Los arquitectos de Bellas Artes
POR ALEJANDRO HERNÁNDEZ GÁLVEZ
Según escribió Guillermo Tovar de Teresa, en 1600 las monjas de Santa Clara decidieron fundar un nuevo convento en los terrenos que ocupaban las casas de doña Catalina de Peralta —en el flanco oriental de la Alameda—, y que ésta les cedió. La iglesia se rehizo en 1676 y en 1861 las monjas fueron expulsadas y el convento fraccionado hasta que, a finales del siglo XIX, se demolió por completo para iniciar la construcción del Teatro Nacional, hoy Palacio de Bellas Artes. El proyecto inicial se lo encargó Porfirio Díaz a uno de sus arquitectos favoritos, el italiano Adamo Boari.
Boari nació en Ferrara, Italia, en 1863. Estudió ingeniería en esa ciudad y luego en Bolonia; se recibió en 1886. En 1889 Boari viajó a Brasil buscando trabajo. Desde Brasil envió algunos diseños para la Primera Exposición Italiana de Arquitectura, que tuvo lugar en Turín en 1890. Enfermo de fiebre amarilla, se trasladó a Chicago, donde en ese momento se gestaba un cambio radical en la arquitectura. En 1893 se inauguró la Exposición Universal, cuyo plan maestro estuvo a cargo de Daniel Burnham y en el que participaron urbanistas y arquitectos como Frederick Law Olmsted —quien diseñó Central Park, entre muchos otros parques— y Louis Sullivan, a quien se atribuye el grito de batalla de la modernidad arquitectónica: la forma sigue a la función —la frase también se le atribuye al escultor Horatio Greenough—. El ingeniero Boari obtuvo su acreditación como arquitecto en Estados Unidos y estableció su oficina en el piso once de Sainway Hall, un edificio diseñado por Dwight Perkins. El piso estaba ocupado por varias oficinas de arquitectos y, según explica Allen Brooks, era la sede de la vanguardia de aquella ciudad —sin duda la más vanguardista en ese entonces—. Además de Perkins, Boari y otros arquitectos locales que hoy son conocidos sólo por especialistas, ahí tenía su oficina también Frank Lloyd Wright.
A la arquitectura se le abrían dos caminos aparentemente divergentes: el eclecticismo que dominó en los edificios de la Exposición Universal diseñados por Burnham —con quien trabajó Boari— o el primer funcionalismo de Adler y Sullivan que después continuaría Wright. Por su obra construida en México, Boari parece sin duda representante de la primera vía. Sin embargo, Dietrich Neumann cuenta que en un concurso convocado entre 1897 y 1898 por la Radiating Light Company de Chicago para “ilustrar las nuevas posibilidades en el uso de los Prismas Luxfer como material de construcción”, la propuesta de Boari resultó más interesante que la del mismo Wright. Los Prismas Luxfer eran un tipo de vidrio prismático —”el más sofisticado y complejo desarrollo entre muchos intentos a finales del siglo XIX para llevar más luz natural a los oscuros interiores de las fábricas y de los densos centros urbanos”, dice Neumann—. Boari presentó dos propuestas, un rascacielos de 24 pisos y otro de 10. El primero, más extravagante que el segundo, parecen cuatro torres o columnas que se funden en la base, coronadas por remates de dudoso estilo que alojaban un restaurante y un mirador. El edificio de diez pisos podría ser una versión anticipada y abstracta de algún set para película de Cecil B. DeMille. Pero más que su estilo, lo novedoso es la relación entre estructura y recubrimiento. “Mucho más radicales que las propuestas de Wright para el edificio de los Prismas Luxfer —escribe Neumann—, los dibujos de Boari de hecho representan lo que puede ser el primer diseño de un muro-cortina virtual para un rascacielos y merecería la atención de los críticos dedicados a investigar los predecesores del moderno edificio de oficinas”.
