Luke Lorentzen y la conciencia paramédica
/
El negocio de las ambulancias en México queda al descubierto en este largometraje que nos habla de la corrupción que se da entre el gobierno y las compañías médicas
/
POR JORGE AYALA BLANCO
En la coproducción independiente Familia de medianoche/ Midnight Family (EU-México, 2019), plurilimítrofe segundo largometraje del hombre orquesta estadounidense de Connecticut en historia del arte y estudios cinematográficos de la Universidad de Stanford graduado de 26 años Luke Lorentzen (corto entre pescadores colombianos: Santa Cruz del Islote 15; largo en peluquerías: New York Cuts 16), con fotografía a dos minicámaras Camcorder Sony fs7 (una en el cofre del vehículo, otra en la mano) y edición suyas, el enérgico pero necesariamente destemplado chavo paramédico sin título de precocísimos 16 años porque ya funge como líder natural de la empresa rescatista familiar y como conductor aún con frenillos de la rauda ambulancia nocturna privada Juan (Juan Alexis Ochoa) retrocede con su aparatoso camionetón que es el único patrimonio común, hasta emparejarse con otra unidad de urgencias avanzadas en un estacionamiento, limpia de manchas de sangre una camilla amarillenta recién utilizada, deja ver lucidoramente el extensible dorado de su reloj pulsera bajo la chaqueta de trabajo que con grandes letras blanquísimas reza Med Care y, por fin, todavía ultraexcitado, se toma un descanso para platicar animadamente por celular (“Fueron las mejores fracturas que he visto, sus huesos así pun hacia arriba, Jessica, te juro, por poquito hasta se me pierde mi teléfono, llegué y hasta se me cayeron las fresas, ay no no no, me dije ‘ahorita llego hasta allá’, no me desesperé, ni me desconcentré, ni nada”), enseguida se mesa la frente y la cabeza con peladito de antiguo casquete cortísimo medio marcial y retoma su monólogo intentando volver más precisas y convincentes sus hipérboles descriptivas (“O sea, cuatro pacientes y no pudo llegar ninguna ambulancia, digamos están ‘están de la tercera’, pero no Jessica, todos eran ‘de la primera’, no puedes atenderlos bien en una ambulancia, no puedes, se resbalaron en la moto estos chavos, y los atropellaron”), mientras, cerca de allí, en las inmediaciones del Hospital General, su obeso padre silencioso ingiriendo costos medicamentos para la hipertensión Fer (Fernando Ochoa), su inquieto hermano gordito supermotivado a imitarlos Josué (Josué Ochoa) y el tranquilo ayudante Manuel (Manuel Hernández), ya están preparados para la siguiente emergencia nocturna, a bordo de su ambulancia roja con franjas blancas, echando a sonar la sirena a todo lo que da, zigzagueando a mil por hora, lanzando órdenes a todos los demás vehículos inmostrables para quitarlos del paso (bicicletas, automóviles, taxis), invadiendo el carril reservado del metrobús que también los obedece, correteándose con otras ambulancias privadas para ser los primeros en llegar, intentando salvar a los accidentados de todo tipo llevándolos al hospital privado más cercano y confiar en que sus familiares puedan pagar el servicio prestado (o al menos una parte de los 3 mil 800 pesos que cobran), pues el gobierno de la Ciudad de México opera menos de 45 ambulancias públicas de emergencia para una población de 9 millones de habitantes y debe ser auxiliado por un precario sistema de ambulancias privadas, mitad clandestino y mitad tolerado mediante mordidas o sobornos a criterio y capricho de los patrulleros uniformados de la policía metropolitana, para conformar extraño panorama paralelo pero cotidiano de una insensata aunque sostenida conciencia paramédica.
La conciencia paramédica se sumerge desde el primer momento y de lleno en el riesgoso quehacer laboral y en la no menos heteróclita vida íntima de la irrepetible familia Ochoa que transporta cientos de heridos cada año a “urgencias básicas”, ensartando los contundentes hechos de su inconfesable quasi thriller de la atípica banalidad diaria que responde hecha la raya a estrictos códigos de vigilancia por señales de radio interceptada (“¿41 es un ebrio?, ¿44 un tráiler?”/ “¿Zeta 2?, ¿ya está confirmado? No creo que sea un mal reporte”), a un ritmo infernal, sosteniendo un compás acezante y acelerado, acerado y asertivo, acción, acción, acción, a modo de episodios casi desprendibles pero soberanamente yuxtapuestos para que nunca decrezca ni el interés ni el paulatino conocimiento de sus facetas innombrables, episodio de suspenso tras episodio sofocante, episodio desequilibrado aunque subliminal después de largo episodio frenético, episodio de dinamismo absoluto luego de un episodio de amarga denuncia/autodenuncia.
La conciencia paramédica avanza con su cámara prácticamente invisible, avanza como el leit motiv de la ambulancia abriéndose paso entre las fosforescentes luces variopintas de las avenidas que deslumbran, avanza entre una fotogenia azulosa a rajatabla y parpadeos en negro para deslizar un par de precisiones explicativas en letrero o para fingir un cambio de marcha o andadura, avanza siempre trazando especie de paralelo vivido con las mórbidas placas brutales que desde niño tomaba el fotógrafo de nota roja Maitinides de El hombre que vio demasiado (Ziff 15), pues Lorentzen dicta una verdadera lección de ética, respeto y empatía hacia los miembros del profesionalísimo clan Ochoa y los accidentados a los que atiende, sea algún baleado o la chava destrozada de un cabezazo de su novio o la joven de 18 años que cayó de un cuarto piso, y no muertos con violencia que ni antes ni ahora pudieron defenderse; personajes idiosincráticos con toda su dignidad y sus complejas contradicciones a imagen y semejanza de los Ochoa, donde el retrato de la afirmación vital del madurado y responsable a empellones Juan resulta apabullante e inasible hasta lo inverosímil; criaturas náufragas de la sobrevivencia en espejo, que se descubren sin duda entrañables aunque jamás se muestren los detalles faciales ni se enseñen las lesiones de las víctimas.
Y la conciencia paramédica duplica, duplica y duplica la visión ética de la familia con la posición ética de la docuficción en sí misma, en vivo y subrepticia intimidad emocionada.
FOTO: Familia de medianoche recibió el premio a la mejor fotografía en el Festival Internacional de Sundance, 2019./ Especial
« París, flash de un confinamiento La crítica, criada de la Musa »