“Los valientes están solos”; adelanto editorial
En 1992, el juez italiano Giovanni Falcone, quien intentó desmantelar la mafia Cosa Nostra, fue asesinado junto con su esposa mientras viajaba por carretera a Palermo. Una bomba hizo estallar sus cuerpos. Esta nueva novela que publica Anagrama reconstruye las dudas, miedos y fracasos que enfrentó Falcone; un retrato que detalla la red de poder y corrupción entre las organizaciones delictivas y las instituciones. El libro llegará a México en marzo. Este es un fragmento exclusivo
POR ROBERTO SAVIANO
FUEGO
Corleone, 1943
Una explosión sacude la tierra y no quedan más que escombros y cuerpos destrozados.
Parecía que ya hubiera pasado todo, que el diablo hubiera guardado su potente tambor, que los silbidos, las explosiones y los destrozos de la guerra hubieran abandonado el camino del cielo; que al menos de arriba no llovía más metal. En el transcurso del verano cesaron también los bombardeos. ¿Qué ha sido entonces? ¿Por qué los crucifijos cuelgan de pronto torcidos de los clavos de la pared?
En la calle Rua del Piano ha ocurrido una desgracia. La casa de Giovanni y de su familia ha desaparecido. Algunas personas miran con horror los escombros y las llamas, y tratan de ver lo que hay detrás de la nube de humo. De pie, entre los escombros, está el joven Salvatore, que ha sobrevivido. También Gaetano, su hermano, ha sobrevivido y se retuerce en el suelo, cubierto de sangre. Los demás varones de la familia han muerto.
Hasta ahora, las desgracias parecían lejos de Corleone. Aquí se trabaja, se reza y se tiene familia.
Tan plácido es el sueño de esta tierra que los forasteros que vienen por un motivo o por otro la pisan con cuidado por miedo a que de pronto despierte, los terrones rebullan y, en medio de la brisa suave y cálida que sopla por los campos, una voz burlona salga de lo profundo y resuene sobre sus cabezas: “¿De verdad creíais, pobres ilusos, que esta tierra dormía?”.
Aquí la tierra despierta mucho antes que el sol. Empieza a respirar cuando aún es de noche. Se despereza, desentumece sus miembros. Parece incluso que bostece, que su aliento caliente se eleve perezosamente por encima de los campos de frutales.
Y, con la tierra, despiertan también los hombres.
Esta mañana, con el sol aún tibio, Giovanni montó a sus tres hijos varones en el carro. La mula echó a andar, cansina, calle Rua del Piano adelante y, con el rumor de los cascos, los tres muchachos volvieron a dormirse, mientras Giovanni, mirando al frente y llevando las riendas, pensaba en el día que le esperaba. Según el carro dejaba atrás las casas bajas y grises, el campo iba extendiéndose a un lado y a otro, más allá de la barrera invisible que forman las iglesias que rodean Corleone: San Miguel Arcángel, San Bernardo, San Nicolás, San Leoluca, Virgen de las Gracias, Santa María Magdalena, María Santísima Anunciada, San Juan Evangelista y de nuevo San Miguel Arcángel. Si las uniéramos, formarían una muralla. Sin contar las que hay dentro del pueblo. Si a veces falta espacio para las personas, en las camas desvencijadas de estas casuchas en las que a menudo viven familias enteras, con perros, cerdos y gallinas, nunca falta para los santos: cuelgan de los cabezales de las camas, de las paredes, se reflejan en los armarios y en los cristales de los aparadores.
Giovanni tiene tres hectáreas de tierra repartidas entre los términos de Marabino, Frattina, San Cristoforo y Mazzadiana. Es poco, pero le basta. Todas estas tierras pertenecieron antaño a varias familias señoriales que presumían de poder ir a Palermo sin salir de sus propiedades. Y era verdad. No sorprende que hoy, en un campo lleno de ovejas, algarrobos, olivos y algún que otro. viñedo —todo propiedad de un solo amo, y de otro antes que él, y así sucesivamente—, en una tierra de míseros braceros y arrendatarios, de capataces, de perros que se comen a otros perros para no morir de hambre, no sorprende que poseer tres hectáreas de tierra y comer una vez al día se considere una fortuna.
Giovanni es, a su manera, un hombre afortunado. Entre los pliegues de su rostro, curtido por el sol tras cuarenta y seis años cociéndose a fuego vivo, se esconde algún adarme de gratitud. Algo ha conseguido, después de pasarse la vida trabajando en el campo y con los brazos doloridos por la noche. No recuerda día en el que no se haya partido el lomo y, a veces, se lo partía a otros: los carabineros de Corleone lo tienen fichado como “sujeto capaz de causar daño a personas y patrimonios ajenos”.
