Las mujeres de Federico

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POR DIONICIO MORALES

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A la memoria de

Abigael Bohórquez

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Hablar de Federico García Lorca, 1898—1936, es referirse a uno de los grandes poetas y dramaturgos más importantes de la lengua castellana que han grabado su nombre dentro del contexto literario universal; es abarcar en el arte, con su solo nombre, el delirio, el regocijo, la sapiencia, la genialidad; es adentrarse en el febril encanto de la música, la danza, el dibujo, la pintura, el canto, el baile, la conversación a flor de piel y los largos pocos silencios. A Federico García Lorca le bastaron casi cuarenta años de vida como a Rimbaud, Shelley, López Velarde, por citar a unos cuantos para que su obra y su nombre lograran trascender y perpetuarse.

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Mucho se ha escrito al respecto y se seguirá escribiendo. La lengua castellana, con la obra de García Lorca, recupera su viejo esplendor no olvidemos su decaimiento en la literatura del siglo XIX y lleva de nuevo la poesía a la memoria, a la boca de todos, no sólo españoles sino hispanoamericanos. La presencia de García Lorca es única e irrepetible. Aunque algunos críticos han tratado de ver en su poesía y en su dramaturgia una expresión ceñida a lo regional, a ciertas formas clásicas, a tiempos idos, la verdad es que estos elementos que muchos etiquetan como defectos son las grandes virtudes que elevan su obra con aires de eternidad.

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Dicen que para ser un gran dramaturgo hay que ser un gran poeta. Federico García Lorca pertenece a esa estirpe en la que podemos mencionar a William Shakespeare, Anton Chejov, Óscar Wilde, Tenesse Williams, Bertold Brecht. La poesía de García Lorca, indiscutiblemente unida a su teatro, es el resultado de un profundo amor y conocimiento interior de las gentes de su pueblo a excepción de su espléndido y original libro Poeta en New York, claro; es la secuela también de sus vivencias, de su historia, de su proclividad hacia la verdadera naturaleza espiritual de su raza; también es el privilegio de estar tocado —como pocos— por la gracia, por el “duende”, como dicen los andaluces. Estos arraigados orígenes inducen a quienes no les guste su poesía primera, que es donde Federico García Lorca desparrama su genio y su ingenio andaluz, su gracia y desgracias territoriales, sus lecturas clásicas, su desenfrenada pasión por las cosas simples del alma de los hombres y de las mujeres de su región, su arraigo de sangre, la consabida sentencia de decir algo nuevo en moldes viejos, a olvidar o ignorar sus recias, conmovedoras y magistrales obras de teatro.

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A la primera impresión de un viaje memorioso por las obras de teatro de García Lorca puede parecer a algunos lectores un poco repetitivo dentro del contexto temático y formal. En una lectura atenta de su dramaturgia, como literatura dramática, la variedad, la profundidad de sus temas se imponen para delimitar no sólo los géneros sino también los planteamientos, el desarrollo de las acciones. Lo que, al parecer, une estos cabos para apreciar o criticar —cuando existe la crítica— la obra en su totalidad, es el lenguaje, la expresión personalísima del poeta granadino, su aparente facilidad constructiva, o para no darle más vueltas al asunto, su estilo, estilo difícil de seguir, copiar, plagiar, porque se corre el riesgo de naufragar como dramaturgo, como poeta. Aunque debo decir que el poeta y dramaturgo sonorense Abigael Bohórquez escribió su extraordinaria obra breve La madrugada del centauro, con aires lorquianos, premiada y publicada en un concurso de teatro de la Universidad Nacional Autónoma de México en 1964, fungiendo como jurado Max Aub, María Luisa Mendoza y María del Carmen Millán, no naufragó.

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En 1919, a los veiuntiún años, García Lorca ya había escrito su obra de teatro El maleficio de la mariposa, que en el consenso general de la época fue un fracaso. Para algunos la obra está inconclusa; para otros, quizá los devotos del poeta subyugados por su juventud y ciertos frescos aires poéticos e infantiles encuentran en ella imaginación, belleza, es un texto no sólo completo sino idóneo. Salvador Novo, quien lo conoció y trató muy de cerca en su estadía en Buenos Aires, reconoce que en esta obra “empieza a haber teatro.”

