finisterre por el archivo. Aún se ignora también su contenido, debido a que, dos décadas después de su compra, aún no concluye el proceso de digitalización y descripción. “Actualmente”, calcula, “está ya digitalizada la mitad del material”.
Otro pleito del editor fue por el archivo de Juan Larrea. Tras el fallecimiento del escritor vasco en la ciudad argentina de Córdoba en 1980, su colaborador Felipe Daniel Obarrio, quien era también fiscal de la nación, se hizo cargo de su archivo personal. Finisterre entabló un juicio y logró recuperarlo, pero lo sacó de Argentina de forma ilegal en 1991 y, cuando la justicia española le ordenó devolverlo, se negó. El editor representaba a uno de los tres herederos del escritor, Jean Jacques Larrea, que residía en Nueva York.
El archivo, con manuscritos, documentos y cartas, se encuentra actualmente depositado en la Residencia de Estudiantes de Madrid. “Lo visitan pocas personas”, dice Morelli. “No se ha catalogado ni saben qué destino va a tener”. Las obras de Picasso y Lipchitz que contenía fueron subastadas por Abalarte en 2015.
El hispanista cuenta que, en España, Finisterre tenía fama de ser un hombre al que únicamente le interesaba hacer negocio. “Lo odiaban, sobre todo, las editoriales, porque no les daba permiso para publicar, principalmente, la obra de Larrea”.
María Luisa Capella conoció a Finisterre en los años 60, cuando se interesó en publicar su tesis La huella mexicana en la obra de León Felipe. Desde entonces, dice la académica, el editor ya se dedicaba a reunir materiales del exilio, en un tiempo en que pocos lo hacían; recuerda que le dijeron que se aprovechaba, que compraba barato para vender caro. “Contaban que negoció mucho con eso, pero a mí no me consta”.
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En Madrid, Finisterre conoció a María Herrero. “Ella estudiaba música”, recuerda Morelli, “y él ya era un hombre navegado”. La soprano tenía 30 años, y el editor 58.
Desde Aranda de Duero, la ciudad burgalesa de la que era originaria Herrero, su hermana Consuelo cuenta que formaban una pareja que se “quería muchísimo y se cuidaba mutuamente”. “(Finisterre) era un hombre muy inteligente. Siempre lo veías en su despacho, escribiendo”. Herrero era más alegre; le gustaba cantar, tocar el piano. Nunca hablaba mal de nadie y buscaba la unión entre los siete hermanos.
Socorro Segura Herrero compartió con su tía la tesitura de soprano y el gusto por la música. “Era una dama; le gustaba vestir bien, estar guapa siempre. Era cariñosa, muy familiar”.
Después de vivir unos años en Aranda de Duero, la pareja compró un departamento en el barrio de Pinilla en Zamora. Tras la muerte de Finisterre, Herrero sufrió un ictus (infarto cerebral), pero logró recuperarse. En los últimos cinco años su estado empeoró, se hundió progresivamente en la tristeza; vivía sola, casi no salía de casa y apenas comía. Cayó en una depresión que no llegó a ser diagnosticada porque se negaba a ir al doctor. “Decía que era lo que mandaba Dios”, recuerda su sobrina.
Sólo en el último año, cuando su estado de postración se agravó, sus familiares pudieron trasladarla a una residencia de Aranda de Duero, donde recibiría cuidados y podrían visitarla. “Allí empezó a mejorar”, afirma Segura Herrero. Poco a poco, volvió a hablar y a caminar, también a tocar el órgano. Y cuando todos confiaban en su recuperación, falleció a causa de un ictus el pasado 31 de mayo, a los 74 años.
Ni la hermana ni la sobrina de Herrero conocen las memorias de Finisterre. Una vez que el notario les informe sobre los detalles del testamento de la soprano, los familiares herederos podrán acceder al archivo del editor. “Si (las memorias) existen”, dice Consuelo, “hablaremos con quien sea necesario para ver cómo publicarlas”.
Será entonces cuando la relación de Finisterre con Kahlo se revele como una realidad o una gran impostura.
FOTO: Alejandro Finisterre frente a la Biblioteca Nacional de España. Sin fecha./ Cortesía Xurxo Souto
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