Los otros y los unos Oscares
En un panorama fílmico predecible, destacan las producciones de culto: el documental animado Flee, que retrata la vida de un refugiado afgano; El alpinista, que sigue la fascinación de un escalador por montañas escarpadas y congeladas; y Drive my car, que narra el drama interno de un chofer que perdió a su familia de manera trágica
POR JORGE AYALA BLANCO
Entre lo predecible y lo improbable, como decir entre lo seguro y el relleno. Impulsada por el delirio de una reconquista del interés espectacular y de un rating mediático que ha descendido hasta en un 80 por ciento respecto al de hace siete años prepandémicos-prestreaming, la ceremonia de la entrega de los Oscares de este titubeante pero catastrófico 2022 no promete sorpresas ni decepciones, ni sobresaltos ni entusiasmos desbordados, marcada por la experiencia y el adocenamiento de 94 rituales en un Hollywood planetario tambaleante e híbrido hacia la prolongada defunción por hoy tan imposible como su perennidad, su redención aligerada (ocho estatuillas despectivamente consideradas ínfimas fuera de la transmisión-show) y su resurrección de ave fénix maltrecha y sólo autoexcitante.
Entre lo predecible y lo improbable, o sea, entre las cintas vaticinadoramente premiables (puntualmente comentadas en estas páginas: El poder del perro de Jane Campion, Belfast de Kenneth Branagh o El callejón de las almas perdidas de Guillermo del Toro), y las semignoradas o disminuidas con designio impremiable en definitiva, salvo por azar objetivo de última hora, con algún premiecillo de consolación o ni eso: Duna: parte uno, la menos hipnótica cinta fantástica de Denis Villeneuve pero cabeza de una autorregenerativa saga prometida aparatosa e interminable; Amor sin barreras de Steven Spielberg, bombástica relectura contextualizada, naturalista y lóbrega de un milagro musical donde ahora clon rima con dron; Coda de Sian Heder, el complaciente refrito de pena ajena de la conmovedora comedia francesa La familia Bélier (Lartigau 14); Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson, la neoépica amorosa que rompe con la tiranía del sexismo de edad y afirma, jovial y atropellante, la disparidad de edades como una irónica posibilidad sentimental: la paradoja de una madurez viril a los 15 años y una inmadurez femenina a los 25 (¿podría ser al contrario?) legítima y viable; Rey Richard: una familia ganadora de Reinaldo Marcus Green, el atemperadamente sacarinoso homenaje de edificante Día del Padre a un entrenador de tenistas superestrellas; o No mires arriba de Adan McKay, la declarativa parábola didáctica y alarmista en estrepitosa denuncia obviota al manipulador ocultamiento informativo por encima de otros sojuzgados pornopoderes en lucha por una aniquiladora hegemonía absoluta, o así.
Pero, como de costumbre, algo relevante es también haber llamado la atención acerca de valiosísimos filmes nominados en categorías consideradas de segunda importancia, como la mejor película documental o la mejor película internacional, o por excepción alguna revalorada película estadounidense minimizada a la hora de su estreno, obras varias de ellas que de otro modo acaso nunca se hubieran propuesto a la atención de un público masivo mundial, ni a la de muchos amantes del cine de arte siempre minoritarios y desconfiados, como sigue.
El martirio migrante. En Flee (Flugt, Dinamarca-Noruega-Suecia-Francia-EU-RU-España-Italia, 2021), estrujante filme de dibujos animados para adultos del danés de 40 años Jonas Poher Rasmussen, con guion suyo y de Amín Nawabi, el traumatizadísimo académico afgano gay en Princeton formado aunque con su comprensiva pareja masculina en Copenhague residente Amín confiesa ante un cineasta-psicoterapeuta y en varias dolorosas etapas su precoz atracción desde los cuatro años hacia karatecas como Van Damme contraria al islamismo, pero sobre todo la desaparición policial de su padre comunista en Kabul a manos de los muyahidines y el prolongado y penoso itinerario que debió sufrir al lado de su sacrificada familia para llegar a Europa tras la salida de los soviéticos de Afganistán, como pasto de corruptos policías y tratantes rusos, a fatigoso pie por las fronteras o bajo la cubierta anegada de un carguero zozobrante, devuelto varias veces a una prisión domiciliaria en Moscú para ver durante meses retrógradas telenovelas mexicanas o dejado a solas y a la deriva en algún aeropuerto turco, obligado por consejo de sus protectores-explotadores a guardar un irremisible silencio eterno sobre ese martirio migrante.
El martirio migrante sostiene con intensidad apabullante un extraño tono narrativo que sitúa sus vicisitudes funestas entre el distanciado filo de la ejecutoria expositiva y la inconsolable lamentación perenne, entre la acre frialdad fatalista da los hechos evocados y el asombro de una sensación de ligereza tenuemente satírica, entre las florituras de una amalgama de imágenes virtuosísticamente procedentes de muy dispares soportes tecnológicos (dibujos posdisneyanos o tipo manga, bosquejos dinámicos, impactantes planos de archivo documental) y una rocambolesca sucesión de fatalidades o desgracias padecidas por el protagonista tendido sobre un abigarrado tapete oriental (a semejanza de la textura múltiple de la cinta en sí) bajo la fuerza opresiva de una cámara que vuelca y dispersa su denunciadora solidaridad sobre peripecias estragadoramente vividas y sensiblemente filmadas, sin caer jamás en la vil compasión banalizadora.