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En 1925 termina de escribir Mariana Pineda, cuyo estreno tendrá lugar en Madrid en 1927, por Margarita Xirgu. A partir de esta obra Federico García Lorca, apasionado e influenciado por las famosas heroínas inmortales de las tragedias griegas —Electra, Medea, Antígona, Lysístrata— opta por elegir como “su” personaje, entre el hombre y la mujer, a la mujer. El teatro de García Lorca es marcadamente de protagonistas femeninos, sin importar los géneros y los temas que aborde. Los personajes masculinos, en casi todas sus obras, pasan a un segundo plano, y sólo algunos alcanzan a brillar por momentos su protagonismo, importancia y trascendencia —sí llegan a alcanzarla—; descansan en la presencia, la fuerza, el amor, los deseos, el reclamo, la soledad, el sueño, la ira, la pasión, la realidad —o en la irrealidad, también es cierto— de las mujeres protagónicas.

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Los personajes masculinos en el teatro de García Lorca han pasado a la historia en sus obras, aunque sea como referencia obligada, porque representan, a quererlo o no, parte de la columna vertebral de la historia, el meollo de la cuestión, aunque su figura de carne y hueso abandone con frecuencia el escenario, o aparezca por breves instantes, o no se les vea nunca –como en el caso de Pepe el Romano, de La casa de Bernarda Alba—, y a veces, pocas, se quedan en la extraordinaria trampa de la memoria, repito, en un segundo plano.

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Es común escuchar o leer las versiones, cuando de justificar la inclinación edípica de Federico García Lorca se trata, acerca de una culpa materna nacida en la exageración del amor de su madre hacia el hijo, de sus excesivos cuidados y protecciones, del cariño de las nanas, hermanas, primas y amigas, de tratar de manipular desde temprana edad su vida, sobre todo si se habla de una oculta, soslayada, abierta o declarada homosexualidad, en las conversaciones de las personas más allegadas a su vida, a su corazón. “No mimes tanto al chico, Vicenta, —decía su padre—, que hay que hacerlo duro para la vida”, pero su madre “no tenía la culpa de que a su hijo le gustase el color azul, las rosas y el olor de las violetas.” ¿Nacerá de aquí esta preferencia, su arrojada supremacía por desnudar el alma de las mujeres de su tierra, que puede ser la de cualquier país, para mostrarla al mundo con conocimiento, respeto y absoluta pasión en un espejo de doble fondo, o mejor de doble imagen? ¿Sus personajes serán marcadamente un alter ego? La lucha del demonio contra el ángel podría resumir, en caso de ser necesario, la característica de su obra, remontándonos a la historia bíblica, a la “lucha” no declarada pero latente a través de los tiempos entre Eva y Adán. Sin embargo, la preferencia lorquiana disimula asideros más antiguos. Cuando leemos —o vemos representadas— sus obras en las que aparecen las mujeres en primer plano, no dejamos de pensar, más que en Eva, en Lilith, aquella primera mujer que una vez instalada en la tierra no aceptó supeditar su vida a la del hombre —como estaba escrito— porque lo consideraba su igual, negándose a vivir a la sombra de él. Por supuesto, con este ideal femenino rebelde que no estaba en la historia, Dios decidió desaparecerla para inventar la figura de Eva, nacida de una costilla de Adán.

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La mayoría de las mujeres en el teatro de Federico García Lorca son perturbadoras, de una pieza, pero también son rebeldes por naturaleza, como las heroínas griegas que retan y vencen sus designios –quizá con la excepción de la protagonista de Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores, la obra más romántica y conservadora de su autor—aunque en sus decisiones o formas de vida impongan al primer veredicto su raigambre ancestral. García Lorca arrastra en sus obras las severas condiciones de vida, los parámetros religiosos siempre llevados a sus últimas consecuencias por el oscuro y milenario sentido de culpa, las lejanas y marcadas diferencias entre los pobres y los ricos, pero sobre todo, la verdadera inquietud y permanencia de sus sentidos, que son los que las hacen ser únicas y, contrapunto, erigirse en representantes de un todo, es decir de un ideal. Por el otro lado, muchas de sus batallas son drásticamente internas porque a sus pasiones, a sus iras, anteponen su imbatible honor de mujer, sus lazos de sangre, la más honesta de las luchas en la consecución de la dignidad; saben que sin estos atributos atávicos, el espíritu que las mantiene vivas de cara al cielo se atrofia o muere.