Lo que Giovanni y sus tres hijos, Salvatore, Gaetano y Francesco, fueron a buscar esta mañana no es patrimonio ajeno. Son dones del cielo, por así decirlo. Bombas americanas. Hierro, pólvora, metal que puedan usar, vender y trocar por otras cosas. Enjambres de cazabombarderos pasaron zumbando por el cielo de Sicilia y depositaron entre los terrones una puesta de huevos de dragón. Y ahora, para quien sabe verlos, esos huevos brillan al sol medio enterrados en los campos.
Después de inspeccionar los alrededores de Corleone, encontraron algo: una bomba made in USA y un obús.
Salvatore, al que llaman Totò, tiene doce años. Es el mayor y el más robusto de los hermanos, aunque no llega al metro sesenta. Necesitaron su fuerza para cargar la bomba y el obús en el carro.
—¡Despacio! ¡Despacio, que explotan!
—¡Tú! —le gritó Totò a Gaetano, que se había quedado de rodillas en la plataforma del carro—. ¡Ayuda!
Gaetano y Francesco metieron la bomba y el obús en sendos sacos de tela mientras Giovanni miraba con el alma en vilo.
—¡Cuidado! ¡Que no explote! ¡Que saltamos en pedazos! —De pronto el obús se salió del saco y rodó hasta el fondo del carro—.
¡Ay! —A Giovanni se le pusieron los pelos de punta—. ¡Cuidado os digo! —Los muchachos lo miraron con terror: no temían tanto saltar por los aires como que la mano fuerte y callosa del padre se abatiera sobre ellos—. ¡Bastante tuvimos con las hogueras del día de san Lucas! Volvamos sanos y salvos. ¡Arre!
Y así, con la carga dispuesta y el obús y la bomba acomodados sobre un montoncito de paja para que no rebotaran, todos los varones de la familia se dirigieron a casa cuando ya era media tarde. Les llevó una hora, a paso de mula, volver a ver aquel grupo de casuchas campesinas, grises todas, cubiertas de tejas desportilladas y llenas de santos, crucifijos y plegarias no escuchadas.
Gaetano miraba al frente y hablaba con su padre de que a la mañana siguiente tenían que labrar el terreno de Mazzadiana. Francesco era el único que dormitaba en el camino de vuelta, con los dos artefactos entre los pies. Totò no decía nada. Miraba el cielo, se mordía las uñas. Cuando llegaron a Corleone, le soltó un pescozón al pequeño.
Se bajaron del carro en la esquina de la calle Rua del Piano con la de Ravenna, Giovanni extendió una tela en el suelo, cogió la bomba y la colocó encima. Quería desactivarla allí mismo, en la calle, en la puerta de casa.
Se inclinó sobre el artefacto. Dos viejas que pasaban por la calle Ravenna lo vieron de espaldas ante lo que parecía un torpedo. Trasteaba con aquello como hacía muchas otras cosas: arreglar las tablas del carro, ordeñar las ovejas, coger habas. Solo que ahora jugaba con setenta kilos de explosivo a la puerta de las casas de unos cuantos miles de almas que habían visto ya muchas desgracias. Las viejas miraron a los tres pobres chavales, que se habían sentado en un muro y veían a su padre trabajar. Totò respondió con un guiño, orgulloso de su padre, que desafiaba a la muerte y sabía ordeñarla, quitarle las piezas una a una y convertirlas en dinero.
Giovanni tardó poco en desactivar la bomba. Podría revenderla. A quién, no importaba. Bastaba con que pagaran; después, que hicieran lo que quisieran. Metal, piezas, pólvora: estas bombas de los americanos son como los cerdos. No tienen desperdicio. Son mejores que las trufas y más fáciles de encontrar. Eso sí, pueden explotar.
Pero Giovanni tenía cierta experiencia con las trufas de acero. En unos segundos quitó las espoletas de la boquilla y de la cola: no sabía ni para qué servían, pero sabía cómo desenroscarlas. Ahora la bomba era inofensiva.
El obús también era inofensivo. Tenía una grieta en la punta y no contenía pólvora. Giovanni y los muchachos le dieron varias vueltas, vieron que estaba vacío. Aprovecharían el hierro.
