La crítica, criada de la Musa

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

El inglés Alexander Pope (1688-1744) es uno de los pocos críticos que se han servido del verso para exaltar a la crítica y vilipendiar a la mala poesía. Hasta hace muy poco no existía en español una versión confiable del Ensayo sobre la crítica escrito en el año MDCCIX donde el entonces famosísimo bardo, traductor eximio de Homero, hizo el elogio de un género, la crítica, que en el Reino Unido, antes que en el continente, tuvo a sus más atrevidos teóricos y gladiadores, la mayoría de ellos actualmente sólo vigentes entre los estudiosos, habiéndose atrevido a desafiar al neoclasicismo francés y a sus reglas, las atribuidas a Aristóteles y aquellas que ordenaba obedecer la retórica de Nicolas Boileau.

 

Aparecido en 1711, justo en el año de la muerte del propio Boileau, el Ensayo sobre la crítica dicta –como era inevitable durante el siglo XVIII– una deontología, es decir, la ética que promueve los deberes de una profesión. Pope busca el gusto sincero capaz de alejar del público a los críticos peligrosos y maleducados, en su opinión abundantes y especiosos, reafirma a la Naturaleza como la mejor guía del juicio porque “el arte y sus reglas no son sido naturaleza metodizada”, tal cual lo ordenaban Homero y Virgilio –a cuya comparación dedicó sus mejores páginas en prosa– no sin señalar las licencias autorizadas para los poetas y los errores más comunes de la crítica, los cuales eran a su juicio: concentrarse sólo en las partes (el ingenio, el lenguaje y la versificación) y no en el todo, en el cual se hallaba lo más importante para él, la esencia del hombre, a la cual dedicó su poema filosófico más celebrado, de dudosa ortodoxia, por ser obra de un “católico erasmiano” entre anglicanos y sectarios de toda índole, cuyo espíritu de partido mancillaba, dijo, el honor del crítico.

 

Pope tenía a la envidia como la pasión más común entre los literatos y en el Ensayo sobre la crítica, traducido al español por Antonio Lastra y Ángeles García Calderón, recuerda que “el crítico generoso alentó el fuego del poeta / y enseñó al mundo a admirar con razón. / Era entonces la crítica criada de la Musa” y “El ingenio desdichado, como todo lo engañoso, / no expía la envidia que suscita. / Sólo en la juventud nos jactamos de su vacía alabanza, / pero pronto se pierde esa vanidad efímera”.

 

Generaciones van y generaciones vienen; contra lo deseado por el afán moralizante y perfeccionista de Pope, la vanidad alimenta a los escritores hasta su último suspiro. Y entre más viejos somos, con mayor estridencia gritamos “¡Existo!”, según me enseñó uno de mis maestros, él mismo no exento de proferir esa constatación. Pope, tan pronto publicó su Ensayo sobre la crítica, hubo de
enfrentar los equívocos y la maledicencia, cebada en su cuerpo maltrecho y en su estropeada salud, destino aligerado por su dedicación a la amistad. Concede el doctor Samuel Johnson, cuyas ideas sobre la literatura son hoy día tan incomprensibles como deliciosas sus biografías y sus lexicografías, que Pope hubo de iniciarse, como todos los jóvenes ayunos de experiencia en el mundo, en la poesía bucólica o pastoril, género despreciable si los hay, aunque llegó a ser el versificador más alto e insuperable de la lengua inglesa.

 

Aparecido el Estudio sobre la crítica y alabado por Joseph Addison en El Espectador como obra heredera del entonces llamado Longino y de su tratado sobre lo sublime, el crítico John Dennis (1677–1734), docto en la lengua griega (y en otros temas más cercano a nuestro gusto que Pope y Johnson juntos), creyéndose personalmente vejado, reaccionó furioso. Desde entonces es difícil convencer a un escritor que una crítica contra la obra no lo es también contra su persona y es probable que a los agraviados, fatalmente, no les falte cierta razón. Mientras vivió, Dennis leyó cada frase o verso de Pope y no le perdonó, comprensiblemente, nada. Mucho provecho puede sacarse leyendo Estudio del hombre y otros escritos (Cátedra, 2019), de Pope, pues su “antropología filosófica” no se quedó anclada en el Siglo de las Luces y alimentó, en el XX, a Arthur O. Lovejoy y a Ernst Cassirer, y antes que ellos, como “poeta vacilante” y apenas filósofo, a Kant, Lessing y Mendelssohn, según escriben quienes lo editan. A Helen Vendler (Poets Thinking, 2004), le indignan los profesores de filosofía para quienes Pope fue un autor de sermones en verso. Ignoran, sostiene ella, que lo suyo fue el arte de la miniatura: “¿Por qué no tiene el Hombre un ojo microscópico? / Por la sencilla razón de que el Hombre no es una mosca”.

