Los gritos de Francis Bacon

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Las figuras desgarradas que protagonizan la obra del pintor escocés sintetizan la angustia del alma y encuentran afinidad con los horrores del siglo XX que ponen de manifiesto las sombras de la condición humana

 

POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS 
Julio Cortázar no se equivoca al decir, en un texto que politiza con habilidad el tríptico Tres estudios para una crucifixión (1962) —y particularmente el panel de la derecha—, que Francis Bacon es un especialista en alaridos. Un vistazo a la labor potente e inquietante del pintor nacido en 1909 en Dublín y fallecido en 1992 en Madrid, donde estaba de visita con un joven amante español, basta para constatar que en el arte contemporáneo no existe ninguna otra obra que se haya empeñado con tal insistencia en capturar el dolor del hombre a través de una enorme y estremecedora cadena de gritos cuyos ecos se prolongan en el oído espiritual del espectador. El eslabón que dio inicio a esa cadena fue La matanza de los inocentes (1628-1629), el cuadro de Nicolas Poussin expuesto en el Museo Condé de Chantilly, la comuna a donde Bacon llegó en la primavera de 1927 —tenía apenas 17 años— para aprender francés y decorar pisos. El impacto que suscitó la angustia de la madre que en vano intenta defender a su bebé de la espada inclemente del soldado de Herodes fue tal que Bacon lo verbalizó así ante Franck Maubert durante las conversaciones reunidas bajo el título de El olor a sangre humana no se me quita de los ojos (2009): “Estuve mucho tiempo impresionado… El grito más bello de toda la pintura (…) (El grito de la mujer de Poussin) me hizo reflexionar: quise representar el mejor grito humano.” A la violenta epifanía que significó el encuentro —cabría decir choque— con La matanza de los inocentes se sumaron dos revelaciones posteriores: la exhibición Cien dibujos de Picasso, montada en la galería de Paul Rosenberg en París, entre junio y julio de 1927, y el hallazgo de la sección de carnicería de Harrods, los grandes almacenes de Londres, a donde el artista volvió en 1929 al cabo de su estadía primero en Berlín —la ciudad que le permitió entrar en contacto con la vida hedonista— y luego en Francia. Poussin, Picasso, Harrods: el arte se nutre siempre de nexos insólitos. “Me dije, mira, se podría hacer algo con todas esas cosas que te emocionan —relata Bacon a Maubert—. De vez en cuando hay algo que nace de ahí y se convierte en un material de trabajo.”

 

La emoción del pintor irlandés, que poco a poco cobró cuerpo como uno de los desgarramientos más intensos en la historia de la plástica, saltó a la tela en 1933 con la primera Crucifixión, uno de los escasos óleos que sobreviven del periodo 1929-1944, durante el que un Bacon frustrado y entregado al juego se dedicó a destruir su obra. Once años después, en 1944, la obsesión baconiana dio en el blanco con Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión, el primero de sus polémicos trípticos, que se expuso en la galería Lefèvre de Londres en abril de 1945 —unos meses antes del término de la Segunda Guerra Mundial— y despertó la estupefacción y la indignación de público y crítica. Inspirado tanto en las formas biomorfas de Pablo Picasso como en las Erinias que aparecen en la Orestíada de Esquilo, uno de los autores de cabecera del artista, este tríptico fue el aullido pictórico que inauguró la galería de bocas distendidas en las que se concentra todo el horror de ser carne: “Somos de carne, ¿no? Cuando voy a la carnicería siempre me sorprende no estar allí, en el sitio de los trozos de carne.” Emitidos sea por el papa Inocencio X o por los personajes del drama poético Sweeney Agonistes de T. S. Eliot, por cabezas que se antojan decapitadas o por figuras que protagonizan coitos salvajes, los gritos de Bacon se siguen y seguirán escuchando con una nitidez sobrecogedora.

 

El gran escritor británico J. G. Ballard llegó a decir que Bacon, quien sintetizó la angustia del alma moderna en la electricidad desprendida por los focos desnudos que presiden el grueso de sus cuadros trocados en cuartos de interrogatorio de la condición humana, “asumió nuestra complicidad en los horrores de mediados del siglo XX”. Si me dieran a elegir el óleo que más me intriga de la vasta producción baconiana, sin duda sería el Tríptico inspirado en el poema de T. S. Eliot Sweeney Agonistes, fechado en 1967 y perteneciente desde 1968 al Museo Hirshhorn de Washington, DC. Esa intriga aumentó en noviembre de 2008, cuando visité el museo en cuestión y no logré ver el Tríptico como había planeado porque era parte de la muestra itinerante inaugurada en septiembre de ese año en la Tate Britain de Londres. Me resigné a adquirir una postal que transmite tibiamente la potencia de esa imagen que me obsesiona desde tiempo atrás.