Parecía tan inofensivo que Giovanni les dijo a sus hijos que lo pasaran a la casa, a aquella casa que era mitad establo mitad iglesia, con animales siempre en medio.
Las mujeres no estaban. Maria Concetta había salido a un recado con la hija mayor, Caterina, y la más pequeña, Arcangela. Iban por una de las callejuelas del pueblo, a paso lento y cansado, porque Maria Concetta está de ocho meses y tiene una barriga del tamaño de tres sandías. Así que no vieron cómo Giovanni cogía una piedra, entraba en la casa y daba un golpe seco, decidido, en la punta del proyectil. Pero los varones sí lo vieron. Estaban allí, detrás del padre, cuando el obús explotó con un enorme estruendo y las llamas envolvieron la casa.
Ahora Totò no reconoce el cuerpo de su padre. Hace un momento estaba de pie, murmuraba algo, sus brazos fuertes se movían en el aire, sus dedos nudosos asían una piedra, y ahora hay trozos de él esparcidos por todas partes, por las paredes y el suelo de aquella casa reventada. Y el pequeño Francesco ha corrido la misma suerte. Gaetano yace por tierra y se retuerce. Esquirlas de hierro le han penetrado en la pierna derecha, lo han herido en la cara y el cuello.
Solo Totò sigue de pie, sin un rasguño, en medio de aquel infierno de fuego y destrucción. Él es ahora el cabeza de familia: el único hombre de la familia Riina que ha salido ileso.
Las llamas bailan a su alrededor, pero no lo tocan.
Entre las personas que se han congregado en la calle, en medio de llantos y gritos desesperados, alguien exclama que es un milagro.
EL AGUAFIESTAS
Palermo, 1982
¿Por qué tiene que ser hoy distinto de ayer?
Esto va preguntándose el director de la caja de ahorros cuando entra en el bar Miracoli, que está justo enfrente del banco, y el dueño lo saluda sonriendo y moviendo la cabeza. El de la barra también lo saluda.
—Director.
Se quita el sombrero, lo deja en la barra y espera el café y el cruasán de siempre, que le traen en tiempo récord acompañados de un vaso de agua con gas. El director inclina la cabeza y los observa, los examina. Los juzga.
El café es decente. El cruasán, también. Si no estuviera recién sacado del horno, no sería gran cosa, pero está bien calentito y el balance es, pues, positivo. Siempre se alegra de ver un balance positivo, sea de sus cuentacorrentistas, sea de sí mismo.
Así, mientras muerde el cruasán y saborea los granos de azúcar que se le deshacen en la lengua, el director encuentra la respuesta a su pregunta. Hoy no tiene por qué ser distinto de ayer.
El director se pone el sombrero y sale del bar. Cruza la plaza con la mirada gacha y haciendo oscilar la cartera de piel que lleva en la mano derecha.
Cuando llega al lado oeste de la plaza, donde está el edificio de la caja de ahorros de Sicilcassa, de principios del siglo xx y con unas arcadas que le dan un aire pretencioso, el director juega a un juego que repite más o menos igual todas las mañanas. A saber, trata de calcular la diferencia en centímetros que hay entre los pasos que da hoy para entrar y los que dio ayer. Hasta el día improbable en que alcance la perfección y pise exactamente donde pisó el día anterior, nunca sabrá la diferencia. Pero, para él, los juegos funcionan siempre que nadie gane.
Y, sin embargo, hoy es distinto. Cuando franquea la puerta y sigue adelante con los ojos bajos, nota algunas miradas indiscretas. Se siente observado. A unos metros de su despacho ve a dos hombres con uniforme que hablan con la secretaria. Uno de ellos apoya el codo en la mesa y sonríe. Pero, en cuanto lo ven, se ponen serios y se levantan. El compañero del que apoyaba el codo en la mesa le da un sobre sin decir nada.
—Señor director —dice la secretaria—, los agentes traen un…
—Un requerimiento del juzgado —la interrumpe el más bajo de los dos, que sigue muy serio.
El director coge el sobre. Mira a la secretaria y mira a los agentes. Quiere sonreír, pero le sale una mueca extraña.
—¿Y se puede saber qué es?
—Eso preguntaba yo, pero… —dice la mujer.
—Pues eso, una carta del juzgado de instrucción.
—Ya… Pero ¿qué es? —pregunta de nuevo el director, aunque sabe perfectamente lo que es. Tenía que ocurrir tarde o temprano; albergaba la débil, mas no desdeñable esperanza de que no ocurriera. Hoy esa esperanza se ha truncado.
