Los desaparecidos de México; resistencias fílmicas

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Con documental o ficción, las realizadoras han tomado la iniciativa de retratar este abismo. Cintas como Tempestad y Sin señas particulares son testimonios de denuncia ante el terror

 

POR ADRIANA BELLAMY
En momentos de crisis profunda, las formas narrativas heredadas o conocidas hasta entonces parecen de pronto insuficientes para dar cuenta de sucesos trágicos, para intentar nombrar lo indecible como discernimiento de una atrocidad no anticipada o de aquello que tiene necesidad de mostrarse más allá de ciertos límites. Esto es algo que ya había reconocido Alain Resnais en sus primeros documentales-ensayo, como Guernica (1950) o Las estatuas también mueren (1950-53), mediante la búsqueda incesante de un montaje redentor capaz de cuestionar la mirada, el orden del discurso o las relaciones entre el acontecimiento, la imagen y la palabra. Se aspiraba a redireccionar la figura del cineasta en aras de contribuir desde la esfera del arte a crear otros criterios de lectura, de formación de un pensamiento distinto sobre la historia, colectiva y urgente. Eso es Noche y niebla (1955), documental imposible sobre Auschwitz, el exterminio sistemático y la rapacidad que, sin embargo, jamás se reduce a fórmulas descriptivas, dramáticas o cronológicas usuales. Resnais, mediante desvíos y entrecruzamientos, hace hablar al suceso, no en forma directa, sino al preguntarse por lo que no vemos o lo insoportable que puede ser el acto de mirar.

 

El caso Resnais nos obliga a pensar a qué formas recurre lo cinematográfico frente a al dilema de poner en escena lo irrepresentable, por ejemplo, cómo abordar el problema de las desapariciones en nuestro país y su alarmante escalada durante las últimas décadas. Fosas clandestinas, listas interminables de nombres, algunas veces sin rostro, sin materialidad, sólo vestigios de identidad de alguien que alguna vez transitó por el mundo. Se reduce la presencia de un ser querido al fragmento, a la parte, a una osamenta despojada sin saber la pertenencia o imaginar siquiera que aquello remite a una colección macabra de vidas extintas. Esta violencia latente, virulenta y extensiva que permea todas las capas de la sociedad, que marca a una nación, su historia y sus devenires reclama otras modalidades de la mirada, una práctica fílmica que subraye el excedente de la imagen y vaya en contra de la banalidad o de la noticia cruda. La creación entendida de este modo rebasa cualquier idea de vocación absoluta para instaurarse en la proyección de una cadena de imágenes y sonidos con fuerza propia, un proyecto del mirar/escuchar a conciencia.

 

Si bien esta ha sido una preocupación fundamental que ha marcado la producción mexicana en los últimos años con varios largos y cortometrajes que se ocupan de esta problemática, entre los rasgos más sobresalientes se encuentra la presencia mayoritaria de realizadoras dedicadas a explorar desde diversos posicionamientos el fenómeno de la desaparición. Basta mencionar algunos títulos clave que revelan un haz de temáticas, puntos de vista y una predominancia de historias con mujeres protagonistas: Señorita extraviada (2001), de Lourdes Portillo, Señas particulares (2007) Kenya Márquez; No sucumbió a la eternidad (2017), de Daniela Rea; Tempestad (2016), de Tatiana Huezo; Flor en Otomí (2012), de Luisa Riley; Volverte a ver (2020), de Carolina Corral Paredes; En el país de no pasa nada (2000), de María del Carmen de Lara; Retratos de una búsqueda (2014), de Alicia Calderón; Las desaparecidas (2017), de Astrid Domínguez Ortega, 43 y contando (2019), de Marina Morris Urruchurtu, Sin señas particulares (2020), de Fernanda Valadez, Noche de Fuego (2021), de Tatiana Huezo, La civil (2022), de Teodora Mihai, Ruido (2022), de Natalia Beristáin; Justicia para Diana (2022), de Paola Diana García Ruiz, entre muchas más. Ya sea en el terreno del documental o de la ficción y de la variedad estilística, lo cierto es que estas películas comparten una profunda incomodidad que se extiende de la mirada a la imagen, un efecto de sustracción por contraste entre la realidad circundante y la posibilidad de invocarla en pantalla, donde el cine se transforma en testimonio y testamento, un repertorio de huellas a través de las imágenes y sonoridades, a falta de algo más.