 

El Tríptico se basa en el primer drama poético de T. S. Eliot, publicado en forma inconclusa en 1932 y representado por primera vez en Londres en 1934, aunque Bacon —se dice— pudo haberlo conocido en 1926-1927, cuando la revista The Criterion lo desplegó en dos de sus números. A finales de la primavera de 1927, el artista comenzaba su estancia iniciática en París, donde permanecería hasta 1928; ahí, como ya se dijo, entró en contacto con La masacre de los inocentes, el cuadro de Poussin que lo marcaría a fuego con su alarido silencioso aunque ensordecedor: “Para Bacon —recuerda su biógrafo Michael Peppiatt— el grito significaba una liberación de las tensiones y se convirtió en el epicentro de su pintura.” Peppiatt también dice que, en su primera estadía parisina, Bacon abordaba a menudo el Train Bleu, el expreso nocturno que entre 1922 y 1938 transportó pasajeros célebres y pudientes entre Calais y la Riviera francesa y que inspiró no sólo el ballet homónimo de 1924, ideado por Serguéi Diáguilev con argumento de Jean Cocteau y vestuario de Coco Chanel, sino una novela de Agatha Christie (El misterio del tren azul, 1928) y una colección de relatos de Pierre Boileau y Thomas Narcejac (Le train bleu s’arrête 13 fois, 1966) que fue adaptada por René Wheeler para una teleserie. Como otras “huellas de la memoria” que imprimiría de modo semiconsciente en sus lienzos, Bacon llevó el tren que “conocía muy bien por dentro” al panel central del Tríptico basado en Sweeney Agonistes.

 

Este panel es el más perturbador. Los otros dos están ocupados por criaturas salidas de los versos eliotianos: a la izquierda vemos a las prostitutas Doris y Dusty —el nuevo disfraz, por qué no, de las Erinias a las que Orestes alude en el epígrafe de Las coéforas que abre Sweeney Agonistes—; a la derecha hay tres individuos, uno de los cuales se refleja en un espejo hablando por teléfono y podría ser Sweeney, el hombre hueco que surge en varios poemas de Eliot, o incluso el propio Eliot, con sus gafas características y su peinado con raya maniáticamente delimitada. En el núcleo del Tríptico, no obstante, la presencia humana brilla por su ausencia: queda una explosión de ropa ensangrentada que amenaza rebosar el cubículo a donde la noche se filtra por la ventanilla que evoca los delirios cromáticos de Mark Rothko; “hasta el neceser, con los minúsculos dientes de la cremallera perversamente entreabiertos —abunda Peppiatt—, se derrama con energía demoniaca”. La imagen, que sugiere una oscura violencia ya consumada, es la transfiguración de un famoso crimen sin resolver ocurrido en la segunda mitad de los años 20, justo cuando Bacon se hallaba en París: un compartimiento del Tren Azul apareció lleno de sangre pero nunca se localizó un cadáver. La intriga que me despierta el Tríptico se acentúa con la falta de información sobre el asesinato que sigue y seguirá cometiéndose en su panel central, sin dejar más pistas que un amasijo de ropa, un neceser diabólico y una ventana vuelta hocico insomne. Desde hace tiempo, así pues, me dedico a viajar mentalmente en el Tren Azul, luchando por desentrañar el caso del cadáver desertor, acompañado por un Watson que se reduce a la enigmática anotación del Diario de Nathaniel Hawthorne fechada el 16 de octubre de 1850: “Un rayo de sol que busca una antigua mancha de sangre en una habitación vacía.”

 

Aunque sin llegar a los extremos del compositor francés Erik Satie, que en 27 años —de 1898 a julio de 1925, fecha de su muerte por cirrosis— impidió que incluso la gente más próxima entrara en su departamento ubicado en el número 22 de la Rue Cauchy en el suburbio parisino de Arcueil-Cachan, Bacon también privilegió la soledad creativa. Para constatarlo, a partir de la década de los 50 rara vez invitó a alguien a posar para sus devaneos cromáticos: “Sólo pinto personas que conozco muy bien —decía—. Cuando no están conmigo, uso fotografías para recordar y no para copiar.” Situado en el primer piso de una modesta casa que ocupaba el número 7 de Reece Mews, en el barrio londinense de South Kensington, el estudio de 32 metros cuadrados en el que Bacon trabajó del otoño de 1961 hasta su muerte por infarto en abril de 1992 es la prueba fidedigna de que la reclusión rinde frutos notables. En ese espacio gobernado por un caos que ganó celebridad, y que contrastaba con el orden de las habitaciones propiamente dichas —una cocina-baño y una sala-dormitorio— ubicadas en el mismo piso, el pintor favorito del cineasta estadounidense David Lynch produjo varios de los cuadros que lo consagraron como una de las figuras señeras del arte del siglo XX.

