Los caminos de Roma

Sep 9 • destacamos, Ficciones, principales • 9445 Views • No hay comentarios en Los caminos de Roma

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Algunos flechazos amorosos duran lo mismo que una bola de helado y un paseo por las calles de esta antigua ciudad europea, en la que un adolescente comienza a escribir su historial sentimental en forma de palimpsesto sobre estas ruinas milenarias

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POR BENJAMÍN DE BUEN

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1 Gelato

Todos los caminos llevan a Roma.

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Eso le decían una y otra vez a Massimo cuando estaba por viajar con su hermano Enzo a esta ciudad. Lo decían los adultos y luego se reían solos. Massimo y Enzo vivirían un verano con sus tíos en un penthouse de la Vía Panisperna perfectamente posicionada para discernir casi todos los atributos de la ciudad desde el privilegio de las alturas. Massimo estaba un poco harto de escuchar tal estupidez sobre Roma y consideraba, sin exponerlo abiertamente, que el dicho tenía un enorme defecto y carecía de una consideración evidente: Roma también tiene caminos, si ya estás en Roma, a dónde más vas a llegar. Compartió esta idea con su hermano Enzo en algún punto entre Nueva York y su destino final y Enzo le respondió con un golpe de mano abierta en la frente. Shut up you idiot. Massimo no lo volvió a decir, pero no podía dejar de contemplar esta pregunta y además se sentía ligeramente superior por haber descubierto un defecto en esta frase insensata. Sería imposible que los caminos de esa ciudad llevaran a Roma, porque ya están ahí. Son casi como un absurdo matemático, suponía.

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Uno de estos caminos, un empedrado, llevó a Massimo hasta la gelatería de Campo dei Fiori. Detrás de un mostrador lleno de coloridos helados italianos encontró los enormes ojos cafés de la encargada del turno vespertino. Una chica de aproximadamente dieciséis años, como él.

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Ella le preguntó qué sabor de helado iba a querer y Massimo con su italiano neoyorquino exhibió su condición de visitante al decir chockolatou. La muchacha escuchó su acento y le preguntó entonces sus orígenes.

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—Me llamo Massimo, de New York.

—Tiffania— dijo ella.

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2 El novio de Tiffania

Massimo no sabía que Tiffania lo había visto fuera del terreno de la gelatería y sin las obligaciones del contrato de compra venta que había servido para romper el hielo entre ellos o en todo caso para romper el helado. Cada viernes por la noche y a veces cada sábado, Tiffania y su novio-estudiante-de-políticas, acudían a la plaza de Campo dei Fiori a beber y a fumar marihuana con otros estudiantes, los amigos de su novio. Todos ellos compartían una singular habilidad para forjar cigarros con una mano sin bajar la mirada de la conversación que combinaba filosofía o política con palabras altisonantes. Ni siquiera dejaban de hablar para lamer el pegamento del papel arroz de sus cigarros. La mayoría también bebía vino directamente de la botella.

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En cada salida a Campo dei Fiori, el novio participaba en un juego característico de la plaza. Alguien (nunca se sabía quién) sacaba una pelota y los jóvenes borrachos de la plaza trataban de atinar con la pelota a alguna de las ventanas abiertas de los pisos más altos, en este caso, el tercero o cuarto nivel. El público de la plaza se encendía con cada intento y estallaba en júbilo cuando por fin alguien lograba marcar uno de estos singulares goles. Los cantos y los gritos seguían hasta que alguien se asomara por la ventana y les devolviera la pelota. Para entonces el júbilo se escuchaba en estruendos. El regreso de la pelota suponía el inicio de un nuevo juego sobre la plaza, una especie de partido de futbol sin equipos establecidos ni porterías, con alianzas repentinas e improvisadas cuya finalidad era mantener la posesión del balón. Unos lo tenían, otros trataban de recuperarlo. Ahí, Tiffania distinguió al gringo Massimo controlando el balón con elegancia y mandando toques finos con la parte externa del pie.

