Miguel Capistrán, el último de los Contemporáneos

Sep 27 • Conexiones • 4606 Views • No hay comentarios en Miguel Capistrán, el último de los Contemporáneos

 

POR SERGIO TÉLLEZ-PON

 

Miguel Capistrán tenía tres años cuando se suicidó Jorge Cuesta, su paisano. Unos años después, la leyenda negra sobre Cuesta que corría por todo Córdoba llegó a los oídos del avispado niño que ya era Capistrán y desde entonces sintió una fascinación por su obra y por su vida. Lupe Marín, con quien Cuesta tuvo un hijo, fue la encargada de propagar los rumores en su libro La única (1938): para empezar, el dibujo de la portada —obra de Diego Rivera—, muestra a las hermanas Lupe y Carmen Marín con la cabeza de Cuesta sobre una charola pues las dos lucharon por el amor del poeta, luego Lupe Marín contaba que la madre de Cuesta abusaba sexualmente del niño y que ya mayor este había cometido incesto pues el hijo de su hermana Natalia era de él. Capistrán se propuso investigar para derribar esos mitos: el párpado caído de Cuesta se debía a que de niño se le cayó a la madre y él se pegó con el filo de una mesa; ese accidente, aunado a una golpiza que recibió por parte de los lombardotoledanistas y los experimentos que hacía y que el propio Cuesta probaba en su cuerpo, desencadenaron su “locura”. Cuesta no le bajó la mujer a Diego pues éste ya estaba con Frida, aunque sí vivían en el mismo edificio por el rumbo de Mixcalco; el hijo de Natalia nació cuando él ya se había suicidado y, finalmente, no se emasculó: en la serie de piquetes que se hizo con una cuchara, Cuesta llegó a lastimarse los genitales así como se lastimó el pecho, el cuello y los brazos. Un día que fuimos a visitarlo, Juan Soriano confirmó que Cuesta no se había acostado con su hermana sino con Carmen Marín, posterior esposa de Octavio G. Barreda. Después, Lupe Marín se arrepintió de ese libro y empezó a comprarle su ejemplar a todo aquél que tuviera uno para destruirlo. A principios de los sesenta, Capistrán se encontró en la Biblioteca Nacional con un joven investigador argentino llamado Luis Mario Schneider, quien también rastreaba los textos dispersos de Cuesta, así que decidieron unir esfuerzos para publicar las obras del poeta en cuatro tomos (UNAM, 1964). Poco antes de morir, Capistrán recibió la beca del Sistema Nacional para la Cultura y las Artes para escribir la biografía novelada de Cuesta de la que llegó a publicar algunos fragmentos.

 

Gracias a su pasión por Cuesta Capistrán entró en contacto con los Contemporáneos sobrevivientes. Junto con las hermanas Galindo, Carmen y Magdalena, Luis Terán y Roberto Páramo, Capistrán fue alumno de Salvador Novo. Novo solía decir que Capistrán conocía mejor su obra que él mismo: si Novo tenía duda sobre dónde había publicado tal o cual artículo se lo consultaba a Capistrán y éste le decía el nombre de la publicación, número, año y hasta las páginas. Más tarde, por Novo Capistrán pudo conocer a Jaime Torres Bodet y a José Gorostiza, “don José”, como le llamaba, de quien preparó la Prosa (Universidad de Guanajuato, 1969). Capistrán había iniciado sus estudios de arquitectura para sólo complacer a su padre pues en realidad le habría gustado ser bailarín, me confesó una vez que salimos de ver la película Billy Eliot.

 

Capistrán también frecuentaba a las hermanas de Villaurrutia, Cristina y María Teresa, quienes le permitieron entrar en el archivo del poeta que Félix, el hermano menor, había depositado en el sótano de su casa en la calle Puebla de la colonia Roma en la ciudad de México. Capistrán sabía que Villaurrutia recortaba sus colaboraciones, de manera que cuando preparaba la Crítica cinematográfica (UNAM, 1970) metido en la Hemeroteca Nacional no localizó varias, así que fue a ver a las hermanas para que le dejaran echar un vistazo a los papeles en los que tampoco aparecían esas reseñas, hasta que un día movieron un chifonier y detrás de él cayó el cartapacio donde Villaurrutia había guardado todos los recortes de sus críticas cinematográficas. Para entonces, Capistrán, Schneider y Alí Chumacero ya habían publicado las obras de Villaurrutia, que tuvieron que trabajar a marchas forzadas porque justo cuando estaban en el proceso de edición corrieron a Orfila Reynal del Fondo de Cultura Económica. Así que una noche que Capistrán y Chumacero estaban en el Fondo de Avenida Universidad revisando las galeras, el policía que cuidaba el edificio fue a ver por qué no se iban esos señores que trabajaban a deshoras; ellos le contestaron lo que hacían y el policía les replicó: “¿Y por qué no viene el señor Villaurrutia a revisarlas?”