Y el martirio migrante se da el lujo de concluir con la insólita contemplación de un campestre idilio gay hipercivilizado, a la vez restañador de heridas, paradisiaco, y sin embargo para siempre envenenado.
El ascenso imposible. En El alpinista (The Alpinist, EU, 2021), apasionante documental desbordado del estadounidense de 47 años Peter Mortimer y su exacto equivalente canadiense Nick Rosen, intenta desentrañar brillantemente en vano el misterio del alpinismo extremo, siguiendo y registrando con cámaras diminutas, en vivo y en directo, a lo largo de tres años, las épicas proezas temerarias aunque en el total anonimato del discreto escalador canadiense veinteañero Marc-André Leclerc, entregado cual vagabundo apenas con patrocinio a las fascinantes ascensiones de los picos escarpados y glaciales más desafiantes, célebres, codiciados e inasequibles del continente, en solitario, a golpe de piolet y clavando las puntas en sus zapatos sobre la roca o el hielo, produciendo insólitas imágenes abismales, de continuo y hasta el paradójico hartazgo, pero elaborando además un retrato amoroso de ese chavo sencillo sin apenas formación escolar por un precoz déficit de atención, a través de la lúcida admiración rendida sin reservas por sus colegas profesionales, y de su relación de pareja con una desglamourizada chava (Brette Harrington también decisiva fotógrafa de apoyo) sin atributo mayor que la de ser el perfecto alter ego del alpinista indómito del ascenso imposible.
El ascenso imposible se tiene tácitamente prohibido mostrar o aludir siquiera el descenso de las cimas, quizá por su intrínseco anticlímax, pero sin duda tan riesgoso o más que la realización de esas hazañas cuya autoconsciencia jamás parecían abandonar al artífice de ellas, quien la noche anterior a cada una se agasajaba muy deliberada y merecidamente con una cena de condenado a muerte, estuviese en la punta de la Patagonia o en medio de las tempestuosas montañas de Alaska donde cierta inaccesible soga divisada desde un helicóptero buscador indicaría que una avalancha lo sepultó finalmente al lado de un amigo.
Y el ascenso imposible culmina con el ceremonial testimonio luctuoso al micrófono de la inteligente madre mesera que nunca se opuso a los deseos y las ansias prohibidas de su hijo (1994-2018), permitiéndole el goce subversivo y la plenitud de una existencia en el límite tan larga e intensa como él mismo se la propiciaría.
El dolor contenido. En Drive My Car (Doraibu mai kâ, Japón, 2021), sutil opus 10 del también documentalista nipón de 43 años Ryusuke Hanimaguchi, con guion suyo de Takamasa Oe basado en una narración del recuento Hombres sin mujeres de Haruki Murakami, el atormentado tardocuarentón director de teatro experimental multilingüe (incluyendo lengua de señas coreanas) y pluricultural Kafuku (Hidetoshi Nishijima) acepta montar una pieza chejoviana en Hiroshima sin haber superado aún la muerte reciente de su esposa infiel por naturaleza ni jamás la de una hijita de cuatro años, él mismo nombra y debe soportar como protagonista a un bello explosivo asesino examante de la difunta adorada, entra en crisis y poco a poco se acerca emocionalmente a la hermética joven chofer obligatoria Misaki (Toko Miura) que le han asignado, tiene los mismos 23 años que su hija fallecida, con quien termina viajando a una isla para acabar enfrentando juntos solidariamente sus lastrantes dramas personales y su dolor contenido.
El dolor contenido se estructura soterrada y tersamente a lo largo de tres sensitivas horas sobre varios poderosos ejes temáticos en paralelo: la paradoja del comediante que debe remover su interior con cada línea de diálogo y sobrevivir a ello, un hábil paralelo con los irremisibles pero finalmente asumidos estados depresivos del clásico realista El tío Vania ensayados y sufridos in extenso, los prolongados trabajos de duelo como anímicas barreras tan indistinguibles cuan infranqueables, la inteligente felicidad plácida e inasequibles de quienes parecían los más desfavorecidos, el fatalismo de la edad que consume el tiempo creando coincidencias identitarias deseadas e indeseadas, la transferencia de la culpa que es autovictimación, y una volcada profesión de impotencia casi masoquista sobre las imposibilidades propias a fin de cuentas intercambiables.
Y el dolor contenido simula romper con la diafanidad imaginaria de su escritura fílmica al desembocar en un pandémico final enigmático en falso con Misaki asimilada, que sólo es elíptico y conciliador de semejanzas.
Y aunque sí gane o no gane la mejor, y sin dejar de disfrutar la grotecidad de ver una misma película nominada como tal para dos o tres categorías fundamentales y mutuamente excluyentes: la desarmante Drive My Car para mejor película extranjera y mejor película a secas, o la formidable Flee para mejor película extranjera, mejor documental y mejor película de animación.
FOTO: Drive my car, inspirada en una obra del escritor Haruki Murakami/ Especial
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