De aquellos diseños radicales, insisto, nada quedó en el trabajo de Boari en México —Neumann sugiere que el inmenso telón de vidrio y acero fabricado por Tiffany de Nueva York es heredero de los muros-cortina dibujados en los rascacielos del concurso de la Radiating Light Company—. Seguramente los últimos años del porfiriato no estaban listos para ese tipo de innovaciones arquitectónicas. Los ojos estaban puestos más en Francia que en Chicago. En su libro I Speak of the City, Mexico City at the Turn of the Twentieth Century, Mauricio Tenorio Trillo dice que en esa época varios ideales se traslapaban en el limitado espacio de la ciudad: primero, “el ideal de modernización, entendido como el desarrollo económico y científico armonioso, así como el progreso”; segundo, “el ideal largamente buscado de un concepto coherente y unificado de nación”; y, tercero, “el ideal moderno, inseparable de los otros dos, de un estilo cosmopolita”. El estilo cosmopolita de algunos grandes proyectos públicos en el país y en especial en la ciudad de México en el cambio de siglo tenía mucho del eclecticismo decadente europeo que una o dos décadas después rechazarían con furia las vanguardias arquitectónicas a ambos lados del Atlántico. Mientras, el gusto oficial favorecía edificios como el Palacio de Comunicaciones —hoy Museo Nacional de Arte— del también italiano Silvio Conti, el Palacio de Justicia que, tras un controvertido concurso en el que participó el mismo Boari, se empezó a construir siguiendo el diseño del francés Émile Bernard —la Revolución detuvo la obra cuando sólo se había erigido la gran estructura metálica que sostendría el rebuscado recubrimiento de piedra y que finalmente se desmantelaría quedando sólo la cúpula del vestíbulo central luego transformada en Monumento a la Revolución por Carlos Obregón Santacilia.
En México, Adamo Boari había diseñado un par de templos en Jalisco, un monumento a Porfirio Díaz que jamás se construyó y su casa en la colonia Roma. En 1902 hizo el proyecto del Palacio de Correos —en la cuadra de enfrente de donde luego iniciaría la obra del Teatro Nacional—. Correos, al igual que Bellas Artes, es un edificio que algunos califican de estilo veneciano —pseudo-gótico, dice Tovar de Teresa—, construido con estructura de acero recubierta de piedra. Gonzalo Garita y Frontera fue el ingeniero que colaboró con Boari en ese proyecto que ha resistido el paso del tiempo sin hundirse significativamente —al menos no más que el resto del Centro Histórico— a diferencia de su vecino cruzando la calle.
El 25 de junio de 1954, en un ciclo de conferencias organizadas por el arquitecto Alberto T. Arai, Diego Rivera dictó una conferencia en el Palacio de Bellas Artes con el título La huella de la historia y la geografía en la arquitectura mexicana. En algún momento Rivera utiliza al propio Palacio para ejemplificar esa huella de la historia y de la geografía. “Estamos en un edificio que se hunde poco a poco y que acabará por naufragar —dijo—. Debajo de este edificio hay más de 17 metros de lodo, pero de un lodo compuesto de 85 por ciento de agua y el resto de materias orgánicas. Encima de él sólo quedan, por fortuna, unos nueve metros de jaboncillo que cada día penetra en la mole de este edificio”. Irónico, Rivera agrega: “este edificio es de tal belleza que es perfectamente deseable que el jaboncillo, por un milagro, se vuelva agua y el naufragio se verifique cuanto antes”. Rivera le pide a su auditorio examinar, al otro lado de la calle, la Casa de Correos y ver si está dañada como lo está el edificio en el que lo oyen hablar. Intacto. Boari —que no era tonto, dice Rivera— lo construyó sobre las ruinas del Hospital de Terceros de los franciscanos, replicando la planta y utilizando una cimentación de concreto armado como había visto en Chicago. Bellas Artes, en cambio, empezó a hundirse incluso antes de haber sido terminado: el terreno era peor que sobre el que se levanta Correos y el recubrimiento de mármol al exterior más pesado. Los problemas técnicos, constructivos y financieros y, luego, la Revolución, obligaron a suspender la obra. En 1916 Boari regresa a Italia, donde muere en 1928, no sin haber resultado en 1927 uno de los nueve finalistas en el concurso para el edifico de la Liga de las Naciones en Ginebra junto con un joven y polémico arquitecto suizo: Charles-Édouard Jeanneret-Gris, mejor conocido como Le Corbusier.
