Los hijos de Ariel exportan populismo

Jun 4 • Reflexiones • 1803 Views • No hay comentarios en Los hijos de Ariel exportan populismo

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
Con un solo párrafo doy comienzo a mi aproximación a Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina (Taurus, 2022), de Carlos Granés, uno de los libros decisivos entre los que han aparecido entre nosotros a lo largo del siglo XXI. La conclusión de Granés no es nueva; sí lo es su vigor enciclopédico para respaldarla.

 

Dice el antropólogo bogotano nacido en 1975 que dos izquierdistas argentinos, el exdiputado Cooke y su esposa, la poeta Eguren, “viajaron en 1960 a Cuba para unir formalmente las causas del castrismo y del peronismo”, argumentando “la compatibilidad de ambos movimientos: ambos defendían el nacionalismo y el antiimperialismo, ambos tenían una vocación popular, y no había un argentino que odiara tanto a los yanquis como Perón”, quien buscó asilo con los fascistas hispanófilos como Stroessner y Pérez Jiménez. Finalmente lo acogió el propio Franco, aunque sus ideas eran más propias de Castro. “Ambos abogaban por la descolonización, identificaban la patria con el pueblo y la revolución, y al colonialismo con la oligarquía. Habían surgido en este lado de la historia, el de allá, en el que una semilla nacionalista podía germinar fascismos, americanismos o populismos. Cooke también se dio cuenta de que ahora lo que defendía la derecha lo podía defender con mayor efectividad la izquierda. La matriz era la misma, no había nada original. Fue tal su convencimiento y persistencia que consiguió algo sorprendente: Castro invitó a Perón, en 1962, a instalarse en Cuba. Al caudillo populista, que estaba asilado en la España franquista, la idea le pareció un disparate” (pp. 350-351).

 

Esa identidad, cada día menos secreta y cada vez más impúdica de los contrarios, en la medida en que hemos ido entrando en la presente centuria, la del populismo, es la materia principal, aunque no la única, de Delirio americano, de Granés. Perón y Castro estaban condenados a entenderse porque apareció, con el guevarismo, una eficaz correa de transmisión y debido a su condición fraterna como arielistas. Eran hijos del Ariel (1900), del uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), quien popularizó una tesis ya entonces vieja pero al parecer inmortal, que presentaba a la latinidad americana como depositaria de los valores espirituales negados por el utilitarismo ciego y vil de los Estados Unidos, por su civilización mercantil.

 

Acaso el principal yerro en la tarea de Granés está en no ser lo suficientemente enfático al decir que, empezando en Francia y llegando con rapidez hasta Moscú, el nacimiento de los Estados Unidos, en todo el orbe, generó “arielismos” bastante similares al americano, aunque fuesen de origen parisino o eslavófilo. Nuestro “delirio” fue (y sigue siendo) parte de una pandemia, pero agravado (y mucho) por la vecindad, con la nueva y muy voraz potencia, de las repúblicas nacidas del naufragio del Imperio español en 1821. En los primeros textos de Stendhal, hacia 1826, la caricatura de lo estadounidense ya estaba constituida casi a la perfección; por esas mismas fechas, la corte de Nicolás I, el zar antidecembrista, se ufanaba en defender a la Santa Rusia de vientos aún más remotos y siniestros que los soplados por la Revolución francesa.

 

Pero fechando Delirio americano entre las muertes de José Martí y Fidel Castro, entre 1895 y 2016, Granés prohíja un formidable nudo dramático para dar fin y principio a su vasto ensayo de averiguación. Así, el arielismo latinoamericano ha sido de derechas, hispanófilo y católico, conservador, hitleriano o mussoliniano y anticomunista, lo mismo que de izquierdas, enamorado de 1789, afrancesado, indigenista, protestante, francmasón o agnóstico, bolcheviquizante, materialista histórico-dialéctico y hasta comunista.

 

El arielismo siempre es antiyanqui, nunca es liberal y sólo es democrático cuando le conviene serlo para asaltar las instituciones del Estado y perpetuarse, mediante elecciones rutinarias, simbólicas o fraudulentas. Falta de escribirse la otra historia, mostrenca aunque heroica, de nuestro liberalismo.

 

A lo largo de los años 60, al general Perón le empezó a parecer menos disparatada la invitación de Castro y vio, primero con perplejidad y luego con alborozo, que a sus jóvenes izquierdistas les daba igual su pasado de “pederasta pronazi”, como lo llama Granés. Se constituyeron como Montoneros e hicieron del peronismo una guerrilla nacionalista y guevarista para acompañar el regreso “socialista” del general en 1973. Perón, empero, tenía otros datos. Discípulo de Mussolini y padre universal del populismo, hizo masacrar a los Montoneros en el aeropuerto de Ezeiza. Al morir, su segunda viuda, Isabel Martínez de Perón, armó a la Triple A con el propósito de liquidar a las guerrillas. En 1976, mediante golpe crudelísimo, los militares la relevaron en su misión genocida. Duplicidad endiablada, sin pausa ni fatiga, la del populismo.

 

Del multitudinario elenco convocado en Delirio americano destaca, sin duda, Perón porque es la figura más plástica en aquello en que Granés
es ya un experto: en mostrar el trasvase de los gestos de la vanguardia artística (o del espectáculo en general) a la política-política, signo de nuestros tiempos gracias a Perón, monstruoso espécimen fundador, “una mezcla de Krishnamurti y de Rodolfo Valentino, un conductor capaz de seducir al electorado con causas espirituales y el carisma de un actor de teatro” (p. 165), para lo cual la complicidad de Evita le fue indispensable, tal cual lo previó un literato, Artl, en Los siete locos (1929).

 

Desde entonces, todos los caudillos populistas, unos más, otros menos, civiles o militares, atractivos o sombríos, han sido a la vez actores y predicadores, estrellas del melodrama dedicadas a la multiplicación de los peces. Tras leer Delirio americano queda claro: en aquello de izquierdas y derechas, el orden de los factores no altera el producto populista. En ese cálculo diferencial, los poetas fueron decisivos. Piénsese sólo en uno de ellos, en el cura nicaragüense Cardenal, quien de la Falange al sandinismo, pasando por el pacifismo hippie, vivió lo suficiente como para morir, atosigado por el dictador en turno —casi siempre un antiguo camarada— y pidiendo el santo viático de la democracia más o menos liberal. El primero en solicitarlo había sido, contrito, Huidobro.

 

El arielismo, inventado como una modesta proposición de volver a lo griego, según entiendo a Carlos Granés, provocó en América Latina, durante décadas y décadas, un delirio artístico y filosófico que trajo bonanzas transitorias, dictaduras eternas, terror ideológico, miseria interminable siempre provocada, según ese guion, por el Calibán estadounidense, causa y pretexto de las desventuras de nuestros Arieles. Pero ni Perón ni Castro se imaginaron que pasado el año 2000, un universitario español, el episódico Pablo Iglesias (ya no son necesarios los brechtianos héroes de tiempo completo), se aparecería proponiéndose latinoamericanizar Europa con el populismo.

 

FOTO: José Enrique Rodó es también autor de El mirador de Próspero (1913)/ Biblioteca Nacional de Uruguay

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