“Las palabras de un gran escritor intranquilo”, Elena Poniatowska recuerda a José Saramago

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La periodista y escritora evoca el origen campesino de José Saramago y su empatía con el movimiento zapatista. Este es un adelanto del libro Saramagia (Grano de Sal-UNAM-Instituto Camoes, 2022), homenaje de los lectores mexicanos en el centenario del Premio Nobel de Literatura 1998

 

POR ELENA PONIATOWSKA
En el Palacio de Bellas Artes, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y en todos los foros de México en los que se presentó, José Saramago conoció el triunfo de un actor de cine. Las mujeres se echaban a sus brazos, cosa que a él le hacía decir con una sonrisa: “¿Cómo voy a decir que no?”

 

“No queremos lectores tranquilos, no queremos lectores conformados, no queremos lectores resignados, yo no quiero vivir del dinero de esos lectores.” Le tocaron lectores apasionados. Y lectoras muy coquetas.

 

Así como el ser humano conquistó la Luna en 1969, Saramago conquistó México en 1998; no sólo atrajo a lectores intranquilos, sino también a rebeldes capaces de levantar una guerrilla en la Selva Lacandona dirigidos por el subcomandante Marcos. Los rebeldes recibieron al portugués en la jungla chiapaneca en marzo de 1998, apenas ocho meses antes de que el jurado del Nobel decidiera por unanimidad otorgarle el premio en Estocolmo el 8 de octubre de 1998.

 

¡Qué buena batalla la de Saramago!

 

En las ferias del libro y en las presentaciones de su Ensayo sobre la ceguera, Saramago abrió los ojos y oídos de muchachos, y hasta de quinceañeras. En las calles de la ciudad de Guadalajara, las lectoras le gritaban su amor. “Saramago, te admiro.” “Saramago, quiero abrazarte.” “Saramago, no he leído nada mejor que Ensayo sobre la ceguera.” “Saramago, cásate conmigo.” Como a Saramago le gustaban las mujeres, no rechazó un solo abrazo. También yo lo abracé porque era uno de los escritores más entrañables. Tomaba en cuenta a sus lectores y les respondía, festivo y risueño —como un galán de cine—, los elogios, y sobre todo los de las bonitas merecían un beso. Los de las feas, no.

 

Muchos habíamos leído su Ensayo sobre la ceguera el mismo año en que visitó la Selva Lacandona. Quizá el subcomandante Marcos adivinó que dialogaba con un visionario, un hombre de la tierra, un viejo que sembraba palabras que nos atañen a todos y todas, un abogado de los millones de seres humanos que vivían en condiciones que atentan contra su dignidad.

 

De izquierda a derecha: Laura Lara, Sergio Pitol, Marisol Schulz Manaut, José Saramago y Elena Poniatowska. Ciudad de México, 1998. Cortesía de Laura Lara.

 

En México, en una de sus primeras conferencias, el portugués nos explicó que “la vida es una especie de carrera para llegar a algo que podemos llamar realismo social, estar en el mundo e interrogarse sobre qué es lo que hacemos aquí”. Saramago supo muy pronto lo que significa “hacer algo aquí”.

 

Tuve el privilegio de coincidir con él en Madrid en una sesión pública el 27 de abril de 2001 antes de que él viniera a México. Me lancé al ruedo como becerra destanteada y él lidió con su capotillo rojo sin enojarse. El público aplaudía “olé” y le agradecí mucho que me sacara de apuros y no me clavara banderilla alguna a pesar de mis torpezas e imprudencias.

 

A partir de sus 60 años (a pesar de que fue un escritor tardío) Saramago tuvo que responder a los requerimientos de sus numerosos lectores: viajes en Europa, conferencias en América Latina, presentaciones en Estados Unidos. Juan Cruz, entonces director de Alfaguara y uno de los fundadores de El País, llevaba la cuenta de sus apariciones en la tierra, el cielo y las travesías sobre el agua de los océanos.

 

A lo largo de toda su vida, Saramago evocaba cómo en 1947 su primera novela, Tierra de pecado, había pasado por las librerías sin pena ni gloria. Pero El Evangelio según Jesucristo, de 1991, sí que lo catapultó a la fama cuando él ya no se cocía al primer hervor. La censura del gobierno lo encumbró al vetar su libro. Fue tan persecutoria y rencorosa que Saramago abandonó Portugal y se instaló en Lanzarote, una isla en medio del Atlántico. Rodeado de agua, nadie iría a lastimarlo, aunque me dio la impresión de que él no se dejaba de nadie.

 

En 1995 publicó su entrañable y terrible Ensayo sobre la ceguera. ¡Reconocimiento inmediato! Sus lectores mexicanos nos enceguecimos. Dos años más tarde, en 1997, Todos los nombres. Los portugueses de la vida diaria, los de a pie, reconocieron a uno de los suyos y arroparon al que siempre supo abrazarlos.

 

Saramago había nacido cerca del río Tajo, en Lisboa, y nunca pensó que podría ser escritor. Muchos hijos de campesinos no tienen tiempo sino para vivir el día, el sol, el agua. ¿Acaso los elementos no bastan para escribir? Quizá por eso mismo, al venir a México, Saramago quiso ir a la Selva Lacandona a hablar con rebeldes, hombres y mujeres cuya única posesión era un palo porque ni a fusil llegaban.

 

En su foto en la selva chiapaneca, Saramago es un sarmiento y sus surcos, los de sus manos, los de su rostro, van bajando hasta llegar a los zapatistas que se retratan a su lado y le preguntan si cuesta mucho trabajo leer sus libros.