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Mariana Pineda

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No es casualidad que la primera obra “lograda” de García Lorca sea Mariana Pineda (1925), que él define como “romance popular”. El autor, a la vez que recurre a la forma clásica española de versificar por excelencia para volver los ojos al pasado y contar la historia, elige un tema tan caro a la existencia del poeta que mucho tiene de premonitorio en la vida, mejor dicho en la muerte de Federico: la insurrección justificada de todo un pueblo en contra de los tiranos. La heroína de la obra, Mariana Pineda, y su autor, Federico García Lorca, padecen la misma muerte: canallescamente fusilados por el régimen, las autoridades y la policía en turno. El poeta, cuando escribió esta obra, en ningún momento sospechó que casi estaba relatando su propia muerte por el mismo motivo, aunque se debe dejar en claro que la participación política de Federico, o su postura contraria al régimen, no contó con la colaboración tan directa como la de su personaje porque como sabemos más que nada se dedicó de tiempo completo hacia su vocación de creador.

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La manera como murió Federico García Lorca, es decir su infame asesinato, ha sido de pronto puesta en entredicho por algunos falsarios, tergiversadores históricos, machistas cojos, que por la preferencia sexual del poeta y dramaturgo, molesta y difícil para él en los primeros años de su vida y a la que venció, como decía Óscar Wilde que hay que hacerlo, al sucumbir convencidamente a ella, le niegan sus indiscutibles méritos alcanzados como hombre de ideas y gran artista, que se pueden apreciar en sus obras, en ciertos ensayos y en entrevistas de prensa, además de las declaraciones a los periodistas, amigos e intelectuales que tuvieron el privilegio de tratarlo, y en su labor concientizadora en las obras montadas en España con el grupo de teatro “La Barraca”, que desmienten cualquier infundio al respecto.

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El personaje de Mariana Pineda, tomado de un hecho histórico convertido en leyenda popular a principios del siglo XX, nos sitúa en un punto de partida por demás iluminador para empezar a conocer el teatro trascendental de Federico García Lorca. Mariana Pineda es una mujer a la que no han debilitado y vencido su lamentable viudez —su matrimonio dura pocos años— ni la tiranía que padece su pueblo, por cuya pretensión de libertad su marido, liberal, perdió la vida. Tiempo después contagiada de las mejores causas, las abraza más abiertamente en su soledad y llega a enamorarse de don Pedro Sotomayor, militante revolucionario, por cuyo amor y solidaridad política ella borda, a escondidas, la bandera del alzamiento de los conjurados con las palabras “Ley, Libertad, Igualdad”.

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En las insurrecciones de todos los tiempos no falta la presencia de una mujer que asuma su condición revolucionaria a la par que el hombre, como en este caso Mariana Pineda, que con sus propias manos y sus recursos, retando y enfrentándose al régimen cuyo jefe policiaco la desea y por lo mismo la chantajea, borda la bandera, emblema de libertad de la rebelión contra el poder establecido. Esta historia transcurre casi toda en la casa más bien acomodada y de cierta posición a la que pertenece la protagonista. Como en varias de las historias antiguas y modernas de esta naturaleza, la heroína tiene que enfrentarse a la disyuntiva de denunciar el sitio donde se encuentran los rebeldes o de salvar su vida a costa de la entrega pasional o de la delación. Mariana Pineda ha corrido los riesgos, acepta su culpa, afronta las consecuencias; en un arranque ya sospechado por su misma integridad, por su amor a la causa y también por el hombre que ama, por su apasionada entrega para librar a su pueblo de la esclavitud, sucumbe con dignidad a la espera de don Pedro, que no regresa nunca por ella, mientras en la escena final aparecen un hálito de luz y una música que anuncian tiempos mejores.

