Los que se van y los que se quedan

Nov 18 • destacamos, Ficciones, principales • 1773 Views • No hay comentarios en Los que se van y los que se quedan

 

Por cortesía de Alianza Editorial, presentamos un fragmento de la nueva novela de la escritora iraní Parinoush Saniee, quien se presentará en la FIL Guadalajara el próximo 27 de noviembre

 

POR PARINOUSH SANIEE
El suelo huía bajo mis ojos. Los escasos árboles parecían avanzar conmigo, mientras que, a lo lejos, las montañas de color púrpura permanecían totalmente inmóviles. La voz del tío Mohsen me sobresaltó.

 

—¿Qué estás mirando?

 

¿Cuándo había entrado en mi compartimento?

 

—La naturaleza, el paisaje, el mundo. Quiero ver cómo son desde el otro lado.

 

—¿Cómo? ¿Crees que son diferentes?

 

—¡No! La tierra tiene el mismo color, los árboles y el río también, incluso las montañas. Todo es igual. Por lo menos de momento. Tal vez cambie en función del tiempo que haga.

 

—¿De verdad creías que todo iba a cambiar en cuanto cruzásemos la frontera?

 

—Todo no. Pero, de todas formas, algo ha cambiado. ¿Tú no has notado nada?

 

—¿El qué? ¿Otras especies de árboles?

 

—¡No! Soy yo. Algo ha cambiado en mí. Puede que el mundo sea más o menos igual en todas partes, seguramente más hermoso en algunos lugares que en otros. Pero yo me siento diferente. Mi lugar está allí, no aquí. Aunque estoy deseando descubrirlo todo, noto una especie de distancia. Aquí solo soy una observadora. No sé cómo explicártelo. Me miró sorprendido y sus labios esbozaron involuntariamente una sonrisa sarcástica.

 

—¡Tienes unas cosas! Estás muy seria, querida sobrina. Olvida todo eso. Solo son clichés que te han metido en la cabeza. Tampoco tienes nada tuyo al otro lado de la frontera.

 

—¿Sentir que perteneces a un lugar no significa nada para ti?

 

—No. Todo lo que sé es que habría sido mejor nacer en otro lugar y no aquí —refunfuñó—. Y en tu caso mucho más. Miré el rostro arrugado que tanto quería, a pesar de la expresión de inquietud y cansancio que nunca lo abandonaba. Mi mirada directa lo turbó y le hizo arrepentirse de sus palabras. Alzó la voz para cambiar de tema. Agitando las manos, declamó en tono teatral:

 

Sa’adi, es bueno amar a la patria.
Pero, ¿debo morir de pena
por haber nacido aquí?¹

 

Giramos la cabeza cuando oímos la voz de la abuela:

 

—Dokhi, mi reina, ¿podrías darme un vaso de agua, por favor?

 

El tío Mohsen puso una mano en el hombro de la abuela.

 

—Buenos días, mamá. ¿Qué tal estás?

 

—Voy tirando. Pero estaba tan nerviosa que no pegué ojo en toda la noche. Fíjate que tu pobre sobrina se pasó la noche en vela por mi culpa.

 

Me miró con cariño mientras se acomodaba en el asiento.

 

—Que Dios te bendiga —dijo, tomando el vaso de agua que le tendía.

 

—No es nada, abuela. Solo cumplo con mi deber.

 

—¿Tu deber? ¿Qué deber, mi cielo? Ninguno de mis nietos me cuida como tú.

 

—Porque tus otros nietos tienen padres. Pero, como tú me has criado, me debo más a ti que ellos.

 

El tío Mohsen se sentó a su lado.

 

—¿Qué te preocupa, mamá? Hemos cumplido todos tus deseos. No querías volar, y hemos cogido el tren. Querías que todos estuviéramos aquí, y no falta nadie. Querías que trajésemos recuerdos y regalos, y lo hemos hecho. Entonces, ¿qué te preocupa?