—Léala usted. Nosotros solo se la traemos. Y firme aquí, por favor. El director firma. Los dos agentes, que tienen ambos cuenta corriente en Sicilcassa, le dan la mano, hacen ademán de descubrirse y se alejan por el pasillo. Los taconazos resuenan y el director y la secretaria se miran, dubitativos.
El director entra en su despacho, se quita el sombrero y lo cuelga de la percha que hay detrás de la puerta. Se sienta a la mesa y, con el abrecartas, abre el sobre. Observa la hoja doblada, le da vueltas como hacen los jugadores con los naipes. La mima, le da unos golpecitos con los dedos como si quisiera amansarla, consciente de que esa hoja marcará su futuro y seguramente el de quienes le sucedan.
Las manos le tiemblan un poco.
Por fin se decide.
Es una carta concisa. Pese a ello, emplea unos minutos en leerla y releerla. En cierto sentido, lo tranquiliza que le haya ocurrido también. La amenaza, dicen, solo existe mientras gravita. Desde este momento ya solo existe un problema:
El Juzgado de Instrucción del Tribunal de Palermo, a efectos de la investigación que está llevando a cabo, le insta a facilitar al juez instructor Giovanni Falcone, abajo firmante, a la mayor brevedad posible, la lista de todas las operaciones de cambio de divisa extranjera efectuadas por la entidad de crédito que usted dirige desde enero de 1975 hasta hoy.
El director deja la carta sobre la maciza mesa de caoba y se vuelve a la ventana. También hoy, el sol matutino ilumina el amplio despacho que da a la plaza. Coge el teléfono de la derecha —hay otro a la izquierda— y pulsa una tecla.
—Llama al director del Banco de Sicilia. —Tras unos minutos de espera con la mirada perdida y rascándose la barbilla, suena el teléfono. La secretaria le pasa al colega—. Acaba de llegarme.
—Bienvenido al club.
Cuelga sin decir nada y sigue con la mirada perdida. Permanece así más de un cuarto de hora, solo. Nadie entra en el despacho, los empleados saben que a primera hora no hay que molestarlo si no es por algo urgente, porque a esa hora repasa la prensa.
Al final, cuando ya parece que puede olvidarse del asunto al menos durante un par de horas, suena el teléfono.
—Es el director de la Caja Rural y de Artesanos que pregunta…
—Ya, ya, pásamelo.
—¿Te ha llegado también? —le pregunta enseguida. También le ha llegado. Parece que la fiscalía de Palermo ha enviado otra tanda de cartas. Ya tendrían que haber recibido una todos los bancos. La voz del colega suena tensa como la suya, muy distinta de la voz relajada que tiene los jueves por la noche, cuando quedan para echar la partida de cartas.
Parece que, desgraciadamente, hoy será distinto de ayer.
A la mañana siguiente hay un extraño ajetreo ante el Palacio de Justicia, el Palazzaccio, como se llama despectivamente en Italia a los tribunales, especialmente al de Palermo, que tiene su sede en un edificio de mármol y cemento, de fachada austera e interiores desnudos, y de pilares enormes. Como a nadie le gusta que lo lleven a los tribunales, es un nombre más que justificado.
El ajetreo es extraño no porque los que van y vienen vistan distinto —llevan también traje oscuro, corbata, maletín—, sino porque no son los abogados, magistrados, ujieres y secretarios habituales.
Hay coches lujosos aparcados en la puerta. Los chóferes, de pie, apoyados en los vehículos, esperan a que salgan los hombres de negocios a los que han llevado hasta allí.
De pronto se oye un golpe, seguido de una serie de gruñidos, que llama la atención de los transeúntes. En torno a un coche de cristales ahumados se ha formado un corro de chóferes que usan el capó como si fuera una mesa de juego. Uno de ellos acaba de arrojar sobre él un as de bastos, con gran descontento de los demás.
Aún falta para que salgan los hombres a los que han llevado.
Los chóferes no saben qué pasa ni cuánto tiempo tendrán que esperar, pero el hecho de que estén allí no presagia nada bueno. O por lo menos nada que vaya a despacharse rápido.
La mayoría de sus jefes son directores de banco, pero también hay algún político local más o menos conocido. Salvo los asiduos del tribunal, nadie que los viera por los pasillos conocería la diferencia.
FOTO: El escritor y periodista italiano Roberto Saviano ha sido intimidado por la mafia italiana en múltiples ocasiones.
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