 

Por alguna razón, hace años fui a Lanzarote, una isla negra frente a las costas de África que Carlos Fuentes me describió: “Haz de cuenta que estalló un volcán dentro del agua y emergieron rocas y cenizas.” Imposible separar la figura de Saramago de la de Lanzarote. Es fácil imaginarlo en medio de carbones ardientes, mientras él se las arregla para sembrar uvas. Nunca permitió que los vientos desenraizaran una vid. Al igual que ellas, Saramago es difícil de desenraizar.

 

Desde 1993, Saramago tuvo que aprender a viajar en el ruidoso tren de la celebridad y en esto lo ayudó Pilar del Río, su mujer. Con ella durmió en Londres, Lisboa, Madrid, París, Roma, Buenos Aires, Río de Janeiro, Nueva York y México. Estoico, Saramago discurrió frente a grandes auditorios acerca de su obra y el Doctor Fausto, de Thomas Mann, habló de sus amigos y de sus admiraciones. En México, Hermann Bellinghausen, quien siguió a los zapatistas en 1998 y 1999, lo vio elegir a los indígenas. “Millones de personas viven un atentado a su dignidad”, declaró el gran novelista e informó al mundo acerca de la situación en las montañas del sureste de México, la suerte de hombres, mujeres, niños y ancianos que seguía siendo la misma desde 1521 hasta la fecha.

 

José Saramago (izquierda) y Carlos Fuentes (centro) en la inauguración del Centro de Estudios Literarios Latinoamericanos de la UdeG, Jalisco, febrero de 2004. Cortesía de la Cátedra Julio Cortázar de la UdeG.

 

“¿Puede levantarse la gloria de Dios y la de un gobierno sobre la miseria de un solo niño muerto?”, preguntó Carlos Fuentes. En San Cristóbal de las Casas, Chiapas, Saramago declaró:

 

Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (…)

 

La mirada de Saramago sobre Chiapas era la del primer niño chiapaneco que se había preguntado por qué los aviones sobrevolaban su bosque, por qué subían hombres armados hasta su tierra. Saramago habló de la mirada severa de las mujeres, y se preguntó: “¿Cómo es que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantiene una esperanza? ¿Cómo pueden sonreír como ese hombre de Polhó que nos dice con una sonrisa: ‘Mañana puede que nos maten a todos, pero… bueno, aquí estamos?’”

 

El 3 de diciembre de 1999, en Oventic, Chiapas, Saramago repitió: “No deseamos la muerte de nadie, no queremos que el costo de la justicia, la libertad y la democracia sea la pérdida de muchas vidas humanas, pero cuando es necesario hay que morir.” En 1998, había preguntado frente a los insurgentes: “¿De qué se están alimentando esas personas?” Y él mismo respondió:

 

Se alimentan de su propia dignidad. Su dignidad los mantiene vivos. Escuché relatos en los que nada está dramatizado. Los dicen con palabras medidas, no calculadas, las justas para expresar lo que hay que expresar. Si hay algo difícil en la vida, es ser. Y ellos que no tienen nada lo son todo, y eso es lo que he venido a aprender a Chiapas.

 

Los indígenas de Chenalhó se acercaron a un Saramago que se encorvó sobre ellos para escucharlos mejor. Quizá de todos los premios Nobel, el de 1998 es el que mejor comprendió a los levantados. “Las razones que me llevan a contar una determinada historia tienen que ver con mi visión de la sociedad. Soy pesimista porque el mundo no me da ningún motivo para no serlo y eso lo digo en mis libros”.

 

José Saramago y Hermann Bellinghausen, Chiapas, marzo de 1998. Fotografía de Heriberto Hernández, cortesía de Hermann Bellinghausen.

 

—¿Usted cree en la felicidad? —le pregunté yo, feliz de ser feliz y poder entrevistarlo.

 

—La felicidad es una excepción —sonrió.

 

Como lo recogió Mónica Mateos, Saramago fue siempre el muchacho que escuchaba a sus abuelos:

 

Sigo siendo el nieto de ese hombre y esa mujer y no quiero perderlos, no quiero olvidar mis orígenes, mis raíces, la casa pobre, el suelo de tierra, la lluvia que entraba, los cerdos al lado. De esa gente que pareciera que no lleva dentro más que la brutalidad de su propia vida, aprendí casi todo lo que he escrito, o por lo menos, ellos abonaron el terreno para mis palabras.

 

Por esos abuelos, Saramago se alió a los indígenas de Chiapas. Entendió el grito zapatista del 1 de enero de 1994, por eso sus personajes son como él. Cavan hondo. “La vida nos vive”, me dijo una tarde el poeta Jaime García Terrés. Dudamos de todo, porque somos una pregunta. Dice Saramago:

 

Yo tengo todas las dudas del mundo, las mías y las de los otros. Mi obra es una reflexión sobre el error y la duda. (…) Tenemos algunas certezas. Sabemos, por ejemplo, que la honestidad es preferible al engaño, que el amor es mejor que el odio. Pero esas cualidades, que llamo certezas, no son las que han guiado a la humanidad.

 

Su novela Claraboya se publicó un año después de su muerte. Generoso, Saramago consolaba a sus lectores.

 

FOTO: Comandantes zapatistas y José Saramago, Chiapas, 1998. Cortesía de Laura Lara/ Imágenes: tomadas del libro Saramagia

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