 

—Sé que lo habéis hecho todo a pedir de boca, pero no puedo evitarlo. Tengo los nervios a flor de piel. Y me dan palpitaciones cuando pienso que esta noche volveré a ver a todos mis hijos. Es como estar asomada al abismo. Llevo veintiocho años esperando este día. No he hecho más que pensar en este momento, preparándome para él, ensayando todo lo que le diré a cada uno de ellos. En mi mente los he abrazado, me he extasiado con su perfume y los he besado tantas veces que apenas puedo creer que esta vez sea de verdad. Mi emoción es tan grande que me pregunto si podré soportarlo. Tengo miedo de morir antes de volver a verlos. ¿Y si me da un infarto? Tu pobre padre se llevó con él a la tumba el sueño de volver a verlos algún día.

 

Se le quebró la voz y se enjugó las lágrimas que le resbalaban por el rabillo del ojo.

 

—Mamá, por favor, no empieces.

 

La puerta del compartimento se abrió. La tía Maryam entrócon su eterna sonrisa, sujetando el vuelo del chador para evitar que quedase enganchado en la puerta.

 

—Buenos días, mamá, ¿estás despierta?

 

—No sabría decirte. Es culpa de la niebla mental. Mi mente se acelera en cuanto intento dormir y no logro descansar. Y, cuando me despierto, siento como si estuviera soñando. Y vosotros, ¿habéis dormido algo?

 

—Hamidi se quedó como un tronco nada más apoyar la cabeza en la almohada. En cuanto a Somayeh y a Meysam, con tanto trajín estaban muertos de cansancio y han dormido a pierna suelta. Por mi parte, estoy tan emocionada por volver a verlos a todos que tampoco he pegado ojo.

 

—Te entiendo muy bien.

 

La tía Maryam y el tío Mohsen intercambiaron una mirada. Sentados a ambos lados de la abuela, trataban de animarla. Maryam pasó un brazo alrededor del cuello de su madre y dijo con una sonrisa:

 

—Sé sincera, mamá, ¿a quién has echado más de menos?

 

—¡Eso ni se pregunta! —se adelantó el tío Mohsen, encogiéndose de hombros—. ¿A quién va a ser? ¡Al médico! ¡A Mohammad! O, como decía papá, al príncipe heredero. Sobre todo, porque es al que no ve desde hace más tiempo. ¿Cuánto, por cierto?

 

—Treinta años.

 

Maryam fingió sorpresa.

 

—¿Treinta años? Pero si volvió a Irán dos veces… ¿Cuánto tiempo hace que se fue?

 

—Treinta y cinco años. Y, tienes razón, solo volvió dos veces en todo ese tiempo: en 1973 y en 1976.

 

—¡Qué memoria! ¿Y te quejas de envejecer? ¡Qué envidia! A mí se me olvida todo, mientras que tú, ¡anda que no tienes fechas grabadas en la memoria!

 

—Son las más importantes de mi vida. ¿Cómo iba a olvidarlas? Es como los cumpleaños de mis hijos o el día de mi boda. Pero estas son las fechas de la separación. De la primera separación. Recuerdo con exactitud el día y la hora en que Mohammad se fue, llevándose un trozo de mí. Todavía era joven y mis otros hijos me mantenían muy ocupada. Tenía muchas responsabilidades, así que no me quedó más remedio que hacer de tripas corazón y seguir adelante con la vida. Pero nunca superé la pena.
—Por supuesto —intervino Mohsen con voz temblorosa—. Mohammad era la niña de tus ojos.

 

—Todos vosotros sois la niña de mis ojos. Habría preferido que ninguno de vosotros me hubiese dejado nunca.

 

—Pues ya ves, mamá, soy el único al que has conseguido retener.