 

Conocí a Capistrán en 1998, cuando iba a entregar sus colaboraciones para la revista Equis, cultura y sociedad. Muchas veces nos encontramos en la puerta, en el elevador, en la sala esperando a ser atendidos por Braulio Peralta, el director, y platicábamos. Una de esas veces, no sé a razón de qué, me contó que había sido discípulo de Salvador Novo y, sorprendido, le contesté que me encantaba un poeta de esa generación, Xavier Villaurrutia. Así empezó nuestra amistad. Después le dije que quería escribir una biografía de Villaurrutia, le pregunté si me podía ayudar, tomó mi entusiasmo con generosidad y me contó muchas cosas que, a su vez, le había contado Novo. En diciembre de 2000, planeamos juntos un homenaje por los 50 años del fallecimiento de Villaurrutia en el Panteón del Tepeyac, donde está enterrado el poeta, cerca de un pariente suyo y de Santa Anna. Pensamos en un evento íntimo por la fecha (plena Navidad), así que envíamos una carta a La Jornada anunciando el evento y la firmamos, entre otros, Alí Chumacero, Alicia Zendejas, Elena Poniatowska —a mí me tocó sacarle la firma, no sin sus característicos remilgos—, Carlos Monsiváis y, claro, Capistrán y yo. El acto que nosotros pensábamos iba a pasar inadvertido en realidad fue un éxito: nos llamó Alejandro Aura (a la sazón director del Instituto de Cultura del D. F.) para ofrecer ayuda en lo que hiciera falta y a él se unió después Nacho Toscano, entonces director del INBA. En el acto leíamos algunos textos sobre la importancia de Villaurrutia y unos actores leyeron de sus poemas, en particular “Décima muerte”, el poema que 50 años antes leyó Pita Amor mientras bajaban el féretro de Villaurrutia. Con el apoyo de las instituciones que encabezaban Aura y Nacho, y otras más que se sumaron luego, inició el grupo “Contemporáneos 100” que se propuso conmemorar los centenarios de todos los integrantes de esa generación. Nuestra colaboración y amistad se estrechó: Capistrán me invitó a ayudarle en la curaduría de una exposición en memoria de Villaurrutia en la Biblioteca de México y, ¡oh, sorpresa!, en una nueva edición de las obras de mi venerado Villaurrutia que ahora me tocará concluir para que finalmente aparezca en el FCE. Para esa edición de las obras de Villaurrutia que pensamos en dos tomos, capturé todas las cartas que fuimos juntos a buscar: al Archivo General de la Nación para consultar el archivo de Carlos Chávez, donde no había ninguna; a la Capilla Alfonsina, en la que encontramos algunas muy interesantes no sólo dirigidas a Reyes; a la Fundación Cardoza y Aragón, cuyo archivo nos abrió gentilmente Andrea Huerta (la hija de Efraín Huerta) y donde tampoco encontramos nada pero sí una curiosidad que nos hizo reír mucho: cuando murió Lya Kostakowsky, Juan Soriano y Marek Keller le enviaron sus condolencias a Cardoza y Aragón, pero quien catalogó el archivo escribió: “Por la muerte de Lya Kostakowsky, el señor Juan Soriano y su señora, Marek Keller, envían condolencias”.

 

Salíamos a tomar café al Woolworth cercano a su casa o a cualquier Sanborns, donde llegó a contarme sobre sus visitas a Argentina. En uno de esos viajes le había pasado una historia casi policíaca que quería contar en una novela. Lo animé a que la escribiera, que dejara un momento sus investigaciones, pero nunca lo hizo. Allá se enamoró de un guapo joven argentino con el que Novo lo bromeaba diciéndole que lo había sacado del Satiricón, de Fellini. También en Argentina conoció a su venerado Borges (pasión que me contagió) y sobre el cual hizo el libro Borges y México (1998; Debate, 2012); le insistí en que mejor hubiera contado sobre las visitas de Borges a México, pues él tuvo algo que ver en los primeros dos viajes y supo los detalles del último, así que el libro debía llamarse “Borges en México”, le insistí. Por cierto que una de sus últimas apariciones fue cuando presentó la segunda edición de ese libro durante una visita en la que María Kodama hizo una declaración en contra de los supuestos poemas de Borges que Poniatowska citaba en su entrevista; Capistrán se angustió muchísimo porque el libro tuvo que ser retirado de las librerías por órdenes de Kodama.

 

Poco antes de que ganara el Premio Alfaguara, Elena Poniatowska nos invitó a comer en su casa y en la sobremesa recordó que Capistrán la había invitado a dar una conferencia en el Museo de Xalapa, que él dirigía, el 19 de septiembre de 1985 pero ese día, como todos sabemos, ocurrió el terremoto que devastó la Ciudad de México. La impresión al enterarse que parte de su familia yacía bajo los escombros le desencadenó a Capistrán la diabetes con la que vivió desde entonces. Sin embargo, no por eso se cuidaba: Miguel comía y bebía todo lo que no debía: pan, pan dulce, vino o digestivos (¡Campari!), mientras sus amigos lo veíamos aterrados al saber el daño que todo eso le hacía. “Antes de venir me tomé la pastilla para poder tomarme una copita”, contestaba. En los últimos años su salud se había deteriorado demasiado, la luz le lastimaba el ojo izquierdo, estaba más delgado y tenía que usar bastón para caminar aunque seguía lúcido y activo como siempre. Estuvo internado en el Hospital de la Nutrición al mismo tiempo que Carlos Monsiváis, pero justo el día que Carlos murió Capistrán salió de allí y la doctora que lo atendía le dio la noticia: “Su amigo acaba de morir en el piso de arriba”, le dijo. Él la había librado al menos por un tiempo. A pesar de esa cercanía, nunca lo tutee, siempre le hablé de usted, no sólo por ser una persona mayor, como me enseñó mi padre, sino para dejar clara la relación maestro-discípulo. El 24 de septiembre de 2010, Miguel Capistrán empezó a sentirse mal de lo que él creía que era el estómago; al día siguiente fue llevado de urgencias a Nutrición y de inmediato lo metieron al quirófano pues le había dado un infarto, pero su corazón ya no soportó la cirugía. Con su muerte se fue un amigo, un maestro, un confidente, un interlocutor que recordaré siempre.

 

* Autor de No recuerdo el amor sino el deseo (Quimera, 2008).

 

* Fotografía: Miguel Capistrán / ARCHIVO EL UNIVERSAL

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