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La zapatera prodigiosa

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La zapatera prodigiosa, según su autor, es una farsa violenta estrenada en Madrid en 1930 por Margarita Xirgu. La desemejanza entre la obra anterior y esta es bastante profunda, en muchos aspectos. Después de un romance revolucionario, trágico como el de Mariana Pineda, García Lorca salta a un romance en tono de farsa, que a estas alturas no nos parece nada violento, con un fuerte cambio de personajes, de escenarios, asumidos dentro de otra condición social. La zapatera es joven, hermosa, coqueta, a veces ingenua, a veces irreflexiva, dicharachera, provocativa, deseada. Contrapone su juventud a la madurez –en todos sentidos— de Mariana Pineda: aquella tiene dieciocho años, ésta treinta; la zapatera se casa con un hombre mayor, a Mariana la ama con desesperación un joven a quien rechaza; una vive su encarnación del prototipo de belleza y juventud en un ambiente dieciochesco, de barrio, la otra en un ambiente de comodidad y lujo a la espera de un amor que por cobardía la abandona a su suerte.

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Aunque la anécdota de La zapatera prodigiosa es en apariencia un poco ligera —el abandono del marido, la afectación del cambio de identidad del zapatero para que su mujer lo extrañe al reconocer que la vida sin él no tiene sentido—, agrega otra faceta al teatro lorquiano: Aporta ciertos elementos femeninos en la figura de la protagonista que, al final de toda la obra dramática del poeta, configurarán el abanico existencial de sus mujeres. Aquí tienen cabida, aparte de la nubilidad de la protagonista y de la cuestión de honor en la fidelidad matrimonial hacia al marido que por varias razones le ha tocado en suerte, la encantadora descripción de la coquetería femenina, física y espiritual, que como bien señala el dramaturgo en el prólogo de la obra, “no se extrañe el público si aparece violenta o toma actitudes agrias, porque ella lucha siempre, lucha con la realidad que la cerca y lucha con la fantasía cuando ésta se hace realidad visible.”

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Ian Gibson, en su monumental biografía Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (Plaza & Janés Editores, S.A., 1998), habla, además de las obligadas referencias al teatro de Cervantes, Calderón y Lope de Vega, sobre el García Lorca que rememora su entorno granadino: el vestido que la zapatera luce al principio de la obra —“traje verde rabioso”— hace pensar en el que vestía una de sus primas en fuente vaqueros, el mismo que describe más tarde en una de las mujeres de la casa de Bernarda Alba. También es cierto que el “atrevido” lenguaje que utiliza la joven desparpajada, hermosa protagonista, la zapatera, recuerda las expresiones audaces de la sirvienta de uno de sus amigos.

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El niño, despierto, inteligente, deslumbrado por la zapatera, que no puede ocultar —niño al fin— su asombro y algarabía ante el titiritero, nos remonta a cuando el poeta descubre a temprana edad su afición por el teatro, es decir a su infancia. En el diálogo del niño hay un dato que llama la atención, cuando sin malicia y quizá sin sentido profético le anuncia a la zapatera que nunca tendrá hijos; quizá porque ella tiene dieciocho años y el marido cincuentaitrés —en el fondo de su alma es más viejo—; o porque el pago por tanta hermosura acumulada puede convertirla con el tiempo en una mujer “seca”, lo que nos lleva a pensar de inmediato en una de las cumbres de su teatro: Yerma. No está de más mencionar que el padre de Federico quedó viudo de su primera mujer, Matilde Palacios, con la que no procreó hijos en un matrimonio que duró catorce años.