 

—Tu padre también quería mandarte fuera. Su intención era que te marchases tan pronto como Mohammad pudiera sufragar sus propios gastos escolares. Pero, mientras tanto, te admitieron en la universidad en Irán y hubiera sido una pena dejar tus estudios a medias. Lo discutimos con Mohammad y decidimos que te irías al extranjero para hacer el posgrado.

 

—Yo creo que al que más echa de menos mamá es a Mehdi —intervino Maryam—. Después de todo, es el benjamín de la familia.

 

Levanté la vista de mi diario: ¡Pobre tía Mahnaz! Parece que nadie se acuerda de ella. Será porque solo lleva veintisiete años fuera.

 

La abuela no pudo contener un hondo suspiro.

 

—¡Qué queréis que os diga! ¡Por quién empezar, si los extraño tanto a todos! Es como preguntarme qué parte de mi corazón está más rota.

 

—¡Mamá, por favor, para! —se impacientó Maryam girándose—. Antes de este viaje, eras la viva imagen de la contención. Siempre he admirado tu sentido común, tu paciencia y tu fe. Supuse que habías aceptado esa separación, que te habías resignado. Pero, desde que empezamos a organizar este reencuentro, no pareces tú misma. No comes, no duermes. Has adelgazado. Te consume la ansiedad. ¿Qué le ha pasado a mi tranquila y razonable madre?

 

Dirigiendo los ojos inquietos hacia la ventana, la mirada de la abuela se perdió en la lejanía. Su voz era firme y apacible:

 

 

—Mirad ese río. Su destino es desembocar en el mar. Si construimos una presa en su curso, se transformará en lago. Se quedará quieto hasta que encuentre una grieta en el hormigón. ¿Creéis que entonces el agua acumulada detrás del embalse se vaciará silenciosa y pacíficamente? ¡No! Bramará y rugirá. No soportará ese obstáculo ni un minuto más. Empujará con todas sus fuerzas hasta destruir la presa. Se transformará en crecida incontrolable, arrasando todo a su paso. Mientras pensaba que no volvería a ver a mis hijos, me mantuve tan tranquila como un lago. Aparentemente. Pero, ahora que sé que la presa ha reventado, no puedo contener los sentimientos que he estado reprimiendo durante todos estos años. Se ha abierto una brecha y deseo con todas mis fuerzas que esta separación termine. No me pidáis más paciencia. Con Habib se agotaron todas mis reservas de paciencia.

 

Mi abuela, que fue profesora de literatura durante muchos años, es una mina de metáforas, refranes, poemas y anécdotas. Sus discursos sentenciosos siempre me irritan, aunque no sepa muy bien por qué. Me puse de pie.

 

—Tío, ¿puedo ir a tumbarme en tu compartimento mientras charlas con la abuela?

 

—Por supuesto. No hay nadie. Están todos en el vagón restaurante. ¿Qué llevas en la mano?

 

—Mi diario. He decidido escribir todo lo que sucede en este viaje. Así lo recordaré siempre.

 

—¿Y de qué te servirá eso?

 

—No lo sé. Simplemente me apetece hacerlo.

 

Salí de nuestro compartimento y entré en el del tío Mohsen. Las literas estaban deshechas y las sábanas arrugadas. Me tumbé en la de arriba. Me embargaba la tristeza, pero ellos no lo entendían. Nadie entiende lo doloroso que puede ser no tener recuerdos. Quiero grabarlo todo, registrar todos los acontecimientos exactamente como se producen. Sin olvidar su aroma y la sensación del momento. Por eso me paso el tiempo garabateando mi diario o tomando mentalmente notas que luego transcribo. Mi mano se adormece. Me pesan los párpados. Será mejor que duerma un poco.

 

 

 

1. Saadi Shirazi, eximio poeta persa del siglo XIII.

 

 

 

FOTO: La escritora Parinoush Saniee (Teherán, 1949) obtuvo el Premio Bocaccio a la mejor novela extranjera en Italia. Crédito de imagen: Eva Peñuela vía Editorial Alianza

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