 

Todo crítico, precisamente desde Pope, tiene dos caras. Una ética, la del buen pastor del rebaño de los lectores, quien se atreve a corregirle el camino aun a los antiguos y a Shakespeare, quien en opinión del autor del Ensayo sobre la crítica, siendo el más grande de su tiempo, supo errar. La otra cara, también la mostró Pope, inventor del bathos que contrariamente al pathos, con el que por eufonía suele confundirse, expresa el anticlímax retórico, la salida de tono, el mal gusto pedante y rampante, lo kitsch diríamos. En 1727, tras haber guiado al gusto sincero, Pope publicó Perí Bathos, or The Art of Sinking in Poetry, que a su vez, según el doctor Johnson, dio lugar a La zopenquíada o La asnada, donde fueron a dar los poetas execrables mediante una manual de lo que no debía hacerse en cada uno de los géneros pero se hacía, dando resultados batéticos. En 1785, Alberto Lista tradujo algo de aquello como El imperio de la estupidez. Pope, a diferencia de quienes han incurrido posteriormente en ese género, tuvo la grandeza de incluir versos suyos, convenientemente deformados, como hizo con el resto de sus autores. La sátira entre poetas es antiquísima. Lo hecho por Pope fue distinto: satiriza no a los creadores, sino a su retórica.

 

“El día en que se libro se vendió por primera vez”, cuenta Johnson en Vidas de los poetas ingleses (1781) donde Pope, junto a su socio Jonathan Swift en el Scriblerus Club, representan el dúo primordial, “una multitud de autores asediaba a la tienda; ruegos, consejos, amenazas con la ley y con agresiones físicas, incluso gritos de traición”, todo ello fue empleado para impedir su comercio que el rey y la reina habían aprobado gracias al patronazgo de Sir Robert Walpole.

 

Leí The Art of Sinking in Poetry, del Pope malévolo, en una traducción italiana titulada I bassi fondi della poesía (Adelphi, 2017), donde Pope se pregunta porque el aura mediocritas, celebrada en el hombre común, resulta tan horripilante en el poeta. Acaso se deba a que la mala poesía –así lo muestra el bathos–, es como la cerveza: si se deja abierta la botella, el sabor se desvanece y la bebida deviene insípida, pero si se conserva cerrada y bien tapada, de acuerdo a las reglas, hará espuma, aparentando fortalecer y vivificar. Encomioso y pedagógico en el Ensayo sobre la crítica, denigrante y satírico en Perí Bathos, Pope figura entre los pensadores dieciochescos que consideraron que lo hecho, bien está y no es tarea del hombre preguntarse por Dios, sino ocuparse de sus propios asuntos, aunque se lamentaba de lo poco que sabemos de todo. Esa congoja, suponen sus buenos lectores, la solventó mediante la sátira, instrumento certero para llegar hasta el rincón más oscuro de lo humano sin necesidad de ocuparse del universo.

 

Interrogado sobre por qué se servía, para hacer crítica, no sólo del verso sino hasta de la rima, Pope dijo que los principios, las máximas y los preceptos, se retienen mejor utilizando la poesía y no la prosa. Aunque pareciera extraño, aseguró, “hablando de un modo más poético”, se es, al mismo tiempo, breve y detallado. Poquísimos críticos han seguido el sendero de Alexander Pope.

 

FOTO: Alexander Pope fue considerado por Lord Byron como uno de sus maestros.  / Especial

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