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Bodas de sangre

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Bodas de sangre fue estrenada en Madrid en 1933 por Josefina Díaz de Artigas, ante los compromisos adquiridos con anterioridad por Margarita Xirgu. Con la presentación de esta obra Federico García Lorca entra a su clímax como dramaturgo en la tríade de la cual forman parte también Yerma y La casa de Bernarda Alba. Si me preguntaran de buena intención, diría que son las obras más personales de García Lorca al mismo tiempo que reconocería que son las más españolas, sin que esto último pueda presentarse como virtud o menoscabo. ¿Por qué? porque como escribió el maestro Novo: “En estas tragedias, la pasión, el sexo, la frustración maternal, construyen en su choque con el viejo honor del teatro castellano en sus perdurables metamorfosis, una admirable galería de caracteres femeninos surgidos de la pluma de un poeta que, con ellos dota al teatro español de todos los tiempos de las mujeres que el siglo de oro recató…”

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En Bodas de Sangre Federico adelgaza su lenguaje expresivo al engrandecer y sintetizar, al mismo tiempo, los planteamientos, la dialéctica, la inferencia de los sucesos dramáticos que ayudan a perfeccionar la forma imprimiéndole a su propuesta una mayor clarividencia estética, a pesar de la oscura violencia que ilumina la obra. Los personajes de la novia y de la madre se disputan el primer plano, sin saberlo, retándose, defendiendo cada una su estirpe —la madre—, y su pasión, que en la mayoría de los casos es insensata —la novia—. El peso de las acciones y sus consecuencias en apariencia son lineales pero permite una concentración de lenguaje y un despliegue de recursos escénicos que hacen de Bodas de sangre una obra redonda.

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Así como Mariana Pineda está tomada de un hecho histórico por el poeta y dramaturgo granadino, Bodas de sangre fue armada con sucesos reales que su autor leyó en los periódicos en 1928, con las transposiciones de rigor en la que tienen cabida la sapiencia y la imaginación de Federico para lograr una de sus obras más poéticas y trágicas donde, según palabras de Guillermo Díaz—Plaja en su libro Federico García Lorca, (Colección Austral, 1955), ”gravita sobre toda la obra un terrible peso de fatalidad, de muerte a plazo fijo.“ La novia, en tiempos pasados, sostuvo un romance con Leonardo, quien por cosas del destino se casa con otra mujer con la que procrea un hijo. Esa relación pasada aflora de pronto con mayores urgencias y pasiones más profundas cuando se aproxima la boda de ella con su novio oficial. Entre los dos pretendientes existe una historia llena de muertes y venganzas, de odios y arrebatos, de ira y exterminio que han pasado de generación en generación. El día de la boda, los dos amantes iluminados y a la vez cegados por una pasión más allá de toda cordura existencial, huyen dejando plantado al novio, quien al enterarse de esta vergüenza va tras ellos. Los dos mueren no sólo por una mujer, por la honra de uno y la infamia del otro, sino por los designios que tenderá su manto de sangre sobre los descendientes.

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En esta tragedia los estremecimientos de los caracteres femeninos se acentúan, y entre rivalidades mortales que han durado años y ha pasado de generación en generación, entre discrepancias de tierras diametralmente dispuestas en el prodigio de la siembra y la cosecha, entre fuerzas ocultas medidas en cada uno de los arraigados razonamientos, llega la sangre a lavar o manchar estirpes y reputaciones. Al final, las dos mujeres —la madre y la novia— quedarán unidas por la misma dolorosa y desgraciada ausencia, al perder, en un duelo a muerte concertado entre los dos rivales, a su hijo y a su esposo, respectivamente. La sangre derramada al parecer fue en vano porque ella, a pesar de abandonar a su marido por la pasión del otro, gracias a que en los últimos momentos su insensatez fue vencida por la cordura, no se entregó a él, mejor dicho no consumó carnalmente ni su traición ni su matrimonio. Por sus bodas de sangre ella vivirá condenada y atada a su otra sangre para expiar, condena de vida, su culpa.

