Leopardi y la música
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Si hay un libro inagotable es el Zibaldone de pensamientos, las 4526 páginas manuscritas por Giacomo Leopardi entre 1817 y 1832, que el poeta de Recanati consideraba su tesoro y nunca pensó en editar. Pasaba largos períodos sin anotar nada, mientras que había jornadas de sol a sol, meses y años plenos en esta escritura que lo es casi todo: “anotaciones de diversa medida e inspiración”, itinerario intelectual, cuaderno de lecturas, bitácora de bardo, diario impersonal y con frecuencia, alta filosofía obsesionada por la eterna querella entre los Antiguos y los Modernos, batalla en la cual Leopardi tomó partido por el llamado neoclasicismo para acabar, paradójicamente enlistado, junto a Heine, entre los “románticos antirrománticos”, lo cual, al son del pasado siglo XX, abundante en “modernos antimodernos”, suena hasta lógico.
La última ocasión, hace meses, que consulté –decir que se le lee es a la vez decir mucho y decir muy poco– el Zibaldone fue para buscar qué decía Leopardi del poeta loco Torcuato Tasso, el cual –como ya comenté en estas páginas– fue bajado del iconostasio por la Ilustración. Leopardi tenía a Homero como poeta insuperable, sublime y popular al mismo tiempo, pero su condición de súbdito de un reino papista le impedía negarle todo mérito a la Jerusalén libertada (1579), de Tasso, todavía entonces modelo de epopeya cristiana. Calculo que Leopardi se escapa por la tangente, valedor imperturbable de la Ilíada y de Virgilio; se detiene, para no fallar contra su amado Tasso, en el amor patrio, virtud propia de los Modernos de la cual carecían los Antiguos. Esa falencia, en el Zibaldone, no amerita escándalo.
A Tasso llegué leyendo los poemas de Mario A. Rigoni, a su vez erudito en Leopardi (Il pensiero di Leopardi, 1997 y 2015), asunto que me llevó a curiosidades de difícil comprensión para mí, como la discusión que enfrentó a Sebastiano Timpanaro, profesor de física y matemáticas, con el crítico literario Sergio Solmi sobre las dos concepciones de naturaleza que, según el criterio del par de sabios, cohabitan en Leopardi. Una de aquellas “ideologías”, según Solmi, presentaba una “naturaleza providencial” y otra a una “naturaleza madrastra”, las cuales se alternan, sin requerir de orden cronológico, en el Zibaldone. Solmi advertía contra los dos excesos motivados por Leopardi como pensador: el de quienes lo privan de toda coherencia y los que lo ven, al contrario, como un filósofo en forma y fondo. Para nosotros es más claro –quizás no lo era tanto cuando Solmi y Timpanaro debatían– que Leopardi pertenece a la estirpe de moralistas como Maquiavelo, Pascal y Nietzsche. Leopardi, en fin, dubitaba entre tornar irresponsable a la Naturaleza del bienestar de los seres vivos o presentarla como una madrastra rigiendo un universo al cual le da la espalda, configurando su pretendida “teología negativa”, expuesta en marzo de 1826. Etc.
Y como estas notas de falsa erudición ya me parecían, en el mejor de los casos, un mal remedo de cuento de Borges, me sentí aliviado al encontrar asunto más ameno, el de Leopardi y la música, gracias a un ensayo del poeta y sacerdote milanés Clemente Rebora (1885-1957), titulado “Per un Leopardi mal noto” (1910). Sin la providencial ayuda del padre Rebora, no hubiese llegado nunca a los fragmentos musicales del Zibaldone que a continuación, selectos, parafraseo.
A diferencia de clérigos de otras obediencias que vinieron después, el padre Rebora tuvo el buen sentido de no extraer del Zibaldone un sistema ni mucho menos una estética. Sólo tomó algunas notas para dirimir, en relación a la música, los problemas de Leopardi (1798-1837) con el romanticismo. El poeta, como le ocurría a Kant o a Schopenhauer, vivió durante una larga época donde las personas cultas (incluidos los filósofos de la estética cuyo gusto musical solía ser pobre por estas razones) leían música pero rara vez la escuchaban, porque sólo la aristocracia podía pagarse música de cámara a domicilio. Para disfrutar de conjuntos más numerosos, el resto de los mortales debía caminar y caminar hasta iglesias donde hubiera coros y organistas; los conciertos públicos nacieron hacia 1770 y tardaron en volverse itinerantes y para extasiarse en la escucha era menester ir a las grandes ciudades, como hizo Leopardi, visitando Roma en el invierno de 1822-1823, donde descubrió a Giacomo Rossini (hasta oyó su Miserere) y a su revolución operística, “corruptora del gusto de la patria de Cimarosa”, según un periódico de la época y ajena, agrega el padre Rebora, a la muy seria escuela francesa del hoy poco estimado Cherubini.