 

En lugar de vislumbrar en superficie, prefiero centrarme únicamente en algunos detalles de dos películas, Tempestad (2016) y Sin señas particulares (2020), que a mi parecer trabajan con las imágenes a la manera resnaisiana; un cine de mostración indirecta, de discurso tangencial que a través de sus mecanismos de creación exhibe cómo la historia ha sido calibrada por el poder en turno y a la vez permite recomponer otros relatos, ir contra la opacidad del registro y las cifras al deconstruir la narrativa oficial. Las dos películas cuestionan ese axioma sobre el qué debe contarse y cómo, al hablar no desde un centro sino desde las encrucijadas.

 

Tempestad  —película clave en la filmografía de Tatiana Huezo, pues gracias a ella ganó el Ariel a la “Mejor Dirección”— se estructura en torno a dos mujeres: Miriam, trabajadora del Área de Migración en el aeropuerto de Cancún, quien es falsamente acusada y encarcelada en Matamoros, y, una vez concluida la sentencia, emprende el viaje de regreso a su hogar en Tulum; y de Adela Alvarado, payasa en un circo ambulante que después del secuestro de su hija Mónica formará parte de la multitud de madres en busca de algún familiar desaparecido. Huezo trastoca las lógicas de lo documental, pues utiliza un diseño sonoro complejo, fundamentado en un abanico de posibilidades del relato en voz off para desmontar cualquier intención ilustrativa. Esto se observa en el inicio matriz del filme con pantalla en negro y un sonido analógico de rejas cerrándose, de ruidos de animales durante el anochecer, cuando de pronto irrumpe una voz femenina: “Todas las mujeres estaban dormidas, era de madrugada porque la cárcel estaba ya en silencio, tuve miedo porque no era normal que me hablaran en ese horario, pensé que venían por mí para llevarme al pozo de castigo”. Es la voz de Miriam que se mantendrá siempre sólo como eso, una voz, no encarnada o quizá parcialmente vista en una toma nadir mientras nada en un cenote en la secuencia final. Una voz que, como Adela, a quién sí vemos de manera frontal en fuente sonora identificable o en otras ocasiones fuera de campo, no ha elegido narrar su historia, sino ha sido elegida por las circunstancias. Impunidad, justicia, memoria y olvido, ejes resignificados por la escucha que moldea cada uno de los espacios del filme.

 

En Tempestad, documental dirigido por Tatiana Huezo, se aborda el crimen organizado y la falta de justicia en México a través de dos periplos.

 

En clave formal, la película se construye a partir de conjunciones de tiempo, irrupciones de pasado en el presente mediante remembranzas acústicas. Tempestad se erige bajo la figura constitutiva del sonido potencial: distinguimos en planos generales, algunas veces muy cerrados o en paisajes extensos, la organización de campos visuales vacíos de figuras humanas que, sin embargo, las contienen. Es un sonido que lejos de ser incidental remite a un tiempo otro, alterno, el lugar de lo no visible que estalla en toda su evocación sonora manifiesta: ya sea en el recuento terrible de la desaparición de la hija de Adela, en las hipótesis posibles sobre sus secuestradores y su alternancia con escenas cotidianas de la familia entera que trabaja en el circo, o en la enumeración terrible de Miriam sobre la práctica del chivo expiatorio, la corrupción dentro de las cárceles controladas por cárteles, el hacinamiento en habitaciones estrechas, la tortura cotidiana, la extorsión institucionalizada, mientras vemos diversos lugares que aunque no necesariamente correspondan con lo dicho, son precisamente espacios donde, como en muchas otras partes de nuestro país, todo eso sigue teniendo un lugar, un acontecer. El sonido entonces no sólo adquiere una función psicológica, sino también política y estética al apelar al imaginario del espectador (elemento que Huezo retoma de su película anterior El lugar más pequeño, 2011), imágenes de un pasado continuo, actualizado que nos siguen acompañando, al igual que a las víctimas y a sus familiares, en una repetición constante.