A principios de los años veinte, cuando Pascual Ortiz Rubio, ingeniero topógrafo, era secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, Antonio Muñoz realizó trabajos en la sala del teatro. Muñoz nació en la ciudad de México en 1896. Entre sus proyectos destacan el Centro Escolar Revolución —a la salida de la estación de metro Balderas—, de 1934, y la Suprema Corte de Justicia, al lado de Palacio Nacional, de 1940. De este último Obregón Santacilia decía que era “el edifico más frío, física y arquitectónicamente hablando” que conocía. Tanto la escuela como la corte son de un duro y seco Art-Decó, estilo al que Muñoz fue fiel hasta casi mediados de los años cincuenta, cuando diseña la Iglesia del Inmaculado Corazón de María —la que sale en la película de Baz Luhrman en la que Leonardo di Caprio la hace de Romeo—. También de Muñoz es el Mercado Abelardo Rodriguez, un edificio de estilo neocolonial pero avanzado programa que mezcla distintos usos y en el que, entre otros murales, hay uno en relieve pintado por Isamo Noguchi.
En 1930 Pascual Ortiz Rubio llegó a la presidencia, que ocuparía sólo dos años pues renunció al puesto en 1932; Alberto J. Pani, también ingeniero —tío de Mario, el arquitecto— y secretario de Hacienda, le encargó a Federico Mariscal terminar el Teatro Nacional. Mariscal había nacido en Querétaro en 1881, y se recibió como arquitecto en 1903 en la Academia de San Carlos (Boari fue uno de sus maestros). Fue autor de edificios tan distintos como el de la Inspección de Policía, curioso edificio neogótico en la esquina de Victoria y Revillagigedo, el Teatro Esperanza Iris —actual Teatro de la Ciudad— o el neocolonial nuevo edificio del Departamento del Distrito Federal o, ya en 1952, a los 71 años, el muy corbusiano edificio del Registro Público de la Propiedad. Junto con su hermano Nicolás y Jesús T. Acevedo, también arquitectos, fue parte del Ateneo de la Juventud.
Mariscal terminó el edificio del Teatro Nacional en 1934. Mauricio Tenorio Trillo describe al Palacio de Bellas Artes como “una grotesca mezcla de Art-Nouveau, funcionalismo-Decó y motivos indigenistas”. Es cierto, aunque una sección del teatro revela una riqueza espacial muy compleja, con una serie de plataformas, plafones y cúpulas a distintas alturas y entradas de luz que conducen al visitante desde la plaza de acceso hasta el interior del teatro.
El 29 de septiembre de 1934, Abelardo L. Rodriguez —el que dio nombre al mercado diseñado por Antonio Muñoz—, sustituto de Ortiz Rubio en la presidencia de la república, inauguró Bellas Artes. Antonio Castro Leal, jefe del Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública, dio el discurso inaugural. Los grandes salones y vestíbulos del proyecto de Boari se habían transformado en espacios para exposiciones —el Museo de Artes Plásticas—. Incluso el piso más alto, a los pies de la cúpula que corona el vestíbulo, se transformó con el tiempo en el Museo Nacional de Arquitectura, un título ciertamente exagerado para algo que no es más que un pasillo un poco más ancho de lo habitual. Además de la sala principal del teatro hay otra más pequeña, la Manuel M. Ponce, dedicada básicamente a conferencias y presentaciones de libros. Una pequeñísima sala abajo del vestíbulo de acceso a la principal lleva el nombre del ingeniero nacido en Ferrara, entrenado en Chicago y que jamás vio terminado lo que él suponía su más importante edificio.
* Arquitecto, director editorial de Arquine
* Fotografía: El Palacio de Bellas Artes fue terminado de construir / ARCHIVO EL UNIVERSAL
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