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Yerma

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En 1934 se estrena en Madrid, con Margarita Xirgu, Yerma, poema trágico le llama Federico García Lorca. Yerma, creo yo, es el personaje femenino más protagónico de todos y más revolucionario por dentro de la dramaturgia de nuestro poeta, tomando en cuenta tanto de los que ya hemos hablado como de los que vendrán. En la fuerza telúrica de Yerma se sintetizan las causas y desvelos de los personajes lorquianos, al mismo tiempo que esa reciedumbre dramática abre otras puertas a la lenta pero precisa emancipación de los sentidos de sus protagonistas. Sospecho que nuestro poeta no tuvo tiempo suficiente de vida para librarlos del todo de su apandada existencia, fortalecida ésta por las obstinadas y ancestrales creencias religiosas y por la encarnizada batalla física pero también espiritual de preservar hasta sus últimas consecuencias el honor, lo cual quiere decir la sangre, de sus antepasados. El solo nombre de yerma, no nada más por su próximo significado desértico —a la vista de todos— sino también por su vegetal sonoridad, entraña una sublime resonancia, como bien señala García Lorca, trágica y poética cumplida a cabalidad en esta obra.

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Yerma es quizá la mujer preferida de Federico García Lorca porque a partir de su aparición las fuerzas oscuras secretas apacentadas en los personajes femeninos de sus obras empiezan a cambiar sus fuegos fatuos, su combustión interna. Yerma, la obra, empieza cuando su protagonista principal en apariencia está felizmente casada con Juan. Ella no tiene problemas de rivalidades amorosas. Ella no debe luchar con otra mujer, su suegra, por la supremacía del honor bien ganado. Ella no tiene vergüenza como las mujeres anteriores, de andar lo desandado al escuchar la voz interna de la carne que exige su resurrección santificada. La primera parte se ha cumplido. ¡Bien haya el hombre! Pero Yerma, a pesar del marido, se siente vacía porque Juan no puede y no quiere darle un hijo. ¡Ay de la casada seca! ¡Ay de la que tiene los pechos de arena!, dice una de las lavanderas de la obra, que aquí representan el papel del famoso coro griego en las obras clásicas.

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La desoladora súplica, natural por otro lado, de Yerma, no sólo tiene su origen hasta quizá un poco egoísta de realizarse como mujer para no ser mujer a medias –digo egoísta porque el marido no desea el hijo— sino que García Lorca le imprime a su personaje un aliento ciclónico, devastador, donde pareciera que no nada más está en juego la sola esperanza de la protagonista. En el deseo insatisfecho de Yerma puede acabar el mundo. Por eso, dejando atrás sutilezas ancestrales, años de escarnio, siglos de obediencia, mandamientos religiosos, Yerma mata lo que ama —aunque el marido se lo haya escogido el padre y le sea fiel a ella— y, lo que es más terrible, mata a su hijo porque, mujer de casta, su cuerpo no volverá a sentir el peso del cuerpo de otro hombre encima.

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La casa de Bernarda Alba

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En 1936 Federico García Lorca lee por primera vez en público La casa de Bernarda Alba, la última obra que escribió y la que cierra la tríade más importante de todo su repertorio. Si el autor había centralizado en el personaje de la obra anterior, Yerma, todas y cada una de las instancias secretas del eterno femenino que transpiraban a través del sudor y las miradas, de las palabras y las acciones, del encierro y la rectitud, sin olvidar las palabras origen, honor, pasión, sangre, ira, en esta obra amplía los registros, si es que ello es posible, repartidos ahora en las expresiones corporales y de ciertos razonamientos en las varias mujeres de la misma clase, de distintas edades, de treintainueve a veinte años, hijas de una verdadera tirana e inconmovible persona cuando de defender su origen y honra se trata, que han convertido su casa, en apariencia normal y feliz, en un verdadero nido de serpientes. Esta casa, como otras de la misma estirpe inmortalizadas por el poeta granadino, no es una casa común y corriente. Estas casas de Federico están habitadas por personajes entresacados del habla y de la vida común, con todas sus gradaciones vivenciales. Para el poeta trágico, como para los grandes dramaturgos, en un escenario cabe el mundo. Por cierto que antes de esta obra, García Lorca platicaba a quien quisiera oírlo de un proyecto teatral cuyo título era El drama de las hijas de Lot, el personaje bíblico que escapó de la destrucción de Sodoma, al parecer, antecedente olvidado de esta obra.

