Luis Nishizawa: testimonio de una vocación
POR ANTONIO ESPINOZA
“Soy un ser que pinta por necesidad, que […] entró tarde a la academia, despreocupado por adherirme a tal o cual tendencia. Un hombre que ha hecho lo que ha podido, de la mejor manera. La preparación académica me permitió abordar prácticamente todos los géneros. No creo que mi obra vaya a trascender, pero es el testimonio de una vocación. Si trasciende, qué bien, de lo contrario me sucederá como a otros pintores que no son de vanguardia, pero su obra permanece”, contó Luis Nishizawa a Miguel Ángel Quemain, según se consigna en el texto “Luis Nishizawa: Mi pintura, testimonio de una vocación”, en Época, núm. 1, 10 de junio de 1991, p. 71). Este ser que pintaba por “necesidad” y creía que su obra no iba a trascender, falleció el pasado 29 de septiembre a los 96 años de edad. Pero contrario a lo que pensaba, este autor nos dejó una obra (“testimonio de una vocación”) de gran valor y trascendencia en el contexto del viejo nacionalismo artístico.
De padre japonés y madre mexicana, Luis Nishizawa Flores nació en San Mateo Ixtacalco, Estado de México, el 2 de febrero de 1918. Realizó estudios en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM entre 1942 y 1946, donde fue asistente de los pintores Julio Castellanos, José Chávez Morado y Alfredo Zalce. Fundó en 1949, con Chávez Morado, el Taller de Integración Plástica. En 1951 presentó su primera exposición individual, en el Salón de la Plástica Mexicana, iniciando así su vida profesional. Cuatro años después, en 1955, comenzó su labor docente en la escuela donde estudió, actividad que le permitió influir en la formación de varias generaciones de artistas mexicanos. En 1952 participó en la magna Exposición de Arte Mexicano que el INBA presentó en Londres, París y Estocolmo. A partir de entonces participó en numerosas exposiciones tanto en México como en el extranjero. En 1980 el Palacio de Bellas Artes acogió una importante retrospectiva de su obra.
Cuando Luis Nishizawa inició su carrera artística a principios de los años cincuenta, las políticas culturales oficialistas buscaban promover nuevos talentos, que se sumaran al arte nacionalista de herencia académica y continuaran con las premisas de la llamada Escuela Mexicana de Pintura. De la mano de sus maestros, Nishizawa se asumió desde un principio como un heredero de la tradición nacionalista y, aun cuando en algún momento (1960) experimentó con la abstracción, retomó la figuración realista que fue el sello distintivo de su obra. Trabajó prácticamente todas las disciplinas del quehacer artístico: pintura, escultura, mural, dibujo, grabado, cerámica. Sus temas: paisajes, retratos, naturalezas muertas, escenas de la vida cotidiana. Su gran aportación al muralismo fue la introducción del uso de la cerámica. Su primera obra con esta técnica se llama: Un canto a la vida (1969) y la realizó en el edificio del Seguro Social en la ciudad de Celaya, Guanajuato. Otra importante obra mural de cerámica la ejecutó en Keisei, Japón, en 1981.
Luis Nishizawa fue siempre reconocido como uno de los principales paisajistas mexicanos. Desde muy temprana edad, estuvo en estrecho contacto con el paisaje pues nació en una hacienda mexiquense: “no tuve más amigos que la lluvia y toda la naturaleza”, dijo en una ocasión. Fue heredero de la tradición paisajista que inició en el siglo XIX con los artistas viajeros (Egerton, Linati, Nebel, Rugendas), Eugenio Landesio, José María Velasco y Joaquín Clausell. Su obra paisajística ocupa un lugar de honor, junto a la de otros notables pintores del siglo XX como el Dr. Atl (Gerardo Murillo), José Chávez Morado, Manuel Echauri, Manuel Herrera Cartalla, Nicolás Moreno, Pablo O’Higgins y Feliciano Peña. Al igual que los autores mencionados, Nishizawa rindió culto a la naturaleza en su obra, la recreó y la reinventó, rescatando un espacio y un tiempo, negando la fugacidad de la vida.
La verdad es que Luis Nishizawa encontró en el paisaje su motivo mayor. Sus grandes virtudes como pintor —dibujo preciso, apropiación del gestualismo oriental y su sensibilidad cromática, experimentación de texturas— adquirieron en su obra paisajística su expresión más acabada. Desde sus primeros paisajes, realizados en los años cuarenta, se nota su dominio de los principios académicos que le permiten lograr composiciones armónicas, tanto en el manejo de los planos como en la perspectiva. Con el tiempo, el maestro se alejó del minucioso verismo académico, aunque siempre prevaleció en él la idea de captar el realismo de la naturaleza, vinculándolo con un toque poético.
Sobre el Nishizawa paisajista, la historiadora del arte Milena Koprivitza escribió: “En el embrujo que sus paisajes ejercen para el espectador, puede advertirse, con mayor certeza, el enorme acercamiento a la estética dominante en la paisajística del arte japonés, del que es heredero de sangre. Es tal su grado de finura y sutileza en el manejo de atmósferas, de planos y matices impregnados de color, que el recorrido visual no logra, de una sola mirada, aprehenderlos en su totalidad anímica. Colorista por naturaleza, sus paisajes son una revelación profunda a partir de la gama de tonalidades con las que el artista interpreta su visión del mundo físico. Si la contemplación persiste, como suele pasar, en lo que llamo seducción o embrujo de la atmósfera de sus paisajes, el espectador se interna tanto que, por momentos, él mismo esté en el paisaje para formar parte de su espacio, junto a las rocas, la hierba, las nubes, la tierra… La emoción no es gratuita, Nishizawa ha volcado en sus paisajes un sentimiento sin límite, una sabiduría ancestral, su gran entrega al arte mexicano” (Memoranda, núm. 22, enero-febrero de 1993, p. 27).
* Fotografía: Luis Nishizawa, “Paisaje”, óleo/tela/masonite, s/f. / Cortesía Fundación Andrés Blaisten.
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