 

Estas “vistas del pasado”, como las llamaba Benveniste, son también exploradas desde la ficción en Sin señas particulares. La película comienza con un procedimiento al que recurre en varios momentos, emplazar la cámara en espacios interiores y utilizar ciertos objetos o estructuras de la arquitectura del lugar como marcos de ventanas, tablas, muros, para filmar el exterior, creando de este modo articulaciones de lo visible, así como una sensación de enclaustramiento generalizado. Así es la imagen nodal del filme, imagen recuerdo de Jesús, el hijo desaparecido de Magdalena, cuya eficacia radica también en el paisaje brumoso y la alternancia entre claridad y desenfoque. En esa secuencia, Jesús anuncia que se va hacia Arizona, en compañía de su amigo Rigo, donde el tío les ofrece trabajo. Las imágenes siguientes, en armonía de contracampos perfectos, revelan la despedida entre madre e hijo de la que sobresale un gran plano general de Magdalena perdida en la inmensidad de los campos, mientras ve a su hijo alejarse: “Se fueron una semana después, pero ya pasaron dos meses. Lo último que supimos es que iban a tomar un camión para ir a la frontera”. Voz en off también evocativa y reminiscente que, no obstante, funciona como sonido puente para la secuencia donde Magdalena y Chuya, la madre de Rigo, indagan en el ministerio público sobre el paradero de sus hijos.

 

Si Huezo desarrolla una serie de dis- yunciones, derivas entre las imágenes y los sonidos para reflexionar sobre el dolor y la pérdida, Valadez, quien trabaja el guion y la edición con Astrid Rondero, sistematiza una cadena de dinámicas entre lo que vemos y lo que no, un empleo de voces dislocadas, voces fuera de los cuerpos, con personajes tomados muchas veces de espaldas en contracampos cancelados, como si el diálogo ocurriera en otro espacio que no es explícito o como si hablaran para sí mismos.

 

Es también una película de travesías de orden distinto al de Tempestad, pues en este caso Magdalena encarna, al seguir las pistas del camino tomado por el hijo, la infatigable labor de todas las madres buscadoras, jamás tocadas por la desesperanza a pesar del cansancio infinito, el temor de perder la vida en esa labor o el escenario ubicuo de muerte y ausencias. Lo mismo sucede con Miguel, el migrante deportado que regresa a un hogar destruido, un pueblo fantasma desolado por los cárteles, y que se convierte en guía de Magdalena en la última parte del trayecto. En un momento de anagnórisis magistral, cuando Magdalena habla de su hijo, la voz de Miguel acompaña el movimiento de cámara que lo sigue desde atrás: “Todos nos parecemos de espaldas”. Imagen multiplicada que evidencia las rasgaduras entre dramaturgia y realidad, puesta en escena y registro documentado, pues los lugares por donde Magdalena y Miguel deambulan son los mismos por los que tantos, sin nombre, han pasado.

 

Oscilar entre la opacidad y el descubrimiento, entre visualidades embotadas por los distanciamientos/emplazamientos de la cámara, el desenfoque o la imagen a contraluz, como en el relato último sobre qué le ocurrió realmente a Jesús, su supervivencia al costo de transformarse en sicario prolonga el desamparo de una realidad que sólo puede abordarse en contornos, nunca de manera abierta y transparente. Se trata entonces del horror en el cine, pero no desde un cine de género y espectáculo, sino como un temor constitutivo de estar frente a lo intolerable, este cine que explora las fragmentaciones de una situación imaginaria para repensar la violencia intrínseca de cualquier intento de representación de la crueldad o la descomposición del edificio social, donde la destrucción de la vida, en su punto más vulnerable, trasciende la anomalía para convertirse en cotidianidad. Y en este punto, regreso a la preocupación esencial de Resnais con la que abre este ensayo, el desafío de filmar frente al abismo, la posición de la cineasta que trata de articular lo impensado, lo indecible sin caer en un artificio insalvable o en un simple afán exhibitorio. El cine es considerado entonces como máquina de denuncia, una fuerza estética que permite interrogar a las imágenes del mundo como alguna vez formuló Harun Farocki y, en una operación radical, incluir hasta la médula a ese espectador que cree, en forma desatinada, solamente mirar desde el otro lado de la pantalla.

 

 

 

FOTO: Sin señas particulares se estrenó en 2020; es la ópera prima de la directora Fernanda Valadez. La cinta aborda las desapariciones. /Especial

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