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A propósito de la boda de su hija Angustias —que en el nombre lleva la penitencia— con Pepe el Romano, la hija mayor, la más fea pero la más rica, de Bernarda, nacida de su primer matrimonio, se desata una incertidumbre carnal en las hermanas, hijas ya no de la protagonista que da nombre a la obra sino del pueblo mismo. En plena disputa, todas contra todas por el mismo hombre que tiene la virtud de no aparecer nunca en escena, ya que sólo conocen el sonido de los cascos de su caballo en el empedrado y su silueta varonil en la oscuridad. Así afloran las insoslayadas imperfecciones del alma y el natural devaneo erótico de la carne. En esa casa, de riguroso luto ese día porque ha muerto el padre de las otras hijas de Bernarda, antes que nada está el honor y las desaforadas manifestaciones de los deseos deben silenciarse, quedarse dentro, morirse, sepultarse. Como escribe el autor: “No es que sean mujeres malas. Son mujeres sin hombres nada más”.

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Pero en este hervidero de pasiones, Federico García Lorca, en un diálogo magistral, quizá como en ninguna de sus otras obras, desnuda el alma y la arroja a esa realidad tan esperada. Adela, la hija menor, se entrega a Pepe el Romano y ella tendrá que pagar el atrevimiento de romper viejos moldes venciendo resistencias primitivas. Bernarda, que tiempo atrás había solicitado que le pusieran el carbón ardiendo en el sitio del pecado a una muchacha vecina que resultó embarazada, saca fuerzas de su dolor, de su vergüenza, de su deshonra, y con un grito que resonará en todo el pueblo salido del furor de su entrañas dirá que su hija ha muerto virgen. Adela escapa por la puerta falsa y se cuelga. La pregunta final, si es que nos queda alguna, es ¿quién será la próxima?, ¿volverá Pepe el Romano a pasearse por el empedrado? ¿resistirá Bernarda los sueños ya encendidos de su casa y desatados? El tiempo está escribiendo la respuesta.

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Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores

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Hasta aquí he hablado de las protagonistas del teatro de Federico por riguroso orden cronológico, aunque la última obra que nuestro autor escribió no fue Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores —como yo la presento aquí— sino La casa de Bernarda Alba. El cambio se debe a que tuve la idea de respetar el seguimiento dramático-poético que envuelven a su famosa tríade considerada como lo mejor de su repertorio, y no quise que una distracción por el orden cronológico, interrumpiera ese aliento, esa garra, ese sentimiento trágico que el poeta y dramaturgo escribe y describe con tanta fuerza y sapiencia que parece le va en ello la vida, cuando en verdad más bien la está ganando para la posteridad.

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Doña Rosita la soltera, dentro del universo de la dramaturgia lorquiana, en apariencia, es la obra menos compleja, alejada de la grandes tragedias de sus creaciones cumbres ya mencionadas, en la que Federico expone la larga vida de espera de la protagonista por un novio —su primo— que viaja al extranjero con la promesa de regresar para casarse con ella. Con cartas de por medio esperadas con la ansiedad propia de una joven que no sólo cree en el amor sino en la palabra de un hombre desgraciado y mentiroso que la borrará del mundo, para supeditarla al suyo, durante treinta años, Doña Rosita, en cada uno de los tres actos de la obra, mostrará el deterioro físico y espiritual que no evitará la correspondencia con letras que naufragarán su corazón, y cuyo engaño —enterada desde hace tiempo del matrimonio de su prometido con otra—, ella solapará frente a los demás, es decir frente a los familiares y el pueblo todo, para no quedar desprotegida y en ridículo; es decir aprenderá a vivir con el engaño. Federico definía esta obra como “El drama de la cursilería española”, algo, me parece, expresado con una dureza que no se merece, porque tiene otros sentidos marcadamente lorquianos que la hacen ser, quizá, la obra más personal, escrita con una gran nostalgia por el mundo mismo, por el poeta granadino.

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FOTO: “La mayoría de las mujeres en el teatro de Federico García Lorca son perturbadoras, de una pieza, pero también son rebeldes por naturaleza”. En la imagen, escena con personajes de la obra “La zapatera prodigiosa”, publicada en 1931 en la revista Miradero. / EFE

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