Los sonidos acariciadores
La música es esencial en la obra de Pascal Quignard; en Todas las mañanas del mundo nos enseña su trascendencia como elemento espiritual
POR BENJAMÍN BARAJAS
La literatura y la música han estado vinculadas desde la génesis de ambas expresiones artísticas. El teatro griego se hacía acompañar del canto y de los instrumentos musicales en sus representaciones, y la poesía era inseparable del arte de Apolo en los recitales y banquetes de la aristocracia ateniense; de hecho, el género de la poesía lírica sólo se entendía mediante el acompañamiento de la lira.
Aristóteles consideraba que el centro de gravedad de la épica, el teatro y la poesía ditirámbica era la poiesis o creación y estas artes tenían como objetivo representar las imitaciones de la naturaleza y de los hombres, a través de la acción, mientras que la música reproducía el ritmo, la melodía y la armonía y, al ser una expresión de las pasiones, servía para configurar los estados de ánimo de las personas. Aristóteles no elaboró una teoría de la música, pero valoró su utilidad; en La política la recomienda para divertir, aliviar las tensiones y purificar el alma de los oyentes.
La reflexión sobre las cualidades artísticas se intensifica durante el movimiento ilustrado del siglo XVIII. A Rousseau le correspondió elaborar el apartado de la música en La enciclopedia de Diderot; ahí la define como el “arte de combinar los sonidos de una manera agradable al oído”, a lo cual se agregará después la alternancia de los sonidos y el silencio, con base en los principios de melodía, armonía y ritmo.
Más tarde, Hegel supone que la música trasciende la materialidad del lenguaje verbal para ser expresión genuina del alma; con ello se afianza la autonomía de un arte que representa la imaginación mediante la distribución de sonidos, colores y sentimientos en un espacio sonoro, lo cual le confiere, según Schopenhauer, la categoría de un verdadero lenguaje universal, en oposición a Pitágoras y Leibniz, quienes veían en la música el resultado de un ejercicio matemático.
En este contexto, el punto de intersección entre las artes pudiera ser la imagen (la imaginación) y el ritmo. El lenguaje literario y poético es, por esencia, rítmico y así lo demostró Octavio Paz en El Arco y la lira. Desde luego, otro vínculo entre la literatura y la música se encuentra en el tratamiento de los temas.
Es el caso de la novela de Pascal Quignard, Todas las mañanas del mundo (Galaxia Gutenberg, traducción de Esther Benítez, 2023), una verdadera obra maestra del lenguaje verbal que recrea las vivencias del viejo Sainte Colombe quien, al morir su esposa, se encierra en un ambiente de soledad, pesadumbre y silencio, apenas perturbado por los sonidos que convoca su instrumento musical.
La intriga de la obra gira en torno a las ideas estéticas de Sainte Colombe; para él, la música no debe ser una vana reproducción de sonidos para deleite del público ignorante de los palacios de la nobleza. Se niega a halagar los oídos de Luis XIV y rechaza sus invitaciones para integrarse, como músico de cámara, en su corte. Recluido, prefiere convocar los espíritus supremos con los acordes de su viola y, añorando a su esposa, en las noches frías de invierno, suele darse placer con las manos.
Sainte Colombe representa al creador incapaz de traducir a otro código que no sea el sonido, los enigmas de su arte. Es casi un discapacitado verbal, un albatros que solo alcanza la grandeza en las alturas, espacio donde escucha los secretos enigmas de la creación.
FOTO: Pascal Quignard fue una de las figuras destacadas de la FIL Guadalajara 2023. /Archivo