Los sueños son emociones

Abr 21 • Lecturas, Miradas • 4453 Views • No hay comentarios en Los sueños son emociones

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Solenoide, la novela más reciente del escritor rumano Mircea Cartarescu, reconocido recientemente con el Premio Formentor 2018 por el conjunto de su obra, es un relato en el que descubre cómo la memoria y la historia son laberintos en para entrever el universo y los mecanismos del alma

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POR CLAUDINA DOMINGO

Solenoide, la novela más reciente del autor rumano Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956), se puede leer como un ensayo narrativo en torno de la literatura fantástica y la poesía moderna lírica —el personaje principal que habla en primera persona se encuentra, único y solitario, enmarañado en bellas visiones que lo atormentan—, pero también como una autobiografía improbable.

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Esta lectura de autobiografía desmesurada es la que más me interesa: alrededor de “hechos” que el lector acepta sin mayor contratiempo (el escritor-narrador que da clases en una escuela de educación básica y que conoce a una mujer con la que mantiene una relación erótica mientras intenta recuperar de entre los recuerdos de su infancia algunos misteriosos sucesos y que anuncia desde el principio que en lugar de intentar escribir una novela relatará lo que ha vivido) se van sobreponiendo, en los 51 capítulos, una serie de “fenómenos” que guardan relación con el sueño y con la alucinación, pero que son percibidos por los sentidos y las emociones del narrador-personaje de manera tan nítida, exuberante y minuciosa que, en algún rincón infantil, el lector comienza a preguntarse qué habría de malo si en un universo paralelo, desapegado de la conciencia adulta, estos fenómenos pudieran ser reales.

Mircea Cartarescu, Solenoide, Madrid, Impedimenta, 2017, 795 pp.

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En ese sentido, Cartarescu escribe una literatura infantil para adultos, por decirlo de alguna manera. El asombro al que apela el autor es un asombro que no ha sido condenado por la conciencia real del mundo, sino el de la barroca imaginación infantil dispuesta a creer antes que a exigir evidencias. El recurso de la metaficción, en este caso una metaficción fantástica, contribuye al suspenso de la novela como narración: existe la tentación en la lectura de diferenciar lo real de lo imaginario o lo soñado o de saber “qué le pasa” al personaje-Cartarescu que ha descubierto un mapa ulterior de su ciudad natal: el mapa formado por los solenoides, uno de los cuales tiene él bajo su cuidado en la enorme casa que ha pedido a sus padres que le compren.

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Solenoide (Impedimenta, 2017) comienza con un hecho improbable narrado en primera persona con una prolijidad descriptiva que termina por revestirlo de verosimilitud: el escritor se retira del ombligo, con el paso de los días, los restos de la soga para embalar con que le anudaron el cordón umbilical al nacer. Este comienzo es también el leit-motiv de la novela: Solenoide es el viaje fantástico de un ser hacia su origen: la memoria y la historia son laberintos que ayudan —o no— al principal propósito: entrever el universo, alcanzar el éxtasis de conocimiento (el narrador es un lector voraz) de los mecanismos del alma (no como metáfora sino como realidad física): el engranaje en que los cuerpos se unen con una realidad más vasta y universal que se desliza entre lo que parecieran alucinaciones.

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Esta universalidad es la ambición literaria de Cartarescu: todo es demasiado terrible e inútil si sólo ocurre en la vida de un ser, más todavía, todo es demasiado terrible e inútil si lo que le ocurre a ese ser es portentoso en sus formas pero permanece oculto a la mirada de los demás. Erudito no sólo en el terreno literario, Cartarescu contribuye con la historia a la creación imaginística de los solenoides: desarrolla así la biografía fantástica del muy real Nicolás Vaschide (1874-1907), psicólogo rumano interesado en los sueños y la telepatía al que le adjudica la creación (quizá también real) de varias mujeres nacidas casi de la nada, cada una más bella que su madre. Pero es el gran interés de Vaschide lo que lo hace merecer su lugar en Solenoide, pues como dice Cartarescu: “Si no existieran los sueños jamás habríamos sabido que tenemos alma. El mundo real, concreto, tangible, sería lo único que existe, el único sueño permitido, y en tanto que único, incapaz de reconocerse a sí mismo como sueño”.

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El sueño, por otro lado, tiene su doble o su fantasma en el recuerdo infantil, aquello que como adultos recordamos que ocurrió, pero de lo cual no existen evidencias: ni son los recuerdos tangibles de la edad adulta ni nadie nos acompaña en esa historiografía. Así, los recuerdos de infancia que guían y atormentan al narrador son misterios a los que nadie tiene acceso, salvo él; si acaso existen vestigios de evidencia, éstos yacen ensombrecidos por la traición del mundo adulto, en especial, por la traición de la madre. ¿Qué pasó en el consultorio médico desde el que se veían las estrellas y al que fue llevado el niño con engaños? ¿Qué fue del gemelo, extraviado en la muy temprana infancia? ¿Quién lo observa —y lo elige— a través de una ventana, entre una multitud de niños que suben y bajan por un andamio? En otros momentos, Cartarescu ha explorado estas obsesiones de la infancia, sobre todo en sus ensayos personales contenidos en El ojo castaño de nuestro amor, donde discurre, entre otros temas, sobre su vida civil en la Rumania comunista y el asombroso hermano extraviado. Es en sus relatos, sobre todo en “REM”, donde el autor también vuelca parte de su obsesión onírica: allí también aparecen esqueletos inmensos, que quizá nos recuerden que la humanidad fue alguna vez menos frágil y menos breve. Este amor atormentado por una, diríamos en México, raza cósmica, es uno de los rasgos más finos y entrañables de la escritura de Cartarescu y, sobre todo, de Solenoide. Los personajes, alucinados, soñados o reales, que deambulan por la novela, viven la angustia de saber que salvarse a sí mismos, a su alma individual, representa no sólo la salvación de la especie sino el retorno a un origen que se sospecha inmortal. Por eso hay mujeres y hombres que protestan contra las enfermedades, el dolor y el tiempo en los cementerios; por eso existe el erudito que además de vender la casa con el solenoide al narrador ha encontrado en la civilización de los ácaros un mundo parecido al humano, que también merece un Jesucristo redentor; por eso los niños que “juegan” en la fábrica —y que tienen acceso a arcanos perdidos para la mente adulta— ocultan los secretos que el narrador ha hallado. Esta necesidad de salvar el alma universal en la vida de cada uno lleva al profesor a preguntar a su novia: si una casa se estuviera incendiando y sólo pudieras sacar una cosa, ¿qué rescatarías: la obra de arte o al bebé? ¿Y si el bebé fuera Hitler?

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Quizá el misterio más grande de Solenoide no radica sólo en la función ulterior de los solenoides (en apariencia únicamente lúdicos), sino en el papel necesario pero transitorio del sufrimiento. Bajo Bucarest, decadente desde su nacimiento, una red viva, como un molusco, se alimenta del sufrimiento que tiene lugar en la superficie. Este sufrimiento ha sido necesario, pero no lo será siempre. En ese sentido, Cartarescu es un autor incluso premoderno: tiene esperanzas en la humanidad y las canta sin pudor. Quizá el sueño —los sueños— a los que tiene acceso como si fuera una pileta siempre rebosante, le indican caminos menos truculentos para la creación, pues, como el narrador dice, los sueños, más que visiones, son emociones.

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Mircea Cartarescu, Solenoide, Impedimenta, 2017, 795 pp.

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Foto: EFE

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