 

Mi primer contacto con el famoso estudio fue a través de El amor es el diablo, exploración del romance patológico entre Bacon (interpretado por Derek Jacobi) y George Dyer (interpretado por Daniel Craig), el ladrón de poca monta al que el pintor conoció no mucho después de mudarse a Reece Mews y que moriría por una sobredosis de drogas y alcohol en 1971, en la víspera de la retrospectiva baconiana organizada en el Grand Palais de París. Pese a que se niega a mostrar obra terminada, el filme dirigido por John Maybury —excolaborador de Derek Jarman— consigue transmitir el ambiente de ebullición y manía creativa que imperaba en el estudio. Ahí están, entre otros fetiches, el caballete colocado bajo el enorme tragaluz para aprovechar al máximo la luminosidad matutina, los focos desnudos que presiden como dioses en miniatura buena parte de la producción de Bacon, el gran espejo circular que dominaba la pared oriental, la máscara mortuoria de William Blake que solía hallarse en la sala-dormitorio.

 

La película de Maybury data de 1998. En agosto de ese año, y con el apoyo de Brian Clarke, único albacea de The Estate of Francis Bacon, John Edwards, compañero y heredero del pintor, donó el estudio que permanecía desocupado desde abril de 1992 a la Hugh Lane Municipal Gallery of Modern Art con sede en Parnell Square North, en el norte de Dublín, cuna del artista: “Un pequeño rincón de South Kensington trasladado a Irlanda —declaró Edwards—. Miles de papeles, libros, fotos y cortinas podridas: todo en Dublín. Creo que él habría estallado en carcajadas.” Ayudado por minuciosos alzamientos y registros fotográficos y encabezado por Edmund O’Donovan y Mary McGrath, un equipo de arqueólogos y curadores se entregó entonces a una de las tareas más titánicas de que se tiene noticia en el mundo del arte contemporáneo: mudar un hábitat creativo de un país a otro, cuidando hasta el polvo acumulado con el tiempo. (“Me gusta el polvo. Lo uso como pastel”, decía Bacon.)

 

El resultado, expuesto en el área trasera de la Hugh Lane Gallery, corta literalmente la respiración. Las cifras resultan abrumadoras: siete mil quinientos artículos en total, repartidos —entre otras— en las siguientes categorías:

 

*Más de mil 500 fotografías; la gente retratada se circunscribe básicamente al círculo cercano a Bacon.

 

*2 mil materiales de trabajo, muchos de los cuales no se utilizaban desde principios de los años sesenta.

 

*Más de 70 obras en papel, incluyendo dibujos preparatorios —pese a que, a partir de 1962, Bacon negó hacer esquemas previos a sus pinturas— e intervenciones en diarios, revistas, páginas de libros y fotos.

 

*Notas manuscritas.

 

*100 telas rasgadas; alrededor de 60 miden 35.5 x 30.5, el formato empleado en los retratos.

 

*Más de 570 libros y mil 300 páginas arrancadas. Los temas de los libros: historia del arte, cine, fotografía, historia y política, deportes, fenómenos sobrenaturales, fauna silvestre y medicina.

 

Mi segundo contacto con el estudio del pintor fue en octubre de 2003, cuando viajé a Dublín por primera vez y, a instancias del amigo con quien me hospedaba, acudí a la Hugh Lane Gallery. Sobra decir que el impacto que me causó la visita sepultó con creces la memoria del espacio captado por El amor es el diablo: me hallaba ante el verdadero sanctasanctórum, convertido en espía de una intimidad creativa protegida por cristales como si se tratara de un invernáculo. A través de la puerta entreabierta, salpicada de colores al igual que los muros ya que Bacon no acostumbraba usar paleta; a través de las dos ventanas y de las mirillas practicadas en una pared, atisbé el interior. Ahí estaba todo: el caballete, el tragaluz, los focos desnudos, el gran espejo manchado de toxinas pictóricas, la anarquía vuelta hogar. Me alejé perturbado, creyendo que en cualquier instante Francis Bacon entraría en su refugio para mirarme a los ojos y decirme: “Me siento en casa en este caos porque el caos me sugiere imágenes.”

 

FOTO: Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión, Francis Bacon (1962)/ Guggenheim Bilbao

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