Los amores ilegales de Wagner
POR LUIS PÉREZ SANTOJA
Esta última semana pudimos confirmar que en México se puede escuchar la obra de Richard Wagner con gran dignidad y alto nivel artístico. La OFUNAM lo demostró en su pasado concierto con una logradísima versión del Acto I de La Valquiria, la segunda de las cuatro óperas —Primera Jornada, dice Wagner— de El anillo del nibelungo. Este es, de hecho, el único acto de una de sus óperas que acostumbra grabarse o interpretarse en concierto por separado.
Con motivo de la excelente interpretación de la OFUNAM, surge una breve y elemental reflexión sobre algún detalle del complejo mundo conceptual del compositor. Es común destacar y analizar la trascendencia de sus innovaciones musicales: nada menos que los primeros juegos con la liberación de la tonalidad y el pleno cromatismo, la melodía infinita, la expansión instrumental y técnica y, por supuesto, el gran concepto de la obra total, con un libreto —de su autoría— de mayor nivel literario, una historia congruente en su problemática humana a pesar de sus fantasías mitológicas, un sentido escénico que no se renovaba desde el siglo XVII. Pero más allá de lo musical, hay otros aspectos.
La Valquiria presenta la primera aparición del amor en la tetralogía, pues en El Oro del Rhin son otras las encantadoras actitudes humanas que distinguen a sus personajes: la avaricia —eje central de la obra—, el afán de poder, el crimen como medio para un fin. Pero el amor en Wagner no es tan pintoresco como en la ópera decimonónica que lo rodea.
De entrada, Wagner reta a la sociedad de su tiempo al exponer uno de esos amores que no se atreven a decir su nombre. Es, de hecho, la primera de las grandes ópera wagnerianas donde aparece en plenitud el amor entre “humanos”, aunque concebidos por el dios Wotan, pero los protagonistas de ese amor son literalmente destruidos por la satisfacción del deseo sexual: los gemelos Siegmund y Sieglinde desatan su frenesí amoroso sin importarles su condición incestuosa y mueren por consumarlo —¿su castigo se da por un prejuicio moral que fuera tan alto en Wagner como en su personaje Fricka, quien condiciona a su marido Wotan a destruirlos?—
No olvidemos tampoco la relación entre Siegfried —hijo de los gemelos— y su tiastra Brünnhilde, con la anuencia a regañadientes de su padre “biológico” y abuelo Wotan, cuya atracción por su valquiria hija tampoco oculta una inquietante intensidad más allá de lo filial.
Es curiosa la predilección de Wagner por los amores “ilegales”: Kundry, máxima tentación, intenta seducir a su hijo Parsifal; el legendario Tristán, con filtro o sin él, viola el precepto familiar al sucumbir ante el frenesí amoroso que le provoca la esposa de su paternal tío. O, en otro nivel, Tannhäuser es castigado por su vida pecadora, que simboliza la visita a Venus, aunque será redimido, como el holandés errante, por un amor puro que se le ofrenda.
La discutible costumbre de interpretar una ópera en concierto —sin contexto escénico ni acción dramática— sería ideal si sólo se hicieran obras novedosas, incluso de compositores muy conocidos, nunca representadas por sus dificultades de montaje o por su poco atractivo comercial. Casi todas las óperas de Wagner entran en esos parámetros.
Hace una década, presenciamos en México una espléndida puesta, respetuosa del contexto mitológico original aunque no exenta de polémica, de la tetralogía integral, concebida y dirigida por Sergio Vela. Pero quién sabe cuándo se volverá a montar cualquiera de las grandes óperas de Wagner posteriores a El holandés errante, que acaba de ponerse en el Palacio de Bellas Artes, en la ciudad de México.
La OFUNAM pareciera estar teniendo uno de sus mejores momentos de épocas recientes, tal vez por la saludable renovación de integrantes, en su mayoría jóvenes músicos, y por la acostumbrada eficacia y ahora espíritu competidor de sus músicos habituales. Depuración y compromiso fueron los artífices de la orquesta que nos transmitió el mundo sonoro wagneriano: plena y brillante su sección de alientos, con maderas más exactas y de mayor musicalidad y una cuerda con buen empaste y certeza tonal, admitiendo que parte del mérito es de su actual director titular, Jan Latham-Koenig.
Jane Irwin, una expresiva Sieglinde de muy bella voz; Peter Wedd, un eficiente Siegmund, de bella voz que, lamentablemente, fue apagándose un poco hacia el final, sin que fuera grave; un imponente Clive Bayley de voz profunda y contundente y el concepto fluido y transparente —tal vez algo ligero para los wagnerianos tradicionales— de Latham-Koenig, nos dieron la emoción de escuchar Wagner “en vivo” con este fragmento, tal vez el acto más perfecto de la tetralogía.
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