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El juego duró unos diez minutos hasta que la policía se estacionó en medio de la acción. Los jugadores y la afición en la plaza coreaban ¡Po-li-zia! ¡Po-li-zia! Alguien le mandó un pase a un oficial. El patrullero detuvo el balón con la rectitud de la ley y devolvió el esférico limpiamente. Lo cierto es que los oficiales defendieron el terreno con la carrocería, al puro estilo italiano. Se terminó el futbol. La presencia policiaca supuso el silbatazo final. Entonces el novio regresó y continuó sus acalorados diálogos con sus compañeros. De vez en cuando volteaba y le daba un beso a Tiffania, como un recordatorio de algo, para después acompañarla a casa por los Foros Imperiales. Roma tiene caminos elevados para evitar que los pasos de los turistas arruinaran las ruinas. Tiffania siempre se detenía en el trayecto a mirar el cielo romano. Le encantaba su ciudad. Era como un museo al aire libre y alrededor del aire negro de la noche circulaban cientos de gaviotas hipnotizadas por las luces de Piazza Venezia. Volaban con las alas extendidas sobre el cielo oscuro, como las arrugas blancas del mar. Cientos, tal vez miles de aves insomnes. Siempre estaban. Tiffania miraba el universo y mientras, su novio le besaba el cuello. Ella le sugirió que mirara hacia arriba y él le jaló la mano para que siguieran caminando. Se despidió de él en la puerta del edificio y subió a casa en el elevador que cabía incómodamente en la vieja arquitectura del edificio.

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3 Gaviotas

Massimo se aparecía con frecuencia por esa gelatería. En el primer mes de su estadía en Roma, se habría comido 16 bolas de chocolate y diez de vainilla con chispas de chocolate. De las atracciones de Roma, Massimo parecía preferir la gelatería, o la mirada café de Tiffania. Ella no sentía lo mismo por él y le preocupaba que comiera demasiados helados con tal de verla. Una ciudad como Roma, tan repleta de escombros, enseña que en la vida las cosas nunca vuelven a ser lo que fueron. Decidió que no le daría más helados aunque le rompiera el corazón. Que se buscara otra gelatería o que dedicara su verano a recorrer el país como hacen el resto de los turistas. Eso sí, a Massimo lo salvaban sus lindas jugadas en la plaza de Campo dei Fiori. A Tiffania le gustaba verlo de lejos sin que él supiera, como aficionada. A veces Massimo aparecía en la plaza con su hermano Enzo —los dos americanos de padre italiano y madre brasileña jugaban como nadie—, pero ella tenía un novio, un hombre con una Vespa y medio título universitario en la bolsa. Un hombre rasurado y sin residuos físicos ni intelectuales de la niñez.

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Como todas las veces, Massimo apareció en la gelatería cuando estaba vacía. Hacía tanto calor que toda Roma parecía querer helado y aún así llegó en el único instante de tregua en el pequeño local. Se recargó sobre el mostrador como si fuera suyo y como siempre ofrecía llevar a Tiffania a algún lado, al cine, a New York. También la había invitado a su penthouse en la vía Panisperna a mirar los horizontes de Roma. Se veía todo desde ahí, el Coliseo, el Quirinale, Piazza Venezia, el esto y lo otro. También la había invitado a conocer otras partes del mundo, el lindo Messico o la linda Indonesia, o el misterioso Giappone. Tiffania se reía y decía que iría al Giappone, Indonesia y Messico, pero no al cine, ni al penthouse.

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Esa tarde Massimo tomó la mano de Tiffania y mirándola a los ojos le dijo:

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—Tiffania, me haces sentir como las gaviotas nocturnas de Piazza Venezia.

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La mirada de Tiffania se hizo como el helado en el calor. No pudo contenerse y besó a Massimo lo que duran dos segundos enteros. Massimo buscó otro beso pero los labios de Tiffania ya no estaban.

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—Te puedo dar gelato. Chocolate. ¿Stracciatella?

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Una bola de rechazo y la otra de lástima, pensó ella.

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4 El destino de los imperios

Se fue caminando por la ciudad con el beso de Tiffania en la boca, la voz de Tiffania en sus oídos y un cono de chocolate en sus manos. Ni siquiera lo había probado. Quería conservar el esplendor del beso en sus labios, a costa de todo, como hacen los emperadores. Pero en una tarde así, la calurosa luz del día lo derretía todo. Del helado caían gotas cafés que manchaban sus manos, caían sobre esos tenis blancos que portaba sin calcetines. Se sentó en una banca cerca de los Foros Imperiales y miró como la sangre café de su gelato se derramaba por las calles de Roma. La grasa y el azúcar lo destruyen todo.

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El sol goloso y avaro brillaba sobre los restos del Imperio Romano. Le robó a Massimo el regalo de Tiffania. Massimo miró a su alrededor, miró los foros romanos derrumbados y los escombros de su helado. Tuvo por fin un pensamiento que le devolvió la sonrisa descarada de haber visto con toda claridad el destino de la vida. Todos los caminos llevan a Roma y en Roma todos los caminos llevan a las ruinas.

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ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas

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