Las ruinas de Palmira
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Desde que me enteré de que las hordas del Califato islámico habían entrado a la antigua ciudad donde reinó Zenobia a principios de la Cristiandad y que tarde o temprano la destruirían, como volaron los talibanes a los budas gigantes de Bamiyán hace más de una década, tomé del librero Las ruinas de Palmira (1791), del conde de Volney (1757–1820). Supongo que algunos otros lectores, en cualquier punto del planeta, habrán hecho lo mismo, para conjeturar sobre la locura humana, para tomar al delgado librito como amuleto contra la destrucción inminente de aquella joya de la Antigüedad tardía o quizá para preparar, triste y profesionalmente, un artículo como éste, de aquellos que no quisieran escribirse nunca.
A la voladura del templo de Baal Shamin la antecedió, víctima de los yihadistas, la tortura y la decapitación del arqueólogo Jaled al Asad, de 82 años, quien dedicó medio siglo al cuidado de las ruinas de Palmira, hoy doblemente ruinosas, si no es que del todo borradas de la faz de la tierra, en los próximos días o semanas. Varios personajes me rondan mientras escribo estas líneas. Un Ernst Jünger me previene contra la indignación, una pérdida de tiempo a su entender, pues la historia es un ciclo de creación y destrucción donde el bien y el mal se alternan. Kant, tan admirado por el conde de Volney, consideraba pertinente, entre otros, ese punto de vista: los cambios verdaderos no existen y las civilizaciones como nacen, mueren, tal cual lo temieron tantos augures durante las contiendas mundiales del siglo pasado. Éstas guerras, antes que un mapa trazaron un rompecabezas en el Medio Oriente, de cuya cartografía fantástica, pero no sólo de ella, proviene el Califato terrorista. Terrorista no sólo porque aterroriza y mata, sino, como lo calificaría Kant, terrorista por creer que sólo un puñado de creyentes elegidos puede salvarse de la caída general de la humanidad.
Quisiera, por supuesto, que alguna furiosa deidad pagana me asegurara que esos asesinos creadores de ruinas, tendrán su merecido. Pero esa deidad no aparecerá para consuelo de nadie y sólo puedo escribir este artículo y prometerme no olvidar el nombre de Jaled al Asad, asesinado por una cruzada religiosa diseñada por sectarios musulmanes que no tuvieron Reforma ni Ilustración y cuyos crímenes, esperemos, serán más o menos contenidos merced a la geopolítica imperante en Teherán, Washington, Tel Aviv o Ankara.
Nunca volveré a tener otra oportunidad como ésta para decir que un libro de hace más de doscientos años, escrito en plena Revolución francesa, es actual no sólo por su título, sino además, por su contenido, pues Las ruinas de Palmira las escribió Volney con la intención, más allá de su erudición orientalista, de probar la nulidad de todas las religiones, supersticiones reacias al imperio de la ley natural, según él. Ingenuo, Volney invoca melancólicamente, en Palmira, al genio de las tumbas quien le explica la mecánica de “las revoluciones y de los imperios”, como dice el subtítulo del libro. Las tiranías, concluyen Volney y su invocado guía, son hijas de la ignorancia y sólo la sensibilidad inteligente, garantizada por las constituciones republicanas, desenmascarará a los curas y a los pastores, a los bonzos y a los brahmanes, a los rabinos y a los doctores islámicos, desterrando del mundo a la religión.
Pasados quince años del nuevo siglo, Volney no parece tan banal y la predicación del ateísmo –en la cual destacó un Christopher Hitchens– habría de ser tomada más en serio, justamente por su impopularidad pues el relativismo (propuesto, en un día juicioso, contra las generalizaciones ilustradas), nos ha convencido de que la religión es consustancial al hombre. No lo es el fanatismo religioso pues las grandes democracias albergan a monoteístas de las tres religiones del libro que suelen respetar a sus vecinos. Hubo de correr mucha sangre para que ello ocurriera sin olvidar que para el Califato, como para los católicos y protestantes en el siglo XVI, el enemigo a aniquilar es el hereje chiita, el hermano separado en religión. El resto, apóstatas, infieles o paganos, sólo somos o seremos víctimas colaterales, cabezas cortadas. Más ruinas aún, empero, encontraría de nuevo Volney en Palmira y se iría convencido del arbitrio supremo de la cobardía pues tenía a quien mata en nombre de Dios por el más pusilánime de los hombres. “Quien no tiene dioses, no necesita de tiranos”, se lee en Las ruinas de Palmira, obra de un escritor, dictaminó Sainte–Beuve, desdeñado por las musas.
Al final, se me presenta el genio del optimismo. El Califato, cuyo odio a la Ilustración y a la Modernidad –sirviéndose de sus medios de intimidación y terror– supera en su desvergüenza al del nacionalsocialismo, que antes de 1942 todavía guardaba un poco las apariencias, pasará, como pasaron Hitler y sus secuaces. Quizá Palmira, algún día, será reconstruida. Con sólo reconstruir sus ruinas sería suficiente. He leído, para escribir este artículo, que los budas de Bamiyán pueden verse reflejados en tercera dimensión, contra las montañas y en Afganistán, gracias a un par de documentalistas chinos. Si es que se encuentra en alguna parte, quisiera que el octogenario Jaled al Asad, guardián de las ruinas de Palmira, esté leyendo una de las hipótesis de Kant, aquella cuya conclusión dice que el progreso hacia lo mejor es ineludible para la humanidad y debe extenderse a la historia del tiempo pasado, vista como la temeraria hazaña de la libertad.
*FOTO: Templo de Baal Shamin en la ciudad histórica de Palmyra, en Siria, en una imagen tomada en octubre de 2009. La demolición, ocurrida en días recientes, de un antiguo templo romano en ese lugar fue calificado por la UNESCO como un crimen de guerra que atenta contra un símbolo de la diversidad de ese país/ Reuters.
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