Según dice la marquesa Iris Origo en su Leopardi. A Study in Solitude (1935), Leopardi y Stendhal coincidieron esa temporada en Roma. Ambos eran asiduos a la ópera; reticente uno, fanático el otro. El italiano era un verdadero solitario, mientras que el francés posaba de misántropo. Me es imposible imaginar infeliz a Stendhal mientras que Leopardi es el santo de los infelices, los verdaderamente infelices, los que están enfermos y no pueden darse el lujo del sufrimiento melancólico, como escribió, por cierto, el poeta Rigoni. Quizá por ello son más interesantes las objeciones de Leopardi a la ópera, dilucidadas por el padre Rebora que los aplausos de Stendhal, autor hasta de una Vida de Rossini (1823). Leopardi hallaba meritorio que Rossini, nutrido de la melodía popular, la devolviese al pueblo, motivo de su éxito, predicamento al principio repudiado por los conservadores, quienes lo hallaban extranjerizante: La dama del lago, inspirada en Sir Walter Scott, causó escándalo aunque hizo llorar a Leopardi.
En el Zibaldone, el poeta profundiza y va de la distracción al hábito. Siendo muy romántico sin saberlo, asociaba la música a la interioridad y en su propio sistema de las artes, la libertad pertenecía a los compositores y a los arquitectos, libres en el espacio y en el tiempo, sin estar sometidos a las reglas como los pintores y los poetas, cosa un poco peligrosa porque el ser humano, apuntaba Leopardi, tiene el hábito del infinito y por ello es infeliz.
Leopardi, en funciones de Antiguo, creía sin mayor fundamento –sabemos muy poco qué escuchaban– que sólo los griegos entendieron la música, siempre asociándola al drama. El padre Rebora, en “Per un Leopardi mal noto”, nos recuerda que para el poeta, al sustituir el solemne coro de la Antigüedad por el público contemporáneo, los Modernos traicionaron el origen primordial de la música.
Leopardi –según el padre Rebora– podó al romanticismo de todo lo que tenía de operático; por ello, amante de la voz, el instrumento musical supremo, descreyó de la ópera italiana, que al sustituirla por la palabra, se volvía sirvienta del espectáculo. La “música pura”, deduzco leyendo las palabras finales de “Per un Leopardi mal noto”, debía expresarse en los madrigales del príncipe Gesualdo o en el cardenche de la Comarca Lagunera. Rebora –antes de ordenarse tardíamente como sacerdote– subraya que tras Roma y la ópera, Leopardi perdió la fe católica o más bien apuntó su infinito en otra dirección.
Amante del infinito, en efecto, Leopardi detestaba lo indefinido, concluye el padre Rebora. Lo primero era propio de los Antiguos, lo segundo distinguía a los modernos. Por eso, el poeta desaconsejaba ir a la gran ciudad en busca de música, sobre todo de ópera. Lo que de melodioso hay en Rossini se pierde en las ruidosas ciudades, llenas de sonidos desagradables, abundantes en estímulos, ahítas de novedades. Es detestable –leemos en el Zibaldone– apretujarse en un balcón junto a una multitud confusa de personas, mientras se ve, en la escena, a otra multitud igualmente confusa, gracias a los escenógrafos, de estrellas cegadoras o de barcazas en mareas agitadas. Los sonidos se vuelven indistinguibles unos de otros. Había que esperar pacientemente –diría Leopardi– a esa humilde compañía de ópera pasando por su natal Recanati, o por una ciudad vecina, para asistir a una puesta en escena como quien recibe, honradamente, una limosna.
FOTO: Giacomo Leopardi, autor de Zibaldone de pensamientos (1817-1832)./ Especial
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