Las varias estaciones de un prosista
POR LILIANA MUÑOZ
Héctor Manjarrez (Ciudad de México, 1945) ha sido objeto de opiniones muy disímiles:
cronista sentimental de una época —los sesenta, con sus ilusiones y su posterior
desencanto—, atado a ciertas convenciones que lindan la caducidad o el olvido, pero
a fin de cuentas inclasificable y heterogéneo. Una cosa es innegable: pocos autores
mexicanos han alcanzado, como Manjarrez, el cuidado y el rigor en el manejo de la prosa,
particularmente en el cuento, en donde hallamos quizá sus mejores páginas. Manjarrez
es un autor plenamente consciente de su vocación; en cuatro décadas ha publicado tres
volúmenes de cuentos (Acto propiciatorio, No todos los hombres son románticos y Ya casi
no tengo rostro), algunas novelas (Yo te conozco, Pasaban en silencio nuestros dioses, La
maldita pintura y Rainey, el asesino) y un par de libros de ensayos (de entre los que destaca
El camino de los sentimientos), una cifra relativamente modesta para alguien que lleva
tantos años escribiendo y que posee, además, una prosa tan bien lograda. Su más reciente
y cuarto libro de cuentos, Anoche dormí en la montaña, contiene en esencia lo mejor y lo
menos afortunado del autor.
Abren la colección dos relatos: “La esposa y el esposo y el amigo y el otro” y “La mujer,
el amante, el marido y el hermano”. Las oraciones impecables, larguísimas, la obsesión
con los cuerpos y el deseo, la tensión erótica que late en los silencios de los personajes
nos recuerdan, de entrada, a Juan García Ponce, con el que Manjarrez guarda notables
afinidades. En el primero, una mujer abandona a su marido, no sin antes dejarle una
nota en donde sugiere la existencia de un “otro” que la amó antes que él; en el segundo,
la protagonista establece con su amante el acuerdo tácito de crear una realidad ficticia
gobernada por su voluntad: “Tú serás ese gran amigo con el que me acuesto y no hablo
de amor y Matt no tiene por qué saberlo. […] Seremos como personajes de un libro” (p.
22). Múltiples fuerzas subyacen en ambos relatos: el amor, la pasión, el erotismo; en el
núcleo se encuentra el Mal como la única fuerza capaz de provocar una fisura irreparable
en los personajes. En estos cuentos, como en Ya casi no tengo rostro (1996), el personaje
femenino encarna la violencia de la posesión: es ella la que abandona, la que engaña, la
que ama —al mismo tiempo— “demasiado y demasiado poco”, la que define las reglas
del juego y emite la última palabra. Sólo a partir de la infidelidad logran los personajes
masculinos desprenderse de sí mismos e indagar en la naturaleza del deseo, en los vínculos
y las ataduras que se entablan con los cuerpos y, sobre todo, en la dificultad para percibir
desde afuera la propia pérdida amorosa: “Si yo la extraño tanto, ¿cuánto no la va a extrañar
él?” (p. 29).
Las series “Polis” y “Antaño”, segunda y cuarta sección de Anoche dormí en la montaña,
contienen cuentos más bien precarios, de una prosa menos ágil en comparación con
la primera parte del libro, y se erigen como una muestra de los consabidos vestigios
revolucionarios del autor: cuentos sobre el México de principios de siglo, sobre la dictadura
de los Somoza y la revolución sandinista, sobre Fidel Castro y la “cultura de la queja” que
definió a los años sesenta. Manjarrez ha expresado en una entrevista que los cuentos de
Anoche dormí en la montaña fueron escritos hace muchos años y no estaban destinados
a la publicación. Desconozco si es el caso de todos los relatos, pero me parece que estas
dos series muestran a un Manjarrez algo lejano y obsoleto, en pleno desfase generacional e
incapaz de conectar el valor histórico o testimonial de su literatura con las preocupaciones
actuales. Esas revoluciones, sus mitos y su desesperanza podrán haber sacudido con
brutalidad a una generación, pero abordarlas en este contexto con tal entusiasmo juvenil
constituye sin duda un anacronismo.
La sección más original y mejor lograda del libro es “Anoche dormí en la montaña”, serie
de seis cuentos que tienen por protagonista a Concha Retama, quien ya había aparecido
en El otro amor de su vida (1999). Los relatos transcurren en la Sierra Madre Occidental,
tierra mítica en donde convergen lo humano y lo divino, lo sagrado y lo profano. Por medio
de la comunión con el peyote, Concha logra adentrarse en este mundo místico, consciente
de que jamás logrará percibir la realidad como lo hacen los indios. Ella no es más que el
puente que conecta a la civilización con la barbarie, la que observa simultáneamente las
latas de cerveza Modelo y el éxtasis de los rituales religiosos. Concha y su amigo silente no
se proporcionan jamás sus nombres para no diluirse en sus respectivas identidades, para no
arruinar la experiencia de sumergirse en lo mágico y lo extraordinario. El viaje de Concha
es, en realidad, una vuelta al origen, a la feminidad más primigenia, a un tiempo anterior a
todos los tiempos: “En unas horas el universo entero comenzará de nuevo, a la vez desde
donde está y desde cero, desde el inicio absoluto” (p. 78). Y es precisamente aquí, en el
punto en el que Héctor Manjarrez deja atrás al escritor nostálgico de obsesiones históricas y
se asume como demiurgo, en donde hallamos su literatura más perdurable.
*Fotografía: Héctor Manjarrez, Anoche dormí en la montaña, Ediciones Era, México, 2013. 192 pp.
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